Alejandro Fierro y Ava Gómez
ALAI.- Los procesos de emancipación latinoamericanos van acumulando años. Algunos, como el venezolano, están prontos a cumplir dos décadas. La irrupción de las mayorías populares plebeyas en la disputa política es ya un hecho incontrovertible en Latinoamérica, con independencia de que se ganen o pierdan elecciones o que incluso en muchos países no se haya accedido al poder. En ensanchamiento del mundo de lo posible en política es parte del sentido común de estos comienzos del siglo XXI.
Esta permanencia en el tiempo implica que la franja más joven de la población se ha socializado y ha realizado su inmersión política –con mayor o menor intensidad- dentro de esos mismos procesos, sin haber experimentado la realidad anterior, cuyo conocimiento –si es que lo tiene- se limita a referencias, testimonios, acotaciones históricas, etc…
En aquellos países donde no se han experimentado estas reformas emancipatorias, la lógica del recuerdo de la violencia es un elemento que explica la adhesión de los jóvenes a partidos y/o movimientos de derechas. Por ejemplo, muchos simpatizantes de Keiko Fujimori en Perú son jóvenes cuyos padres vivieron los años de violencia con Sendero Luminoso y que valoran al padre de Keiko como el líder capaz de acabar con el grupo guerrillero. Por otro lado, en Colombia sucede algo similar en la movilización de juventudes conservadoras; Álvaro Uribe es visto como quien, a diferencia de su antecesor Andrés Pastrana y de su sucesor Juan Manuel Santos, tuvo la “mano dura” para casi acabar con las guerrillas.
Los jóvenes de la derecha defienden las hazañas de estos líderes y critican que actualmente sean perseguidos, por ello se adhieren a partidos cuyo eje angular se centra en la figura de un mártir perseguido por sus logros en la lucha contra la guerrilla. No hemos de olvidar que en el caso de Perú el indulto de Alberto Fujimori es la razón de ser del fujimorismo y que, en el caso de Colombia, algo similar sucede con Álvaro Uribe y su familia, acusada de asociación ilícita con grupos paramilitares.
La desidiologización también se convierte en un elemento relevante de la autodefinición de estos jóvenes; la izquierda no sólo es vista por la cercanía con movimientos guerrilleros que han dañado el país, sino que además la crisis de los gobiernos progresistas (inflación, desabastecimiento, persistencia de la corrupción, etc…) los hace querer evitar a toda costa los liderazgos de izquierda en sus respectivos países.
La militancia de estos jóvenes, está más allá de la separación izquierda-derecha, radica en tener un país seguro, con oportunidades para el desarrollo de sus carreras profesionales y donde los límites al consumo, el disfrute y el bienestar individual no existan. En el caso de Colombia, se alejan de la dicotomía guerra-paz, rechazan la lógica de la negociación y el pacto con las guerrillas. Consideran que hay que superar ese tema, siendo lo más importante la prosperidad económica, disociada de la eventual participación política de los grupos insurgentes.
La dinámica de la globalización y el desarrollo de las nuevas tecnologías que les permiten a los jóvenes estar interconectados también son una herramienta de movilización ciudadana. Un buen ejemplo de ello es la organización de las protestas del 2 de abril en contra del gobierno de Juan Manuel Santos y las negociaciones del mismo con las FARC. Fue precisamente una joven tuittera (militante del Centro Democrático) la que movilizó a través de redes sociales las multitudinarias marchas en Medellín, dejando clara evidencia de la fuerza política de la extrema derecha a través de redes sociales gestionadas por cuadros jóvenes de los partidos.
Latinoamérica es un continente joven en comparación con Europa o Estados Unidos –no así con Asia o África-. En especial, los países de Centroamérica y de la zona caribeña tienen los promedios de edad más bajos, con índices en torno a los 25 años. Este promedio se incrementa en el Sur, con casos como el de Argentina que es sitúa en torno a los 31 años, o Chile con 33. Sin embargo, dista mucho del de Italia (44 años), España (42) o Portugal (41), donde la política y los discursos se orientan en buena parte hacia la Tercera Edad, dado su enorme peso demográfico y, por tanto, electoral.
Consecuentemente, cada año millones de jóvenes latinoamericanos alcanzan la mayoría de edad y obtienen el derecho al voto. Constituyen una fuerza decisoria en cada nueva elección que se convoca. Pero su influencia no es sólo electoral. Tienen una fuerza creciente en la instalación de sentido común y, en muchas ocasiones, en el liderazgo de movimientos de protesta contra decisiones gubernamentales, situaciones económicas o contra el sistema en sí mismo.
Estas nuevas hornadas de votantes se decantan en un buen porcentaje por opciones de derecha o por la abstención, siendo cada vez más exiguo el número de nuevos electores que se adhieren a las propuestas progresistas cuando estas son gobernantes. Así se explican las recientes derrotas en Argentina, Venezuela o Bolivia o que el margen de ventaja en los últimos triunfos fuera cada vez menor. Y es una tendencia que continúa al alza.
Para revertir este comportamiento del nuevo voto es necesario analizar cómo son los jóvenes latinoamericanos, cómo se perciben a sí mismos, cuáles son sus demandas y cómo se posicionan ante los procesos políticos en los que se han hecho adultos. Sólo conociendo con detalle esta novedosa realidad se podrá tomar acciones políticas, culturales y discursivas que cambien la tendencia.
La nueva juventud latinoamericana
No es aventurado afirmar que la actual juventud latinoamericana es una de las más diferentes a sus predecesores de cuantas se han sucedido. Todas las sociedades cambian, pero hay momentos en los que la historia se acelera y estos cambios son más profundos. Es lo que ha ocurrido en el subcontinente en este principio de centuria. Las políticas concretas implementadas desde los Gobiernos postcapitalistas han supuesto un vuelco total en las condiciones socioeconómicas y, desde allí, en el imaginario juvenil. Hoy, en América Latina, un joven se parece menos a su padre o a su madre de lo que estos se parecían a sus abuelos, ello se debe a diversas variables sociodemográficas y económicas que inciden en sus dinámicas de participación social.
En primer lugar, un buen porcentaje de esos jóvenes han sido reenclasados a través de las políticas de inclusión. Sus condiciones de vida son mejores que las de sus padres en todos los ámbitos, desde la renta disponible hasta el acceso a servicios públicos.
Esta mejora objetiva ha traído como consecuencia una autopercepción por parte del sujeto joven muy alejada de sus orígenes populares. Por ejemplo, la II Encuesta Nacional de Juventud de Venezuela, realizada en 2013, reflejaba que el 76% de los jóvenes se consideraba “clase media”, mientras que tan sólo un 1% se considera “pobre”. Poco importa si de acuerdo a la estructura social del país muchos no encajen en la categoría de “clase media”. Lo relevante, a efectos de entender a esta nueva generación, es que piensan, sienten y se consideran como tal.
Quizás la características más importante en esta autopercepción de “clase media” es el exacerbado grado aspiracional. Las expectativas de sus padres se limitaban a unas mejoras en vivienda, alimentación, sanidad, salarios… En definitiva, a que la vida para las clases populares no fuera tan dura. Sobre esta mínima base aspiracional operaron los procesos de emancipación y fueron exitosos en la tarea de satisfacer estos deseos. El listón entre los jóvenes es infinitamente más alto y se focaliza en tres áreas:
Consumo de bienes y servicios, incorporando algunos que para sus padres podrían ser impensables como automóvil o vacaciones.
Servicios públicos, transportes e infraestructuras de mayor calidad, teniendo como referente Europa o Estados Unidos.
Mayor consideración social, a la que se consideran que se sienten merecedores por su capacitación educativa.
El punto número 3, la mayor consideración social, revela las claves del cambio del imaginario cultural. El merecimiento del mayor consumo de bienes y servicios y de mayor estatus social viene dado por una capacitación educativa superior a la de sus padres. Los jóvenes se sienten merecedores de esa nueva realidad porque han cumplido con su deber de capacitarse. Ellos entienden que el sistema les ofreció un contrato mediante el cual, si se capacitaban académicamente, podrían acceder a un trabajo de calidad con un sueldo que les permitiera realizar su proyecto de vida. La juventud siente que ha cumplido con su parte del contrato y ahora le pide al sistema que cumpla con la suya, que es proveerle de ese trabajo de calidad. Si esto no ocurre, genera sentimientos de frustración y rabia, incluso de injusticia hacia ese proyecto político por lo que considera un incumplimiento de las promesas. Esa sensación de injusticia se extiende a padres e incluso abuelas, que depositan sus esperanzas en el joven y en la formación que ha recibido y que ellos no pudieron disfrutar.
Cabe citar algunos datos para comprobar la enorme importancia que la juventud concede a la educación, concebida por ellos no como un elemento de formación integral sino como el pasaporte que les permitirá el acceso a un trabajo de calidad que a su vez les permitirá el acceso al proyecto de vida que se han imaginado. Según la II Encuesta Nacional de Juventud de Venezuela 2013, hasta un 90% de los jóvenes cree que su formación les proporcionará muchas o bastantes oportunidades laborales; el 93% asegura que su posición laboral mejorará en el futuro; y la inmensa mayoría, un 98%, mostró su deseo de proseguir unos estudios superiores a los que en el momento de la encuesta poseía. Se observa, por tanto, una maximización de la educación como motor del ascensor social unida a un pragmatismo utilitarista en su concepción de la misma.
A pesar de este pragmatismo, es importante no caer en el estereotipo fácil de catalogar a la nueva juventud latinoamericana como descreída, cómoda, cínica, desideologizada, materialista… Ellos no se ven así. Su “esfuerzo” por lograr una capacitación educativa les proporciona la coartada moral.
La bajada del precio de las materias primas, producto de la desaceleración económica en el contexto de una crisis internacional, ha supuesto que muchos de los Gobiernos progresistas han tenido que disminuir la ingente inversión social en la que basaron sus políticas y que les granjeó un apoyo masivo elección tras elección. Esto ha propiciado un empeoramiento objetivo de las condiciones de vida que, en el caso de los jóvenes –cuya edad les impide tener formado un sistema simbólico de lealtades políticas inquebrantable- se traduce en la frustración antes reseñada y que se dirige preferentemente contra la opción gobernante. Es entonces cuando se comienza a considerar al gobierno como “ineficiente”, “inútil”, “corrupto”…
En paralelo, y más allá de la situación económica actual, se venía observando un creciente desapego de estos sectores juveniles reenclasados hacia los Gobiernos progresistas al entender que eran “para pobres”. Ellos han hecho el tránsito hacía estadios superiores y por tanto no necesitan de este tipo de Gobiernos, a los que ven hasta cierto punto más como organizaciones caritativas que como ofertas políticas. Si los jóvenes no se consideran pobres –como se ha visto en el caso venezolano, con tan sólo un 1% que se cataloga de esta forma- consecuentemente no se identificarán con el discurso y la política para los pobres que sigue ocupando buena parte de la acción programática y discursiva de los procesos de emancipación. Muchas veces, esta “deserción” de aquello por lo que sí apostaron sus padres o incluso sus abuelos se lleva a cabo sin resentimiento, todo lo contrario, con agradecimiento por lo hecho pero con la constatación de que ya se está en otro estadio superior que, por tanto, necesita otras propuestas. “Gracias por haberme traído hasta aquí”, parece decir el joven reenclasado,” pero yo ya no soy pobre como sí lo eran mis padres y demando otras cosas que tu opción política, abocada a los más humildes, no puede satisfacer”.
En esta percepción influye que el imaginario del joven actual de Latinoamérica no tiene nada que ver con el de sus padres. Las nuevas tecnologías, las redes sociales, la televisión por cable, la apertura al exterior con viajes incluidos y una perspectiva decididamente urbana le proporcionan una mirada que se aboca por continuo hacia afuera y más en concreto hacia aquellas sociedades que entiende más avanzadas (Estados Unidos y Europa, preferentemente). Expresa un anhelo de modernidad y rechaza todos los estereotipos negativos que asocia con Latinoamérica: atraso, ineficiencia, desorganización, corrupción… vinculándolos con las propuestas progresistas. En este sentido, los esfuerzos de integración latinoamericana y la puesta en valor de lo propio frente a lo foráneo se tambalean después de haber sido sumamente exitosos con una generación popular, la anterior, cuyas características eran diametralmente opuestas: más aislados, con poca capacidad de acceso a tecnología y medios de comunicación y permeados por los imaginarios rurales y semirrurales incluso aunque vivieran en la ciudad.
Estas nuevas generaciones no tienen un anclaje simbólico con los hitos fundacionales de los procesos progresistas. Las primeras victorias electorales, los golpes de Estado superados o los avances sociales en educación, alimentación o sanidad son vistas como parte de una historia pasada. Tampoco impacta en ellos el relato de los grandes sufrimientos provocados por las crisis neoliberales de las décadas de los 80 y los 90. Rara vez la Memoria Histórica influye en la juventud y Latinoamérica no es una excepción. Por otra parte, han naturalizado los derechos individuales y sociales, cuyo disfrute dan por sentado con independencia de quién gobierne. Y en el caso de que fueran vulnerados, entienden que pueden desalojar a ese Gobierno con su voto, en lo que constituye una maximalización de las elecciones.
Otro de los aspectos a los que la juventud latinoamericana es reacia es a la adopción de los símbolos identitarios con los que se cimentaron los procesos de emancipación. Lemas, cánticos, colores (el rojo, rojito venezolano), banderas, anagramas… Todos esos aglutinantes han perdido buena parte de su eficacia y son vistos como elementos uniformizadores frente a una juventud que pide diversidad, colorido y diferencias, primando la individualidad y la singularización sobre la masa (sin darse cuenta, obviamente, de que esta supuesta diversidad es una uniformización del capitalismo).
A pesar de lo analizado hasta ahora, sería un error pensar que los jóvenes latinoamericanos impugnan los sistemas postcapitalistas en su integridad. Los interpelan sólo en la medida en la que no son capaces de satisfacer sus aspiraciones. La juventud no demanda rupturas, probablemente ni siquiera reformas, sino eficiencia y satisfacción de aquellas demandas a las que cree que tiene derecho.
Juventud y derechas
Como se ha reseñado con anterioridad, el voto joven está optando por propuestas de derecha o por la abstención y sólo de forma minoritaria se decanta por los gobiernos progresistas. La explicación más obvia es la decepción ante unas opciones de izquierda que en la coyuntura económica actual no son capaces de mantener los niveles de consumo, de satisfacción aspiracional y de provisión de derechos y necesidades.
Sin embargo, este análisis resulta insuficiente para comprender el fenómeno en su totalidad. Las derechas también han sabido reacomodarse y, tras su particular travesía en el desierto, están consiguiendo conectar con buena parte del electorado joven:
Las derechas subcontinentales se están apropiando del mensaje de cambio y futuro que demandan los jóvenes. En la guerra de las expectativas, las diferentes oposiciones cobran ventaja mientras que los Gobiernos progresistas y partidos y movimientos que lo sustentan parecen haberse quedado anclados en el pasado. Por ejemplo, en la campaña para las elecciones legislativas de Venezuela del pasado 6 de diciembre, el chavismo esgrimió como principales mensajes la defensa de los logros sociales conquistados y el cordón sanitario contra el regreso de las derechas (el lema “No volverán”, acuñado en los primeros años del chavismo). Evidentemente, pueden ser dos factores deseables –en especial el primero- pero remiten más al pasado, a lo ya hecho, que al futuro. Por el contrario, el mensaje de la oposición no dejaba lugar a dudas: “Cambio”.
Este cambio se presenta como un valor simbólico en sí mismo, el tótem del cambio por el cambio, el trayecto hacia unos conceptos difusos (mejora, progreso, eficiencia, desarrollo) que se logrará a través de unos instrumentos también poco concretos (gestión, capacitación, merito, honradez) y evitando cualquier mención a nociones como “ideología”, “política”, “disputa partidaria”, “enfrentamiento de clases”… Con respecto a esta última idea, las derechas abogan por una unidad en torno a la nacionalidad (“todos somos venezolanos, ecuatorianos, colombianos, argentinos…”) como superación de la supuesta polarización a la que los gobiernos progresistas han sumido al país.
Esta oferta difusa, líquida, gelatinosa, está demostrando que es capaz de conectar con grandes masas de jóvenes. El manto de modernidad, de oferta para el presente y el futuro frente a unos movimientos a los que se dibuja como anacrónicos, como propios de un tiempo que ya pasó, les confiere un mayor atractivo a los ojos de un elector sin pasado que no ve el regreso del neoliberalismo, sino la irrupción de una nueva fuerza que conecta con su imaginario.
Las derechas hacen espacial mención a la educación y su consecuencia lógica, el mérito, como legitimación de la aspiración y el posterior logro. La educación es un área amable y fácil de desideologizar, por eso las ofertas políticas del neoliberalismo hacen tanto hincapié en ella. Es la receta infalible, la poción mágica que permitirá a las personas salir de su situación y emprender el camino del ascenso social. Si no lo logra, la culpa será suya puesto que no ha aprovechado las oportunidades. De esta forma, se elimina la cuestión de clase. Cualquiera puede llegar a la cúspide –y “cualquiera” no significa “todos”- si aprovecha esas oportunidades. Huelga decir que la educación no es entendida como formación integral de la persona ni mucho menos como fomentar la visión crítica para la transformación de la realidad, sino como el pasaporte para el mercado laboral.
El mundo es muy diferente al de los años 80 y 90, cuando arreciaba el neoliberalismo y sus consecuentes crisis. Latinoamérica ha sido partícipe de ese cambio. Internet y las innovaciones tecnológicas han superado a la Aldea Global que McLuhan focalizara en la televisión. Hoy, más que nunca, los referentes son globales, especialmente los culturales y de ocio. El capitalismo encuentra aquí un importante productor de sentido común dirigido, sobre todo a la juventud. Mitos e ídolos son funcionales al sistema. No es casual que la derecha latinoamericana busque apoyo en esos referentes para llegar a los jóvenes. Un caso paradigmático fue la intervención del cantante Chino –del dúo venezolano Chino y Nacho- en la Asamblea Nacional con motivo del Día Internacional de la Juventud. Allí, el intérprete señaló que había visto a funcionarios chavistas con “zapatos de 1.000 dólares”. “Y sé que valen 1.000 dólares porque son los que yo llevo. Pero yo me los he ganado trabajando”. Toda una declaración meritocrática sin duda más eficaz que si fuera expresada por un político.