Jorge Núñez Sánchez
Director de la Academia Nacional de Historia del Ecuador
Nuestros carnavales tienen su origen en las saturnales romanas, fiestas de la plebe que constituían una rebelión simbólica contra los poderosos, en las que el mundo se ponía al revés: por tres días al año los esclavos no trabajaban y montaban una fiesta general, en la que mandaban a sus amos, bebían sus vinos y dormían en sus camas.
Director de la Academia Nacional de Historia del Ecuador
Nuestros carnavales tienen su origen en las saturnales romanas, fiestas de la plebe que constituían una rebelión simbólica contra los poderosos, en las que el mundo se ponía al revés: por tres días al año los esclavos no trabajaban y montaban una fiesta general, en la que mandaban a sus amos, bebían sus vinos y dormían en sus camas.
Los carnavales alcanzaron su plenitud en la Edad Media, como una rebelión simbólica del pueblo ante los rígidos controles morales de la Iglesia católica, que refrenaban la risa y la alegría, prohibían las borracheras colectivas, imponían ayunos o abstinencia alimenticia y sexual en ciertos periodos, etc. Por ello el Carnaval era la fiesta colectiva de la alegría y la risa, del baile en grupo y de los excesos del cuerpo: comer, copular, emborracharse.
En la Edad Media se celebraban también las ‘fiestas de locos’, durante los días de San Esteban, San Juan Evangelista o los Inocentes. Ahí se nombraba un ‘obispillo’ entre los estudiantes, aplicando esa parte del canto del Magnificat que decía que Dios había despreciado a los ricos y levantado a los humildes. El obispillo y sus ayudantes hacían burlas del obispo y autoridades religiosas, celebraban ritos cómicos en las catedrales: daban sermones risibles, cantaban villancicos deshonestos o bailaban disfrazados de curas.
En fin, esos carnavales medievales eran el triunfo de la risa frente al miedo, de la locura frente a la cordura, de los débiles ante los poderosos. Y tenían un efecto práctico: rebajaban las tensiones sociales a través de la burla. Por eso encantaban al público y eran tolerados, aunque mal vistos, por las autoridades.
Llegados a nuestra América con las gentes llanas de la conquista, los carnavales se afincaron en nuestro suelo y se entremezclaron con los ritos y fiestas indígenas, aunque manteniendo su propia identidad. Así, a los disfraces europeos de curas, diablos, cabezones y autoridades, se sumaron los disfraces americanos de animales salvajes, monstruos y seres mitológicos. Así surgió también el canto del Carnaval, al juntarse una melodía indígena con la copla española, acompañadas por la guitarra ibérica, el bombo y las flautas americanas.
En el área andina nacieron igualmente los rituales carnavalescos del juego-combate con agua y el blanqueamiento colectivo. El primero sustituyó simbólicamente al antiguo ‘tinku’ andino, un combate entre comunidades destinado a derramar sangre para fecundar a la Pachamama, que todavía se celebra en Cotacachi. El segundo es un típico ritual de igualdad: si lo importante es ser blanco, por unos días todos vamos a blanquearnos para sentirnos iguales.
En el norte de la antigua Audiencia de Quito (actual región colombiana de Pasto), donde había minas de oro con esclavos negros, se inventó un ritual de igualdad todavía más completo: el ‘Carnaval de blanquitos y negritos’, donde un día todos se blanquean con harina o talco y otro día todos se negrean con betún. En síntesis, el Carnaval es una fiesta de la libertad, la igualdad y la fraternidad humanas, que por unos pocos días al año se imponen al egoísmo y la segregación social impuestas por la sociedad de clases. Una fiesta que tiene en Guaranda la más completa y feliz manifestación colectiva.