14 agosto 2013
Benjamín Forcano *
1. Preámbulo histórico y metodológico
El Papa Francisco no fue a Brasil para hablar precisamente de los temas
que voy a exponer. Llevaba en su cabeza otras preocupaciones, poco tratadas o
muy olvidadas, acaso más importantes y en ellas se iba a centrar.
– ¿Por qué no hablado de ellos?, le preguntó un periodista en el
avión ya de retorno en el viaje.
– “No era necesario hablar de eso, sino de las cosas positivas
que abren camino a los chicos. Además, los jóvenes saben
perfectamente cuál es la postura de la Iglesia.
– Pero, ¿Cuál es su postura en esos temas?
– La de la Iglesia, soy hijo de la
Iglesia.
Sobre estas cuestiones doctrinales, el papel docente corresponde más
bien a los que han sido autorizados por su formación, dedicación, estudios y
títulos reconocidos, no precisamente a la autoridad. Dice el Vaticano II: “Las
recientes adquisiciones científicas, históricas o filosóficas plantean nuevos
problemas que arrastran consecuencias para la vida y reclaman
investigaciones nuevas por parte de los teólogos” (Gs, 62).
Tarea que incumbe también a los obispos: “En el cuidado
pastoral deben conocerse suficientemente las conquistas de
las ciencias profanas de modo que también los fieles sean conducidos a una vida
de fe más genuina y más madura” (GS 62). Y los obispos tienen
que ser sabedores de que “cuando definen una doctrina lo hacen
siempre de acuerdo con la Revelación, a la cual deben sujetarse y
conformarse todos. Ellos trabajan celosamente con los medios adecuados a fin de
que se estudie como debe esta Revelación y se la proponga
apropiadamente” (LG, 25).
Traería aquí las palabras del obispo Pedro Casaldáliga, un
obispo pobre, poeta y profeta, libre y ejemplar si los hay: “Con mucha
frecuencia los obispos creemos que tenemos la razón, normalmente creemos que la
tenemos siempre, lo que pasa es que no siempre tenemos la verdad, sobre
todo la verdad teológica, de modo que pido a los teólogos que no nos dejen
en una especie de dogmática ignorancia” (En el XVI Congreso
de Teología, Los pobres, interpelación a la Iglesia, Madrid,
1996)
No pocos obispos, sin tiempo seguramente para estudiar y ponerse al día
con las nuevas investigaciones exegéticas y teológicas, y así promover una vida
entre los fieles más genuina y más madura, se han
dedicado, con infantil y roma ignorancia, a repetir doctrinas
caducas y a hacer imposible la vida a los teólogos. Parece que el Papa
Francisco dejaba entender todo lo que había ocurrido y no quería precipitarse.
A sus espaldas, y para quien quisiera oír, resonaban las palabras del Vaticano
II, magisterio de primera línea:
“Los teólogos podrán empeño en
colaborar con los hombres versados en otras disciplinas; poniendo en común sus
energías y sus puntos de vista y respetando el método y exigencias
propias de la ciencia teológica, deben buscar siempre el modo más
adecuado para comunicar la doctrina con los hombres de su tiempo” (GS, 62). “La cultura requiere constantemente una justa
libertad para desarrollarse; exige respeto y goza de una específica
inviolabilidad” GS, 57).
Creo que el Papa Francisco, si miramos a lo hecho y dicho hasta ahora,
se mueve en este ambiente y actitud de respeto, de colaboración e integración.
No ha sido ese, desgraciadamente, el clima posconciliar. Ciertamente no lo
tiene fácil. Los 40 años de involución posconciliar han calado profundamente en
la cristiandad, con una estrategia de nombramientos y contenidos doctrinales
que, además de uniformes y con merma de la libertad y pluralidad, daba empuje a
los movimientos más conservadores y desactivaban insistentemente el programa y
espíritu renovador del Vaticano II.
El Papa Francisco recibe acumulados todos los temas y problemas y,
aparte de su interior visión y fortaleza, va a necesitar de unos apoyos y
recursos, de todas partes, para llevar a cabo las reformas paralizadas del
Vaticano II y las que últimamente le vienen más urgidas. No le servirán
ni la ligereza ni la impaciencia, sí la clarividencia, la corresponsabilidad de
todos, y la firmeza sentida en torno suyo. Las resistencias pertinaces a
nadie como a él le va a tocar verlas, sufrirlas y resolverlas.
El Papa Francisco no quiere enseñar y gobernar solo. Nos lo ha
demostrado. Cuenta con todos los que han visto que su proyecto es volver a
Jesús, recuperarlo y anunciar con gran fuerza su gran novedad para hoy y
buscar entre todos soluciones, dando la vuelta a esta sociedad neoliberal
desigual y fratricida.
Yo espero que el Papa Francisco, con la libertad y coherencia que le
caracterizan, sabrá abordar estos temas pendientes distinguiendo lo que es y
pertenece al Evangelio y lo que es y pertenece al bagaje cultural de la
humanidad. Ambas cosas -Evangelio y Culturas- se han necesitado y
relacionado siempre y en cada momento se han implicado para dar respuesta a la
búsqueda y problemas del hombre. Hoy, sin desestimar la herencia del pasado, la
cribamos y la enriquecemos con los nuevos conocimientos, que nos alumbran
espacios o aspectos inéditos de la realidad.
2. El tema de la homosexualidad
“Cuando uno se encuentra con una
persona gay, debe distinguir entre el hecho de ser gay del
hecho de hacer ‘lobby’, porque ningún lobby es bueno. Si una persona es
gay y busca al Señor, y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?”(Papa Francisco, a los periodistas en el avión que le trasladó de Río de
Janeiro a Roma).
En Occidente la homosexualidad ha recibido una valoración
muy variada. El doctor John Boswell en su libro “Las
bodas de la semejanza” (640 páginas) documenta cómo en la Iglesia católica
del siglo VI al XII existía como normal la celebración litúrgica de parejas
homosexuales, según ritos y oraciones propias, presididas por un sacerdote. Es,
a partir del siglo XIII, cuando la homosexualidad va revistiendo un carácter de
vicio horrible (pecado nefandum = innombrable),
tan horrible que lo de innombrable no se aplica a otros hechos más
graves: “Asesinato, matricidio, abuso de menores, incesto, canibalismo,
genocidio e incluso deicidio son mencionables”. ¿Por qué este horror que
convierte la homosexualidad en el peor de los pecados?
Es también muy común la opinión de que se elaboró una construcción
bíblico-teológica moral justificatoria de la gravedad de este
pecado, hoy demostrada como pre-científica y opuesta al contexto y
sentido de los textos bíblicos y que la dejan desprovista de este tipo de
argumentos para condenarla.
Son de consenso generalizado las conclusiones científicas de que “ni
desde la medicina, la psicología, la pedagogía, ni con medidas sociales o
legales, ha sido posible cambiar la orientación sexual, aunque intentos no han
faltado” (Juan L. T. Herreros, Aproximación a la realidad homosexual” pp.
133-134). Los estudios más diversos confluyen en la tesis de no poder
calificar la homosexualidad como enfermedad, desviación psicopática o
perversión sexual. La orientación homosexual no afecta a la sanidad
mental ni al recto comportamiento en el grupo social.
En razón de ello, la OMS ha suprimido la homosexualidad
de la relación de enfermedades. Y el Consejo de Europa insta a los
gobiernos a suprimir cualquier tipo de discriminación en razón de la
tendencia sexual.
Y, desde la perspectiva teológica, es bien fundada la posición de
quienes sostienen que la sexualidad humana no tiene como modelo natural exclusivo
la heterosexualidad –ese es un presupuesto no probado– sino que se da también
la homosexualidad como una variante natural legítima, minoritaria.
3. El aborto en un Estado democrático
y aconfesional
Defender el derecho a la vida no se identifica con la defensa del
proceso embrionario desde su comienzo ni siquiera en pasos posteriores de
su ciclo intrauterino. Es una cuestión abierta, científicamente hablando, en el
sentido de que unos ponen un ser humano constituido desde el comienzo y otros
no lo ponen hasta las ocho semanas, justo cuando el embrión pasa a ser feto.
En este punto, puede haber un acuerdo racional, científico y ético
prepolíticos, porque la puerta de que disponemos para entrar en esa “realidad”
es común a todos, y no es otra que la de la ciencia, la de la filosofía y
la de la ética.
Puerta que vale también para los que se profesan creyentes. La fe, del
tipo que sea, no sirve aquí para aclarar el problema del aborto. “No está en el
ámbito del Magisterio de la Iglesia el resolver el problema del momento
preciso después del cual nos encontramos frente a un ser humano en el
pleno sentido de la palabra” (Bernhard Häring, autor de la famosa obra “La
ley de Cristo”, y acaso el más reconocido moralista de la Iglesia católica).
“Todo individuo tiene derecho a la vida”, proclama la Declaración
Universal de los Derechos Humanos (Art. 3). Y todo individuo tiene el deber de
respetar ese derecho. Sin embargo, ¿se puede afirmar con seguridad que el
proceso embrionario es desde el inicio un individuo humano? Resulta, por
tanto, crucial averiguar si el proceso del embrión admite establecer dentro de
él un antes y un después, un antes en que no es individuo y un después en que
lo es. Teoría discutida y discutible, no dogma.
De hecho, siempre existieron en la tradición cristiana teorías
diferentes (teoría de la animación sucesiva defendida
por Santo Tomás y teoría de la animación simultánea,
defendida por San Alberto Magno) sobre el momento de constitución
de la vida humana. Pero, la teología pos-tridentina a la hora de resolver los
problemas de la moral práctica ha partido siempre de la animación inmediata.
Las teorías más modernas afirman que el embrión no es
propiamente individuo humano hasta después de algunas semanas.
Lo explica el catedrático Diego Gracia:”La
mentalidad clásica, que sobrevalora el genoma como esencia del ser vivo, de tal
manera que todo lo demás sería mero despliegue de las virtualidades allí
contenidas, es la responsable de que la investigación biológica se haya
concentrado de modo casi obsesivo en la genética, y haya postergado de
modo característico el estudio del desarrollo, es decir, la embriología. Este
estado de cosas no ha venido a resolverlo más que la biología molecular. La
biología molecular ha llevado a su máximo esplendor el desarrollo de la
genética, en forma de genética molecular. Pero, a la vez, ha permitido
comprender que el desarrollo de las moléculas vivas no depende sólo de los
genes”. (Diego Gracia, Ética de los confines de la vida, III,
p.106).
Se entiende por tanto que, desde este enfoque, el embrión requiera
tiempo y espacio para la maduración de su sistema neuroendocrino y que no se
halle constituido desde el primer momento como realidad sustantiva. Los
genes no son una miniatura de persona. La información extra-genética
es tan importante como la información genética, es también constitutiva de la
sustantividad humana y la constitución de esa sustantividad no se da antes de
la organización (organogénesis) primaria e incluso secundaria del embrión, es
decir, hasta la octava semana.
Quien siga esta teoría puede sostener razonablemente que la interrupción
del embrión antes de la octava semana no puede ser considerada como atentado
contra la vida humana, ni pueden considerarse abortivos aquellos métodos
anticonceptivos que impiden el desarrollo embrionario antes de esa fecha. Esto
es lo que, por lo menos, defienden no pocos científicos de primer orden (Diego
Gracia, A. García-Bellido, Alonso Bedate, J. M.
Genis-Gálvez, etc.).
La teoría expuesta modifica notablemente muchos puntos de vista y
establece un punto de partida común para entendemos, para orientar la
conciencia de los ciudadanos, para fijar el momento del derecho a la vida del
pre-nacido y para legislar con un mínimo de inteligencia, consenso y
obligatoriedad para todos ante el conflicto de situaciones concretas.
Y en un Estado democrático, ninguna instancia civil o religiosa puede
atribuirse el poder legislativo, como si dimanase de sí misma al margen de la
realidad personal de los ciudadanos. La ética debe determinarse en cada
tiempo mediando la racional y responsable participación de los ciudadanos, pues
la razón con todo el abanico de sus recursos investigativos es la que, por
tratarse de la dignidad humana y de sus derechos, nos habilita para llegar a
ellos, explorarlos, entenderlos, valorarlos y acordarlos democráticamente.
4. El tema de la ordenación
sacerdotal de la mujer
“Creo que aún no hemos hecho una teología profunda de la mujer en la
Iglesia. En cuanto a la ordenación de las mujeres la Iglesia ha hablado y dice
no. Lo ha dicho Juan Pablo II, pero con una formulación definitiva. Esa puerta
está cerrada. Pero quiero decirles algo: la mujer en la Iglesia es más
importante que los obispos y los curas. ¿Cómo? Esto es lo que debemos
tratar de explicar mejor. Creo que falta una explicación teológica sobre
esto”. (En el encuentro con los periodistas en el avión).
¡Esa es una puerta cerrada! Ciertamente lo es desde hace más de 20
siglos y lo sigue siendo. Pero, en el hoy del siglo XXI, es momento de
preguntarse por qué está cerrada y si hay motivos para que siga cerrada.
Todos entendemos que haya podido ser así por razones de una situación
histórico-cultural muy distinta a la nuestra. Situación que ha perdurado hasta
hoy, pero no porque fuera una tradición “divino-apostólica” sino por ser una
praxis introducida desde el principio por motivos hoy bien conocidos, pero que
en modo alguno permitan elevar esta praxis a categoría divina y deducir
que la no ordenación de la mujer “forma parte de la constitución divina
de la Iglesia”.
En su Carta Apostólica el Papa Juan Pablo II (30 de mayo de 1994), tuvo,
es cierto, la voluntad de zanjar definitivamente la cuestión entre los
fieles de la Iglesia católica. Pero, de inmediato, muchos comentaristas
católicos le replicaron que esta es una cuestión abierta, una doctrina ajena a
la Escritura y una verdad no revelada. Por todo ello, no ha podido ser
propuesta como una verdad de fe, ni definida como una verdad de
magisterio infalible o ex cáthedra.
Los argumentos aducidos por la Carta son más que débiles: el hecho
de que Jesús eligiera entonces únicamente a varones no
quiere decir que lo hiciera exclusivamente y para siempre. Esa
exclusión a perpetuidad no va incluida en la acción de Jesús. Muchos teólogos y
teólogas han probado que no existen objeciones dogmáticas para la admisión de
la mujer a la ordenación sacerdotal. Y los obispos alemanes advirtieron al Papa
de la “no oportunidad” de la publicación de esa Carta.
Como muy bien ha escrito el teólogo Domiciano Fernández, “en
la Iglesia católica se ha decidido desde arriba, entre las Congregaciones
romanas y el Papa. Con los documentos pontificios por delante, se ha limitado
la libertad de reflexión y de expresión de las Iglesias locales y de los teólogos”
(Ministerios de la mujer en la Iglesia, Nueva Utopía, 2002, pág. 235).
Cito como conclusión unas palabras de este teólogo, que murió sin que le
dejaran publicar su libro: “Comencé a estudiar la cuestión de la Sagrada
Escritura y en la tradición de la Iglesia, valiéndome de las monografías y
amplios estudios que han hecho otros autores sobre estos temas y
confrontando las fuentes siempre que me fue posible. Pronto me convencí de que
no existía una dificultad dogmática seria que impida la ordenación sacerdotal
de la mujer. No existen argumentos serios sacados de la Sagrada
Escritura, donde no se plantea esta cuestión. Los argumentos teológicos
deducidos de que el sacerdote representa a Cristo varón y el de alianza
nupcial entre Cristo y su Iglesia (de los que me ocupo en el
capítulo VII) no me parecen convincentes. Los argumentos que con
tanta frecuencia han dado los Santos Padres y los teólogos, fundados en la
inferioridad, en la incapacidad y en la impureza de la mujer, son
inadmisibles y nos debieran llenar de vergüenza y sonrojo a los cristianos”
(Idem, pp. 11 y 12).
“Muchos años de estudio no han podido convencer ni a los teólogos
ni a los biblistas de que sea expresa voluntad de Cristo excluir a las mujeres
del ministerio ordenado. Los ministerios los ha creado la Iglesia según las
necesidades de los tiempos y según la cultura de la época. Han cambiado y
siguen cambiando”. (Idem, pp. 271-272).
5. El tema de los divorciados en la
Iglesia
“La misericordia es más grande para el caso de los divorciados. El
cambio de época, unido a otros problemas de la Iglesia, ha dejado muchos
heridos. Si el Señor no se cansa de perdonar, nosotros no tenemos más elección
que ésta. Y la Iglesia es madre, debe encontrar misericordia para todos. Los
divorciados sí pueden hacer la comunión, esto hay que mirarlo en la totalidad
de la pastoral matrimonial. Será uno de los temas a consultar con los
ocho cardenales. Es además un tema antropológico y también lo es el problema
judicial de la nulidad de los matrimonios. Todo esto habremos de revisarlo”.
(En el encuentro con los periodistas en el avión).
Viejo tema éste que debiera haber recibido ya solución, de haber
atendido las enseñanzas de Jesús. Él propone el proyecto del matrimonio
indisoluble, como un proyecto ideal, una meta a conseguir, la mejor.
Pero, sin perder de vista la condición humana que, por su debilidad e
incorregibilidad, puede en ocasiones hacer imposible el logro de ese ideal.
En tal caso, no se puede seguir afirmando que la indisolubilidad
es una norma siempre inderogable. La situación de millares y millares de
católicos, divorciados y recasados civilmente, es un grito contra ciertas
normas que los condena a vivir fuera de la Iglesia. La Iglesia no puede
limitarse a dar una solución excepcional para seres excepcionales.
“Todo católico tiene el derecho y la
necesidad de recibir la Sagrada Comunión. Todos tienen necesidad de
participar activamente en la celebración eucarística, el acto
central de la Iglesia católica y a la vez el signo de unidad con
Cristo. Tienen derecho a ser recibido con los brazos abiertos
y sinceras muestras de bienvenida, en el seno de la comunidad católica y a
tomar parte activa plenamente en las tarea s de la comunidad” (S. Keller, ¿Divorcio y nuevo matrimonio entre católicos?,
Sal Terrae, Santander, 1976, 7-8).
En el año 1980, nueve teólogos españoles (José Alonso Díaz, José
María Díez Alegría, Casiano Floristán, José I. González Faus, Gregorio Ruiz, Fernando
Urbina, Rufino Velasco, Marciano Vidal y quien esto suscribe)
hicieron público el documento Preguntas de unos teólogos a sus obispos,
con ocasión de la publicación de su Instrucción civil
sobre el divorcio. Dichos teólogos destacábamos que los obispos:
- No habían tenido en cuenta el sentir real de su comunidad católica.
- Se habían preocupado únicamente del divorcio como si se tratara de una ley meramente civil y política.
- Habían dado a entender que para los católicos no hay ninguna posibilidad de divorcio y ésta era doctrina que debía permanecer inmutable.
Y añadían:
“Por supuesto que nosotros no ponemos
en duda la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio
tal como aparece en la revelación de Jesús. Pero esta doctrina de Jesús debe
proponerse como un ideal y una meta hacia la que debe aproximarse toda
pareja, sin excluir riesgos, equivocaciones y fracasos y no como una ley
absoluta. ¿Vds. creen personalmente, cada uno, que la actual disciplina
de la Iglesia sobre este punto es la propia del Evangelio, la que
responde a la vida y enseñanza de Jesús? ¿No les parece que la Iglesia debería
enfrentarse ahí, radicalmente consigo misma”? Tenemos que mirar a lo que pasa
en nuestra propia Iglesia, con la realidad de tantos matrimonios fracasados,
acaso sin esperanza de recuperación, y por eso ya prácticamente divorciados,
pero canónicamente condenados”.