Juan Montaño Escobar
Los revolucionarios de no hace mucho tiempo eran de palabra, acciones y apariencia; sobre todo de fondo y fashion. En las ciudades, sin importar su tamaño, se sabía quiénes agitaban banderitas rojas. Convencía el currulao de quienes andaban enamorados (y enamoradas) de la ‘R’. Sí, aquella idolatrada letra que distinguía a tirapiedras y comecandelas de los pacíficos de piernas y corazón, o sea de los chicos ‘bien’. Caramba, en la bendita juventud muchos corrimos perseguidos por la Policía (con perro y todo). No seamos fariseos, esas correteadas trajeron este progresismo latinoamericano. Y no al revés.
Este jazzman recuerda la conseja de la parentela mayor minutos antes de ser colegial cincoagostino: “Mijo, no andará con esos revolucionarios”.
La advertencia funcionó al revés, todavía ¿conservo? esas amistades. Fue cierto eso del cafetín de la discutidera para demostrar quién había aprendido la lección; las canciones panfletarias de las noches de reuniones y tragos; el librito rojo en el bolsillo de atrás para aceptar con medidas de sastrecillo las citas del presidente Mao; vivir el clandestinaje medio romanticón al saber que se estaba en la lista blanca de la ‘pesquisa’; la deslumbrante satisfacción de no ser cabezón, mamerto, ñángara o chino y más bien alguien que “ya mismito se deja de palabrería y cumple la tarea de todo revolucionario”. Por las barbas del profeta de Tréveris, no toda nostalgia es reaccionaria.
¿A qué viene esta jam-session? A la confusión de este escribidor proletario y cimarrón, ¿saben por qué? En estas tardes del siglo XXI, todos son revolucionarios y de quien se sospecha que no lo es demuestra la calidad de su octanaje ‘R’ con un sonsonete inclasificable. ¡Ayúdenme, científicos de la Flacso! Parece que ahora sí se instaló el imperio de la posmodernidad y en ese imperialismo sin bandera todo es ambiguo y ecléctico, las ideologías son de doble vía y ser revolucionario es un chiste sin risa.
Nada es lo que parece ser (alegrías y tragedias son circulares, se atropellan entre ellas), se confirma la muerte de Dios (en tanto corrinche hip-hopero que filosofía hegeliana o nietzscheana), gana eso de ‘primero consumo y después pienso’ (si es que sobra tiempo) y la consigna secular de ‘Proletarios de todos los países, uníos’ va camino al museo de las buenas intenciones.
Aquellos que se oponen o contraponen a gobiernos con esas credenciales tienen marketing de revolucionarios; es un torneo de descalificaciones siempre alrededor de la ‘R’, unos argumentando que están dentro de los parámetros y otros pateando la vara de medir el revolucionarismo. Ahora se sabe que hay factorías para diseñar revoluciones a la medida moral o económica del grupo solicitante; se escriben manuales de operaciones del tipo ‘Hágase revolucionario en cinco pasos’; y hasta se le ponen colores y sabores como a los caramelos, u olores como a los desodorantes. Camaradas, se dañó la profesión de revolucionario.