Jaime Galarza Zavala
Fue un sacerdote español, Josemaría Escrivá de Balaguer, quien fundó en los años 30 del siglo pasado esa secta político-religiosa denominada Opus Dei, que puede traducirse al nombre arrogante y vanidoso de la ‘Obra de Dios’.
Ubicado en el ámbito y los alrededores de la Iglesia católica, el Opus Dei tiene estructura propia, virtualmente secreta. Concebido como mecanismo de influencia y captación del poder político dondequiera que existe y opera, su red se tiende para pescar adeptos dentro de las élites sociales y económicas de los diferentes países. Nadie conoce líderes u organismos que la secta haya desarrollado entre los pobres y desheredados, ese mundo de dolor y lágrimas en el cual se desenvolvió la prédica y la acción del Rabí de Galilea, cuyo nombre se utiliza con fines de propaganda y de disfraz. Una prueba contundente del verdadero carácter de esta ‘mafia sagrada’, como la bautizaron autores católicos, es el apoyo que el fundador brindó al Generalísimo Francisco Franco Bahamonde, que tiranizó y ensangrentó España durante cuatro décadas, primero con el apoyo de Hitler y Mussolini, luego con el sostén económico y militar de Estados Unidos.
En nuestro país se conoce apenas acerca de la composición del Opus Dei. Entre los pocos nombres que se han publicitado figuran los de Antonio Arregui y Guillermo Lasso, triste honor que ellos jamás han desmentido. ¿Qué hacen, qué proyectan, dónde se reúnen en nuestro medio los miembros de la ‘mafia sagrada’? Nadie lo sabe. Por nuestra parte, conocimos años atrás que a una mansión campestre cercana a Quito, camino de Cunucyacu, los fines de semana ingresaban sigilosamente carros de lujo pertenecientes a miembros de la secta.
Grandes portones, arboledas y guardianes de lujo impedían la vista a los curiosos. En todo caso, el rol político del arzobispo Arregui es perfectamente conocido. Siempre se halla junto a la oligarquía porteña, al punto de haber sido el presidente del comité que recogía fondos para la erección del famoso monumento a León Febres-Cordero; de allí que no resulta raro que hoy acolite las andanzas preelectorales del banquero Guillermo Lasso, lo cual, por otra parte, tiene pleno derecho a hacerlo dentro de la democracia que vivimos.
La ocasión sirve para destacar algo trascendental, más allá del debate en que están envueltos el Gobierno y la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, a propósito de las declaraciones del Arzobispo propiciando la política de calentar las calles (puesta en juego por la derecha), y de las desafortunadas expresiones de Alexis Mera, abogado de la Presidencia, al calificar de ‘recadero de la derecha’ al prelado del Opus Dei, de modo poco original, pues fue el presidente Jaime Roldós, quien llamó a Febres-Cordero ‘insolente recadero de la oligarquía’.
Algo trascendental, decimos, y con ello queremos aludir a la necesidad de recuperar en forma clara y decidida el carácter laico del Estado ecuatoriano, que tanto sacrificio le costó a nuestro pueblo y por el cual se agotaron e inmolaron varias generaciones, encabezadas por Eloy Alfaro. Esto debe hacerse sin vacilaciones, pues el espíritu de García Moreno siempre acecha, ocultándose detrás del Corazón de Jesús para dar el zarpazo y volvernos al tiempo de las cavernas; a ese Ecuador que el Santo del Patíbulo, según Juan Montalvo, dividió en tres porciones: una destinada al encierro, otra al destierro y la tercera al entierro. Eso es lo que busca la restauración conservadora, de brazo de la restauración neoliberal, ambas representadas por el golpismo que bate sus tambores en las calles, dispuesto a cortar cabezas con la bendición de san Josemaría Escrivá de Balaguer, que pontífices anteriores a Francisco elevaron a los altares.