Leonardo Boff
En Brasil constatamos hoy una seria división entre las personas por razones político-partidistas. Hubo gente que dejó de participar en la confraternización de Navidad debido a divergencias políticas: unos por críticas al partido que está en el poder por haber mentido en la campaña; otras a causa de la excesiva corrupción atribuida a grupos importantes del PT. Unos son férreos defensores del impeachment a la Presidenta Dilma Rousseff. Otros no consideran las famosas “pedaladas” razón suficiente para sacarla del cargo más alto de la República, conquistado con el voto de la mayoría de la población. Admitamos que las pedaladas sean un pecado, pero son solo pecado venial, cometido sin mala intención. Por un pecado venial, en sana teología, nadie es condenado al infierno. A lo máximo pasa un tiempo en la clínica purificadora de Dios que es el purgatorio. Este no es la antesala del infierno sino la antesala del cielo.
Ignoremos estas contradicciones. El hecho es que indudablemente existe en la sociedad gran irritación, intolerancia racial, discusiones ácidas y muchas palabras fuertes que los niños no deberían ni siquiera oír. Especialmente internet ha abierto la puerta por donde pasa todo tipo de ofensa. Algunos han quedado anclados en el pasado y se imaginan todavía en la guerra fría. Llamar al otro comunista es una ofensa. Olvidan que el imperio soviético se derrumbó y el muro de muro de Berlín cayó en 1989.
Los puentes de los espacios sociales, diferentes, pero aceptados y respetados han sido averiados o destruidos. Una sociedad no puede sobrevivir sanamente viendo que su tejido social se está desgarrando. Ahí existe el peligro de los radicalismos de derecha (dictaduras como la de los militares) o de izquierda (como el socialismo soviético totalitario).
Más que hacer muchas argumentaciones teóricas, estimo que las historias pueden darnos buenas lecciones y convencernos de la verdad de las cosas. Voy a contar una historia que oí hace mucho tiempo y que tiene una fuerza de convicción efectiva. Aquí está:
Dos hermanos vivían en buena armonía en dos granjas vecinas. Tenían una buena producción de granos, algunas cabezas de ganado y cerdos bien cuidados.
Cierto día tuvieron una pequeña discusión. Las razones no tenían mayor importancia: una vaquilla del hermano menor se había escapado y había comido un buen trozo del maizal del hermano mayor. Discutieron con cierta irritación. La cosa parecía haberse quedado ahí.
Pero no fue así. De repente, ya no se hablaban. Evitaban encontrarse en la bodega o por el camino. Se hacían los desconocidos.
Un buen día, apareció en la granja del hermano mayor un carpintero pidiendo trabajo. El granjero lo miró de arriba abajo y, con un poco de pena, le dijo: “¿Ve aquel riachuelo que corre por allá abajo? Es la división entre mi granja y la de mi hermano. Con toda esa leña que hay en la leñera construya una cerca bien alta, para que no me vea obligado a ver a mi hermano ni su granja. Así estaré en paz”.
El carpintero aceptó el servicio, tomo las herramientas, y se puso a trabajar. Mientras tanto, el hermano mayor se fue a la ciudad a resolver algunos asuntos.
Cuando al caer la tarde volvió a la granja, al caer la tarde, quedo horrorizado con lo que vio. El carpintero no había hecho una cerca, sino un puente que pasaba por encima del río y unía las dos granjas.
Y hete aquí que pasando por el puente venía su hermano, menor diciendo: “Hermano, después de todo que pasó entre nosotros, me cuesta creer que usted haya hecho ese puente solo para encontrarse conmigo. Tiene usted razón, es hora de acabar con nuestra desavenencia. ¡Un abrazo, hermano!”.
Y se abrazaron efusivamente y se reconciliaron. El hermano encontró al otro hermano.
De pronto vieron que el carpintero se estaba marchando. Y le gritaron: “Eh, carpintero, no se vaya usted, quédese unos días con nosotros... nos ha traído tanta alegría…”
Pero el carpintero respondió: “No puedo, hay otros puentes que construir por el mundo. Hay muchos todavía que necesitan reconciliarse”. Y se fue caminando tranquilamente hasta desaparecer en la curva del camino.
El mundo y nuestro país necesitan puentes y personas-carpintero que generosamente relativizan los desacuerdos y construyen puentes para que podamos vivir por encima de los conflictos y diferencias inherentes a la incompletitud humana. Tenemos que aprender y reaprender siempre a tratarnos fraternalmente.
Tal vez sea este uno de los imperativos éticos y humanitarios más urgentes en el actual momento histórico.