Autor: Víctor Codina, SJ
La Iglesia,
una anciana que viene de lejos
Antes de preguntarnos hacia dónde va la Iglesia hemos de
responder a la cuestión ¿de dónde viene la Iglesia? Y aunque nos resulte
extraño, escritores de los primeros siglos y algunos Padres de la Iglesia, como
Agustín, responden a esta pregunta afirmando que la Iglesia es una anciana, es
la Iglesia prefigurada desde el origen del mundo, es la Iglesia de Adán y del
inocente Abel, la Iglesia que forma parte del designio salvífico del Padre que
quiere constituir una humanidad fraterna y filial, que participe de la vida y
de la comunión trinitaria La Iglesia forma parte del proyecto trinitario de
Dios, que se va realizando en la historia de salvación en diversas etapas (LG
2) y del que ella misma es sacramento, semilla y germen (LG 5).
Este proyecto de Dios en la plenitud de los tiempos se
manifiesta en Cristo y en la efusión del Espíritu. Frente a la postura
tradicional que afirma que el Jesús histórico funda la Iglesia como una
institución religiosa con sus dogmas, leyes y ritos, una teología más crítica
considera hoy a la Iglesia como un proceso que viene desde el Antiguo
Testamento, comienza con el movimiento de Jesús, pero que no culmina hasta el
acontecimiento pascual: la Iglesia surge por el misterio de la muerte y
resurrección de Jesús y el don del Espíritu. Jesús es el fundamento de la
Iglesia más que su fundador y, en todo caso, el Espíritu es co-fundador de la
Iglesia.
La Iglesia primitiva al formular su fe, sitúa a la
Iglesia no en el segundo artículo del credo sobre la fe en Jesucristo sino en
el tercer artículo de la fe en el Espíritu. Esto tiene gran trascendencia no
sólo teológica sino pastoral: el Espíritu habita en la Iglesia, la santifica y
guía hacia la verdad, la enriquece con diversos dones y carismas, la rejuvenece
y la renueva constantemente (LG 4). La Iglesia no es ni un club, ni una empresa
multinacional, ni una ONG piadosa, ni un partido político al cual uno se apunta
o desapunta según la conveniencia: es Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo
del Espíritu, incluso en momentos de noche oscura, de eclipse, de crisis y de
tormentas.
La cúpula de
San Pedro
En el interior de la bellísima cúpula de San Pedro de
Roma está escrito en latín y griego el versículo de Mateo 16, 18 en el que
Jesús afirma que Pedro es piedra y que sobre esta piedra edificará su Iglesia,
contra la cual no prevalecerán las fuerzas del mal y de la muerte. Pero
faltaría completar este versículo con lo que Mateo añade poco después en el
versículo 23: que Pedro es piedra de tropiezo, piedra de escándalo y Satanás.
El hecho de que Pedro sea pecador y santo, preanuncia ya
que la Iglesia es a la vez santa y pecadora, casta y prostituta, según los
Padres de la Iglesia. Esto nos libra de todo triunfalismo idealista y
espiritualista, nos hace comprender que la Iglesia es humana y divina, que no
se le puede entender al margen de su historia concreta, de su peregrinar en
medio de debilidades, persecuciones y consuelos de Dios (LG 8). La historia
forma parte de la eclesiología, de modo análogo al hecho de que el Jesús
histórico forma parte de la cristología.
Y en la historia de la eclesiología podemos distinguir
diferentes momentos. El primer milenio lo constituye una Iglesia que, aun en
medio de sus tensiones y problemas, vive fuertemente la dimensión de comunidad
y comunión, en cambio en el segundo milenio prevalece una eclesiología de poder
y verticalidad, clerical, triunfalista y juridicista, la llamada Iglesia de
cristiandad, que alcanza su expresión última en los siglos XIX y XX, en la
llamada época “piana”, desde Pío IX a Pío XII.
No se pueden olvidar todos los aspectos positivos de
evangelización y santidad de este largo período de la Iglesia de cristiandad,
la Iglesia de las catedrales y de las sumas teológicas, pero que es también la
Iglesia de los Estados Pontificios, de las cruzadas, de las divisiones
internas, de la Inquisición, de las guerras de religión, del antisemitismo, de
una evangelización muchas veces ligada a los imperios coloniales... De los
pecados de esta Iglesia del segundo milenio pidió perdón públicamente el Papa
Juan Pablo II en el jubileo del año 2000.
Al alumbrarse el tercer milenio surge un nuevo período
eclesiológico, diferente del segundo milenio de cristiandad y en muchos
aspectos semejante a las intuiciones de la Iglesia de comunión del primer
milenio, pero abierta a los tiempos modernos.
La ventana
abierta
Juan XXIII, un hombre enviado por Dios, un campesino
sencillo pero intuitivo con la sabiduría del corazón, convoca el Concilio
Vaticano II: una ventana abierta al Espíritu que sacude y limpia el polvo
acumulado desde los tiempos de Constantino. Se inicia un tercer milenio
eclesiológico con cambios profundos en la Iglesia: de Iglesia clerical se pasa
a una Iglesia Pueblo de Dios de todos los bautizados, de una Iglesia
triunfalista se pasa a una Iglesia peregrina que camina con el pueblo hacia el
Reino, de una Iglesia juridicista se pasa a una Iglesia misterio y sacramento
de la unión con Dios y con la humanidad (LG 1; 9; 48), de la anatema se pasa al
diálogo.
A la muerte de Juan XXIII, Pablo VI prosigue el Concilio
y lo lleva a término con sabiduría y eficacia. Es una auténtica primavera
eclesial la que se experimenta en la Iglesia en estos años, un verdadero
Pentecostés, como había soñado y pedido Juan XXIII. Sin el Vaticano II, afirma
el cardenal König de Viena, la Iglesia hubiera sido una auténtica catástrofe.
En América Latina el Concilio fue recibido de forma
creativa en Medellín: surge “la opción por los pobres”, que representa la
realización del sueño incumplido de Juan XXIII –de que la Iglesia fuese sobre
todo una Iglesia de los pobres–; aparecen obispos cercanos al pueblo,
verdaderos Santos Padres profetas de la Iglesia de los pobres como Proaño,
Helder Cámara, Méndez Arceo, Samuel Ruiz; surgen las comunidades eclesiales de
base, la lectura popular de la Biblia, la vida religiosa inserta en medios
populares, el compromiso social y eclesial de los laicos, la Teología de la
Liberación y una impresionante floración de mártires asesinados por la fe y la
justicia, desde obispos como Romero y Angelleli a teólogos como Ellacuría y
religiosas como la hermana Dorothy y un sin número de gente del pueblo
sencillo, verdaderos santos inocentes masacrados por gobiernos dictatoriales
que se proclamaban católicos.
La ventana se
cierra
El Vaticano II, después de tantos siglos de cerrazón
eclesial, produjo reacciones extremas. Por un lado, Mons. Lefèvbre y sus
seguidores acusaron al Concilio de modernista y protestante. Por otro lado,
algunos grupos progresistas exageraron en su aplicación. Por todo ello en Roma
cundió el pánico a las divisiones internas, se atribuyó al Concilio todo lo
negativo que sucedía en la Iglesia. Pablo VI, que había escrito una admirable
encíclica sobre el diálogo (Ecclesiam suam), acabó imponiendo su parecer sobre
el celibato y el control de natalidad (Humanae vitae).
Los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI
fueron sin duda un ejemplo de testimonio personal y evangélico, y un modelo de
dedicación pastoral al servicio de la Iglesia: Juan Pablo II con su fuerte
personalidad carismática polaca, misionero incansable que reunía a grandes
concentraciones, condujo a la Iglesia con mano firme hasta el tercer milenio;
Benedicto XVI, un gran intelectual alemán, enriqueció a la Iglesia con un
profundo magisterio teológico centrado en el núcleo esencial de la fe
cristiana, reprimió los escándalos sexuales y sorprendió a todo el mundo con el
gesto sencillo y humilde de su renuncia al papado...
No obstante, en el transcurso de ambos papados, sea por
el miedo a divisiones en la Iglesia, sea por presiones de la curia vaticana, se
comienza a propiciar una hermenéutica del Vaticano II más centrada en la
continuidad que en la novedad del aggiornamento conciliar. Es significativo a
este respecto que Juan XXIII fuese beatificado juntamente con Pío IX, el Papa
del Vaticano I. El gran historiador del Vaticano II, G. Alberigo, afirma que
pareciera que poco a poco la minoría que en el Vaticano II había quedado de
algún modo marginada ahora volviese a enarbolar las banderas de la tradición
antimodernista, antiliberal y anticomunista. La ventana abierta por Juan XXIII
lentamente se vuelve a cerrar con los gobiernos de Juan Pablo II y Benedicto
XVI: recentralización del gobierno, debilitación de la colegialidad episcopal,
gran preocupación por la ortodoxia y miedo al relativismo, cesiones a los
grupos lefrebvristas y en cambio censura a los teólogos más abiertos, miedo a
los ministerios laicales, freno al ecumenismo, nombramiento de obispos más
seguros que proféticos, conflictos con congregaciones religiosas abiertas,
promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica –cuando los padres
conciliares se habían opuesto a ello–, auge de movimientos eclesiales y
carismáticos de tipo espiritual que reciben fuerte apoyo del Vaticano, etc.
Se pasa de la primavera al invierno eclesial, la Iglesia
tiende a encerrarse en un gueto (K.Rahner), se vuelve a la gran disciplina
(J.B. Libanio), es una noche oscura eclesial (J. I. González Faus), comienza
una involución: a la revista Concilium sigue ahora la revista Communio, al
teólogo conciliar Karl Rahner le sucede ahora el teólogo posconciliar Von
Balthasar; hay un cisma silencioso de muchos que abandonan la Iglesia. Si
añadimos a lo anterior los escándalos sexuales de personas eclesiásticas significativas, los escándalos financieros y
luchas internas de la curia vaticana, se comprenderá el clima de desolación que
ha dominado últimamente en la Iglesia.
“Francisco,
repara mi Iglesia”
La admirable renuncia al pontificado de Benedicto XVI,
abrumado por la edad y por los escándalos sexuales y financieros y la elección
del Papa argentino jesuita Jorge Mario Begoglio, parece abrir un nuevo
horizonte para la Iglesia.
Los primeros signos del papado de Francisco son muy
positivos y han despertado esperanza en la Iglesia y en la humanidad: su
sencillez y humildad de pedir la oración y bendición del pueblo al que llama
hermanos y no hijos, el presentarse simplemente como obispo de Roma, el deseo
de una Iglesia pobre y de los pobres, la acentuación de la misericordia y de la
ternura, el pedir a los pastores a que vayan a la periferia y “huelan a oveja”,
su permanencia momentánea fuera del palacio vaticano, sus gestos de acogida a niños
y discapacitados y sobre todo el asumir el nombre de Francisco, el poverello
que recibió la llamada a reparar la Iglesia, amansó al lobo, abrazó al leproso,
entonó el cántico de la creación y se configuró con el Crucificado… Algunos
recuerdan la figura de Juan XXIII, sienten que la Iglesia comienza a salir de
la desolación de años pasados, en los que la barca de la Iglesia parecía
zozobrar por las turbulencias huracanadas de fuera pero también por las
resquebrajaduras internas.
Sin duda es todavía muy pronto para valorar la futura
línea pastoral del nuevo Papa Francisco, hay que esperar y mantener la
esperanza, pero el súbito y radical cambio de la atmósfera eclesial que se ha
producido en muy poco tiempo son un signo no solo positivo y alentador sino también
un signo claro del profundo deseo de cambios significativos que se respiraba en
la Iglesia.
Las tareas pendientes que esperan al nuevo obispo de Roma
y que el pueblo reclama son inmensas: volver al Concilio y a la Iglesia de los
pobres, descentralización eclesial, participación del pueblo en la elección de
los obispos y reforma del método vigente de elección papal, que los sínodos
episcopales sean deliberativos y no meramente consultivos, cambios en los
ministerios ordenados (celibato no obligatorio para el clero latino, ordenación
de hombres casados, acceso de la mujer a los ministerios), repensar la moral
sexual y matrimonial, revisión de la pastoral de los divorciados, diálogo con
las ciencias y con la biogenética, apertura a la problemática ecológica,
acercamiento ecuménico entre las Iglesias, diálogo inter-religioso, mayor
consideración a los teólogos, reforma de la curia vaticana y un largo etcétera…
Pero ¿no será esta tarea excesiva para un solo hombre,
por más inteligente, capaz, enérgico y evangélico que éste sea? ¿No será una
misión imposible?
Desde abajo
En grandes sectores de la Iglesia suele haber una
formación eclesial pobre y muchas veces errónea. Se identifica la Iglesia con
la jerarquía, la jerarquía con el Papa, el Papa con la curia vaticana; se
sobredimensiona la figura papal al que se considera el representante de Dios en
la tierra, la Cabeza de la Iglesia, cuando el Papa es simplemente el obispo de
Roma, el que preside en la caridad a todas las Iglesias, el que sucede a Pedro en
la misión de mantener la fe y la unidad eclesial.
Se olvida con frecuencia que la Iglesia la formamos todos
los bautizados, que todos somos el Pueblo de Dios, el Cuerpo de Cristo y el
Templo del Espíritu, que todos poseemos la unción y los dones del Espíritu (LG
12), que son muchos los que quieren una profunda renovación eclesial. En
América Latina son muchos los que desean volver a Medellín y a Puebla, no hacer
marcha atrás, no olvidar a los mártires jesuánicos, creer que otra Iglesia es
posible, una Iglesia no simplemente de bautizados, sino de discípulos y
misioneros de Jesús, como proclama Aparecida.
No hemos de esperar a que las reformas vengan
solamente desde arriba. Hemos de comenzar cada uno desde nuestro lugar eclesial
a reparar la Iglesia, a proseguir el Vaticano II, a volver al Evangelio, a
generar comunidades vivas, a defender la vida amenazada. El Espíritu
ordinariamente actúa desde abajo, desde la periferia, desde los no implicados
en el sistema social y eclesial, desde los laicos, desde los jóvenes, desde las mujeres, desde los pobres,
desde los indígenas, desde los excluidos de la historia que eran los
predilectos de Jesús. Desde ellos el Espíritu clama hoy con gemidos
inenarrables pidiendo una vuelta al Evangelio, está llamando a toda la Iglesia
a volver a Jesús de Nazaret, pues fuera de Nazaret no hay salvación...
El Papa no está solo en su misión y hallará un gran
respaldo eclesial si, por ejemplo, se aleja de la jefatura del Estado vaticano y de
toda la parafernalia de banderas, himnos, banca vaticana, guardia suiza,
nuncios embajadores y una corte renacentista y barroca… que están muy lejos del
mundo moderno de hoy y mucho más del Evangelio y de los pobres de la tierra.
No podemos ser ingenuos, nunca los cambios son rápidos,
hay resistencias y debilidades humanas, hay pecado en la Iglesia y en sus
estructuras, pero hemos de confiar en la fuerza del Espíritu que continuamente
impulsa la Iglesia hacia el Reino, hacia la fraternidad de hermanos y hermanas,
de hijos e hijas del Padre, hacia el proyecto de Dios, al sueño trinitario de
los orígenes de la creación, a la anciana Iglesia de Adán, de Abel y de los
justos de todos los tiempos.
La Iglesia, movida por el Espíritu de Jesús, va hacia el
Reino de Dios, del que ella es ya semilla y germen en la historia. No
extingamos el Espíritu.
Acerca del
autor
Víctor Codina es sacerdote jesuita y teólogo
latinoamericano. Nacido en España, desde 1982 vive en Bolivia. Actualmente es
profesor emérito de la Facultad de Teología
de la Universidad Católica Boliviana de Cochabamba, a la vez que
mantiene contacto pastoral con comunidades de base y sectores populares.
Sus últimos libros son No extingáis el Espíritu (Sal terrae, Santander 2008), Una Iglesia
Nazarena (Sal terrae, Santander 2010) y Diario de un teólogo del posconcilio
(San Pablo, Bogotá 2013).