Padre Pedro Pierre
Érase una vez el Yasuní, lugar paradisíaco al final de la Amazonía ecuatoriana, región con la mayor biodiversidad del planeta… ‘Érase’, porque está desapareciendo con la extracción del petróleo que se ha puesto en marcha en esta zona. ‘Érase’, porque están exterminándose los últimos pueblos en aislamiento voluntario de esta región. ‘Érase’, porque el pueblo ecuatoriano no reacciona frente a semejante ecocidio y genocidio en marcha.
Por todo el mundo y en todas las religiones se denuncian los maleficios del extractivismo, sin hablar del grito del papa Francisco para parar el actual desastre ambiental, en su carta sobre ‘El cuidado de nuestra casa común’. La Constitución de Ecuador defiende los derechos de la naturaleza y de los pueblos indígenas como ninguna otra en el mundo. Pueblos y organizaciones de todos los países de las Américas, para no hablar de otros continentes, luchan sin descanso para denunciar y detener la autodestrucción del planeta y el proceso suicida de la humanidad. En nuestro país, a lo menos 7 pueblos de la Sierra ecuatoriana están en resistencia contra el Gobierno y las transnacionales para que no destruyan su hábitat, sus medios de vida, la tierra donde han nacido y donde han decidido vivir y morir.
¡Yasuní de mis sueños y de mi corazón, me duele tu dolor, me sangra tu agonía! ¿Cómo detener esta eutanasia silenciosa? ¿Por qué queremos vivir de la muerte de la naturaleza y del exterminio disfrazado de sus pueblos originarios? ¿Hasta cuándo seremos tan inconscientes de nuestro propio suicidio a corto plazo? No podemos vivir sin la naturaleza y peor contra ella. Esta ya no nos aguanta por los atropellos que le estamos causando: antes de que terminemos con ella, ella terminará con nosotros.
“Érase una vez el Yasuní…” porque pronto el Yasuní será una historia del pasado y sus pueblos unos esqueletos que se mostrarán por su no contaminación con una ‘civilización’ del consumismo desenfrenado, de la deshumanización ilimitada y de la destrucción incontrolada de la naturaleza.
Se silencia la memoria de sus grandes defensores asesinados, desde Chico Méndez en el Brasil hasta monseñor Alejandro Labaca y la hermana Inés Sarango en la provincia ecuatoriana de Orellana: el primero asesinado por sicarios de los destructores de la Amazonía brasileña y los dos últimos “lanceados, no por una etnia nativa, sino por los dueños de las empresas internacionales y nacionales del petróleo, de la madera y del turismo”, como lo escribió en su tiempo monseñor Alberto Luna Tobar, obispo de Cuenca.
Eso es posible no solo porque lo justifica el Gobierno, sino porque nuestro racismo ecuatoriano con los indígenas lo permite o lo confirma. “¿Dónde está tu hermano? - ¿Acaso soy responsable de mi hermano?”. Así nos pregunta Dios; así le respondemos, como Caín, que acababa de matar a su hermano Abel. ¿No vemos que los pueblos del Yasuní son los nuevos Abeles que, colectivamente, como cómplices y encubridores, estamos exterminando?
Érase una vez el Yasuní… y yo no quiero colaborar para que desaparezcan su naturaleza celestial y sus pueblos inocentes.