José Arregui
Teólogo
RC.- Cuando hace dos días se encontraron 50 cadáveres de migrantes en la
bodega de una barcaza cerca de Sicilia, cuando ayer se hallaron 71
cadáveres descomponiéndose en un camión cerrado y abandonado en una
autopista de Austria (¡Horror, Europa! ¿Vas a perder del todo tu alma y
tu nombre?), cuando acabo de escuchar que cientos de africanos han
naufragado y perecido ante la costa de Libia…, me da vergüenza escribir
sobre la comunión de los divorciados vueltos a casar.
Me pesa y avergüenza, y pido perdón por hacerlo, pero lo haré. También
la comunión de los divorciados es una historia de dolor, aunque sea
menor.
Dentro de un mes se reunirán en el Vaticano centenares de obispos
(¿ellos no se avergonzarán?) para decidir, entre otras cosas, si las
divorciadas y divorciados vueltos a casar podrán recibir la comunión en
la eucaristía. Decidirán que sí, pero imponiendo unas condiciones que no
me parecen dignas del Espíritu de la Vida o del Evangelio. Lo harán con
la mejor voluntad, y se lo agradecemos, pero podrían ahorrarse el
esfuerzo y sobre todo el dinero, pues es una cuestión ya resuelta, con
paz o sin ella, por la inmensa mayoría de cristianas y cristianos
afectados por esa situación. Muy poquitos de ellos van a misa, y casi
todos los que van comulgan. Hacen bien, pero no todos lo hacen en paz.
¡Ojalá todos ellos comulgaran en paz!
Recientemente, una veintena de teólogos progresistas del estado
español –cinco vascos entre ellos– han promovido una campaña
internacional en apoyo de esas medidas de generosidad defendidas por el
papa y combatidas por muchos obispos. Yo he firmado el texto y lo he
difundido, pero no comparto sus argumentos. He aquí por qué.
Abogan para que el papa permita comulgar a las personas divorciadas
vueltas a casar, y para ello recuerdan que “Jesús comía con pecadores”.
Es decir, consideran a tales personas como pecadoras y culpables. Pobres
ovejas descarriadas del rebaño. Los teólogos piden para ellas una
“disciplina de misericordia” con unas condiciones, las mismas que
previsiblemente impondrá el Sínodo: “arrepentimiento, reconocimiento de
culpa y propósito de enmienda” (sic). Proponen, pues, una “disciplina a
la que no todos podrán acogerse” (sic). Amigos teólogos progresistas,
¿pensáis de verdad que esas personas son culpables por el mero hecho de
haberse divorciado y vuelto a casar? ¿Y de esa manera tan canónica, tan
condicionada y humillante, es como entendéis la misericordia de Jesús?
Me cuesta comprenderlo. Me daría mucha pena.
El texto dirigido al papa observa, además, que en su propuesta “no se
cuestiona en absoluto la indisolubilidad del matrimonio”. De nuevo me
siento perplejo. ¿No admitís, pues, que, por tantas razones complejas,
siempre dolorosas, el amor humano a menudo se malogra o se rompe? ¿O
seguís aferrados a ese artificio canónico de que, aun cuando el amor se
disuelva, el matrimonio permanece indisoluble, a no ser que haya sido
declarado por el tribunal eclesiástico como “nulo” o inexistente en su
origen? ¿Seguís pensando que es una firma canónica la que hace el
sacramento y que éste, una vez válidamente contraído, persiste aunque el
amor falte? Argucias y enredos. Estoy seguro de que no es ésa vuestra
manera de pensar, pero entonces, por favor, cambiad los argumentos.
Por su parte, José María Castillo, que no figura entre los veinte
teólogos firmantes del texto, publicaba hace unos días un enjundioso
artículo en que demuestra con datos fehacientes que Jesús no enseñó la
indisolubilidad como tal, que ésta no se reconoció en la Iglesia durante
más de mil años y que nunca ha sido declarada como dogma. Así es, y es
bueno saberlo. Los obispos cometen muchos abusos cuando nos hablan en
nombre de Dios y de la fe de la Iglesia ignorando los datos de la
exégesis y de la historia. Cuando Jesús dijo: “lo que Dios ha unido no
lo separe el hombre”, no quería enseñar propiamente la indisolubilidad,
sino que más bien quería defender a las esposas de los abusos de sus
maridos, pues solamente a ellos se les reconocía el derecho al divorcio,
y lo podían ejercer por cualquier fruslería (bastaba, por ejemplo, que a
la esposa se le hubiera quemado una vez la comida).
Es sabido, por lo demás –aunque Castillo no lo dice– que, fuera la
que fuere la enseñanza de Jesús, el Evangelio de Mateo reconoce al menos
una excepción en la prohibición del divorcio, pues lo permite “en caso
de porneia” (Mt 5,32): palabra griega que nadie sabe muy bien qué
significa y que hoy se suele traducir como “unión ilegítima. En caso de
“unión ilegítima”, según el Jesús de Mateo, sería legítimo divorciarse y
volverse a casar. Pues bien, ¿acaso no sería “ilegítima” cualquier
unión matrimonial en la que ya no existe una mínima dignidad y calidad
de relación entre los esposos?). También es sabido que San Pablo
reconoce otra excepción en el caso de matrimonios mixtos entre un
cónyuge creyente y otro increyente: si la parte increyente quiere
divorciarse, la parte creyente queda libre para volverse a casar, “pues
Dios os ha llamado a vivir en paz” (1 Co 7,15). (Y recordemos que el
papa Benedicto XVI, siguiendo la lógica de Pablo, preguntó si la falta
de fe de los esposos no sería razón suficiente para plantear la
“nulidad” del matrimonio…). Y pregunto yo: si la falta de “fe” es motivo
suficiente, ¿no debería serlo con mayor razón la falta de amor?
Pero volvamos al artículo de José María Castillo. Admiro su agudeza y
la amplitud de su cultura teológica, la libertad y la extensión de sus
publicaciones teológicas, pero también su argumento se me queda corto en
la cuestión que nos ocupa. Se limita a probar que ni Jesús enseñó la
indisolubilidad ni la Iglesia la convirtió en dogma. ¿Sugiere que, si
Jesús la hubiera enseñado expresamente y si la Iglesia la hubiese
declarado claramente como dogma, entonces sí sería un asunto zanjado e
intocable para siempre? ¿Acaso Jesús, como todo buen profeta, no
apuntaba en todo más allá de lo que pensaba y decía, más allá por lo
tanto de lo que él mismo “creía” y “enseñaba”? ¿Y acaso el Espíritu de
la vida está atado para siempre a unos dogmas que, en su formulación y
significado concreto, están ligados al lenguaje y a las circunstancias
de cada tiempo, y que siempre son fruto de una cultura y de una historia
en constante evolución?
Mientras la teología y la Iglesia no revisen a fondo sus esquemas
tradicionales, mientras no asuman de lleno la lógica del Espíritu que
renueva sin cesar todas las cosas más allá de la letra, de los dogmas y
de las formas de la historia, nada decisivo habrá cambiado en la
teología o en la Iglesia. Nos limitaremos a poner remiendos en odres
viejos. A vino nuevo, odres nuevos.
Respirad y vivid en paz, pues, amigas/amigos divorciados y vueltos a
casar. Comulgad en paz en la mesa de la Vida. Respiremos, vivamos,
comulguemos en paz. Y estad seguros de que Jesús está con vosotros, con
nosotros, no como anfitrión más o menos indulgente, sino como buen amigo
de camino, como alegre compañero de mesa.