El hecho de que la Asunción sea una de las
fiestas más populares de nuestra religión no garantiza que se haya entendido siempre
correctamente. Todo lo que se refiere a María tiene que ser tamizado por un
poco de sentido común que ha faltado a la hora de colocarle toda clase de
capisayos que la desfiguran hasta hacerla inútil. La mitología sobre María puede
ser positiva, siempre que no se distorsione
su figura, alejándola tanto de la realidad que la convierte en una figura
inservible para un acercamiento a la divinidad.
La Asunción de María fue durante muchos siglos una
verdad de fe aceptada por el pueblo sencillo. Solo a mediados del siglo pasado,
se proclamó como dogma de fe. Es curioso que, como todos los dogmas, se defina
en momentos de dificultad para la Iglesia. En este caso no fueron las discusiones
teológicas las que provocaron la definición de una verdad de fe sino la
intención de dar al pueblo una confirmación oficial de sus intuiciones sobre
María. De esta manera se intenta apuntalar
los privilegios, que la sociedad le estaba arrebatando.
El dogma
dice: “La
Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado el
curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”. Hay que tener en cuenta que
una cosa es la verdad que se quiere definir con un dogma, y otra muy distinta
la formulación en que se expresa esa verdad. Ni Jesús ni María ni ninguno de
los que vivieron en su tiempo, hubiera entendido nada de esa definición.
Sencillamente porque está hecha desde una filosofía completamente ajena a su
manera de pensar. Para ellos el ser humano no es un compuesto de cuerpo y alma,
sino una única realidad que se puede percibir bajo diversos aspectos, pero sin
perder nunca su unidad.
No podemos entender literalmente el dogma.
Pensar que un ser físico, María, que se encuentra en un lugar, la tierra, es
trasladado localmente a otro lugar, el cielo, no tiene ni pies ni cabeza. Hace
unos años se le ocurrió decir al Papa Juan Pablo II que el cielo no era un
lugar, sino un estado. Se armó un gran revuelo en los medios de comunicación,
aunque nunca la doctrina oficial había dicho que el cielo está allá arriba. Pero
me temo que la inmensa mayoría de los cristianos no ha aceptado la explicación,
porque está demasiada arraigada la idea de un cielo como lugar a donde irán los
buenos.
Cuando el
dogma habla de “en cuerpo y alma”, no debemos entenderlo como lo material o
biológico por una parte, y lo espiritual por otra. El hilemorfismo, mal
entendido nos ha jugado un mala pasada. Los conceptos griegos de materia y
forma, son ambos conceptos metafísicos. El dogma no pretende afirmar que el
cuerpo biológico de María está en alguna parte, sino que todo el ser de María
ha llegado a identificarse con Dios.
Cuando nos
dicen que fue un privilegio, porque los demás justos serán llevados de la misma
manera al cielo, pero después del juicio final, ¿De qué están hablando? Para
los que han terminado el curso de esta vida, no hay tiempo. Todos los que han
muerto están en la eternidad, que no es tiempo acumulado, sino un instante
eterno. La materialización del más allá, como si fuera un trasunto del más acá,
nos ha metido en un callejón sin salida; y parece que muchos se siguen
encontrando muy a gusto en él. Del más allá no podemos saber nada. Lo único que
podemos descartar es que sea prolongación de la vida del aquí abajo, de la que
conocemos sus condicionantes.
No sé lo
que pensó Pío XII al proclamar el dogma, pero yo lo entiendo como un intento de
proponer, que la salvación de María fue absoluta y total, es decir, que alcanzó
su plenitud. Esa plenitud solo puede consistir en una unificación e
identificación con Dios. Como en el caso de la ascensión, se trata de un cambio
de estado. María ha terminado el ciclo de su proceso de maduración terreno y ha
llegado a su plenitud. Pero no a base de añadidos externos, como puede ser:
sentarla en un trono, coronarla, declararla reina etc.; sino por proceso interno
de identificación con Dios. En esa identificación con Dios no cabe más. Ha
llegado al límite de las posibilidades. Esa meta es la que nos espera a todos.
En lenguaje bíblico “cielos” significa el ámbito de lo divino, por tanto María está ya en “los cielos”.
Que nadie
piense que vamos contra el dogma de la Asunción. Lo que pretendemos es superar una
manera de entenderlo que es ininteligible hoy. Es imposible meter las
realidades trascendentes en conceptos humanos. Lo vamos a seguir intentando,
pero al hacerlo debemos tener en cuenta la precariedad de los resultados. Los
conceptos utilizados no podemos entenderlos en sentido estricto, por eso la
manera de entenderlos será siempre acomodada al universo conceptual que en ese
momento utilizamos.
El paradigma
que nos permite interpretar la realidad en un momento determinado de la historia
y de la cultura, no podemos elegirlo a capricho, viene dado por una infinidad
de condicionantes que no tenemos más remedio que aceptar, si no queremos quedar
aislados y sin posibilidad de entendernos con los demás. Es inútil pretender
seguir usando en el ámbito religioso un
universo conceptual ya superado. Lo único que conseguiremos será entrar en una
esquizofrenia intelectual que puede engañarnos pero no satisfacernos.
Los
cristianos tenemos todo el derecho de seguir utilizando a María como medio para
acercarnos a la
divinidad. No tiene importancia que al hacerlo, nos alejemos
de la paisana de Nazaret que fue la madre de Jesús. Lo que importa es que la
María mitificada nos ayude, de verdad, a entender mejor el mensaje de Jesús.
Desde el
momento en que a Jesús fue entendido como Hijo de Dios, hemos caído en la
trampa de divinizarlo y alejarlo de nuestra humanidad. Esa separación ha
llegado a ser tan abismal y lo ha alejado tanto de nosotros que ya no podemos
encontrar en él el modelo de ser humano, aunque el único título que Jesús se
dio a sí mismo fue el de “Hijo de hombre”. Sin esa indispensable conexión con
lo humano, lo colocamos de entrada en el ámbito de lo divino y no lo podemos
percibir como uno de nosotros.
El
principal objetivo de todo lo que se ha dicho de María, sería precisamente
superar este escollo, y descubrir en ella la figura completamente humana que
nos permita acercarnos a la divinidad descubriéndola en ella. Precisamente
porque no existe el peligro de confundirla con Dios, podemos ensalzarla hasta
el infinito y ver en ella reflejada toda la fuera de la divinidad. De esta
manera podemos entender que esa misma divinidad está también involucrada en nuestra
propia existencia.
No debemos
desmantelar toda la riqueza teología que hemos volcado sobre María durante
muchos siglos. Lo que debemos hacer es traducir al lenguaje de hoy todos esos
conceptos que ya no son comprensibles para nuestra manera de entender el mundo.
Si esta tarea la llevamos a cabo con humildad y coherencia, podemos descubrir
un filón de posibilidades de comprensión de la figura de Jesús y de la
verdadera encarnación.
Es verdad
que el pueblo sencillo no se equivoca nunca. Pero los que interpretamos las convicciones
de ese pueblo, sí podemos equivocarnos y darles un sentido que no tuvieron en
su origen. Debemos estar mucho más atentos a lo que vive la Iglesia como pueblo
de Dios, que a lo que nos dicen lo teólogos o los especialistas de la religiosidad. Cuando
se habla de la infalibilidad, hay que tener en cuenta que es siempre la expresión
de un sentir de la comunidad, no de la ocurrencia de una persona por muy Papa
que sea.
Que esta
fiesta nos invite a mirar a María con nuevos ojos, para que sea un acicate que
nos lleve a descubrir la cercanía de lo divino a todas y cada una de las criaturas.
La meta de todo ser humano es la misma que alcanzó María y que hoy celebramos.
Dios está haciendo cosas grandes en cada uno de nosotros, aunque vivimos sin
enterarnos de ello.