Alejandro Dausá
Lo difícil, en efecto, es asistir a los extravíos de una revolución sin perder la fe en la necesidad de ésta. Para sacar de la decadencia de las revoluciones lecciones necesarias, es preciso sufrir con ellas. No alegrarse de esta decadencia (A.Camus)
ALAINET.- En medio de análisis de arduos textos de los clásicos, un entrañable profesor marxista de filosofía disfrutaba desconcertando a sus alumnos con una cita que atribuía a su abuela: “Lo que sucede, conviene”. Era una de las formas que utilizaba para descolocarlos de certezas dogmáticas e interpretaciones mecánicas con una propuesta aparentemente ingenua y fatalista. Vuelve ahora a la memoria aquella frase, a pocas horas de un referéndum en el que una ajustada mayoría de la población boliviana votó por no reformar un artículo de la Constitución, cerrando la posibilidad de reelección del actual mandatario y su vicepresidente.
¿Qué sucedió? ¿Se trata de otra muestra del retroceso de proyectos populares, como sucedió en Venezuela y Argentina? No necesariamente. Bolivia tiene sus propias dinámicas y una historia particular, donde sin dudas un capítulo de enorme importancia es el de los últimos años, posteriores al desbande de gobiernos neoliberales, castigados por potentes movilizacione sociales. La nueva etapa se podría sintetizar apretadamente como la del reconocimiento e inclusión de las identidades indígenas (unida a una fuerte lucha contra el racismo), la voluntad de recuperar y defender la soberanía nacional, el rol protagónico del Estado, y un manejo cauteloso y prolijo de la economía.
Sin embargo, con el paso del tiempo se fue haciendo más evidente la separación entre los horizontes ideales (Vivir Bien, democracia participativa y comunitaria, control social constitucionalizado, modelo productivo social comunitario, planes nacionales de desarrollo, etc.) y un creciente pragmatismo gubernamental alentado por la inédita estabilidad económica adaptada a las demandas del capitalismo, sin explorar ni animar otras opciones[1]. Esto, sumado al acomodamiento de numerosos funcionarios a conductas, hábitos, formas y mecanismos de la vieja democracia representativa, fue derivando en un fenómeno que el perspicaz analista boliviano Rafael Puente calificó hace ya tiempo como el surgimiento de cierta “intoxicación de poder”[2].
A lo anterior habría que agregarle retos no resueltos en una década, como la notable corrupción del aparato judicial y la policía, o la inoperancia del sistema de salud pública, ámbitos que lastiman particularmente a las mayorías. Para ensombrecer aún más el panorama, en los últimos meses se desataron escándalos mayúsculos, como el del desvío de dineros del Fondo Indígena (un plan para proyectos de desarrollo que gestionaban y administraban sin demasiados controles organizaciones y dirigentes sociales) así como otros que pusieron en cuestión la ética del mismísimo jefe de gobierno y su vicepresidente. En este sentido, si Gramsci afirmaba que hegemonía se define como “dirección intelectual y moral”, se podría decir que el énfasis desde el MAS se fue colocando progresivamente sólo en el primer aspecto, despreocupándose por la dimesión ética. Autoridades nacionales y dirigentes del partido de gobierno atribuyen invariablemente esos escándalos y turbiedades a operaciones del imperialismo norteamericano, y es muy probable que estén en lo cierto, aunque hay que reconocer que la CIA o la embajada de los EEUU operan con mucha más soltura y eficacia cuando se apoyan en hechos verídicos.
Para finalizar, hay que decir que la campaña del reciente referéndum fue agobiante y en general deplorable. Por parte del gobierno, haciendo énfasis en comparaciones con la etapa neoliberal, sin asumir que la década de gestión de la actual administración ameritaría contrastes con sus propios indicadores, y sin adverir que en todo caso la derecha regional recurre hoy a nuevas estrategias, sobre todo ante generaciones que poco saben o recuerdan de aquellos años funestos. La oposición por su parte echó mano a personajes nefastos, que se reciclan sin fatiga ni pudor, pero tuvieron la sagacidad de no mostrarse demasiado, y a la vez sacar provecho de los escándalos y debilidades mencionados antes. El colofón luctuoso se produjo en la ciudad de El Alto, a escasas horas del referéndum, con el asalto, saqueo e incendio de la Alcaldía (hoy en manos de la oposición, luego de la desastrosa gestión anterior) y la muerte de seis funcionarios por asfixia.
Si asumimos lo que afirmaba la abuela de aquel profesor de filosofía, Evo Morales tiene hoy la singular oportunidad de corregir rumbos, profundizar cambios, propiciar transformaciones estructurales, reconducir el proceso, desarrollar planes masivos de formación político-ideológica emancipatoria, y reanimar el elemento ético de su proyecto hegemónico. Tiene además la ocasión de promover y fortalecer nuevos liderazgos legítimos, honestos, alejados del camaleonismo imperante, ya sin la obligación de ser candidato presidencial. Lejos de concebirla como una derrota, la decisión pública por la no reforma a la Constitución brinda en realidad una estupenda oportunidad para fortalecer y potenciar muchas de las utopías desatendidas a lo largo de los últimos años, en ocasiones por urgencias insoslayables o por violentos embates de fuerzas reaccionarias, aunque también por apoltronamiento, soberbia, cálculos mezquinos y miserias humanas de toda laya. Evo Morales y no pocos militantes tienen la experiencia suficiente para materializar esas utopías. Luego de todo lo avanzado, el cuatrienio que hay por delante no es poco para intentarlo.