MONS. GONZALO LOPEZ M.

MONS. GONZALO LOPEZ M.

sábado, 3 de mayo de 2014

UNO DE LOS PEORES MALES AL INTERNO DE NUESTRAS IGLESIAS: LA PELIGROSA “CARRERA ECLESIÁSTICA”



Miguel Matos s.j.

Apenas se le entera a una persona, dentro de cualquiera de nuestras Iglesias cristianas o no cristianas, de que es “candidato” a un cargo más elevado, a una responsabilidad más significativa, a una parroquia más lucrativa, comienza el duelo interno entre ser más fiel a los ideales que anteriormente se habían profesado, o comenzar a ceder o a “hacer méritos” para proteger la posibilidad de poder arrivar a esa eventual promoción . Y esto aunque se quiera disimular, termina haciéndose bastante evidente para las mayorías circundantes.

Esta situación, aparentemente insignificante, marca inexorablemente la pauta de lo que podrían ser posibilidades reales para una verdadera renovación en nuestra Iglesia. Uno algunas veces se pregunta si esto le interesa verdaderamente a alguien.

Una de las herencias que recibimos del Pontificado de Juan Pablo II es un episcopado casi absolutamente homogeneizado a nivel universal, cortados todos con “la misma tijera”. Ya no se ve casi por ninguna parte un obispo ni ligeramente original que se atreva a distanciarse de las líneas oficiales. Nunca hubieran podido llegar al episcopado si hubieran manifestado alguna señal de diferenciación. Desaparecieron los Proaños, los Helder Camaras, los Landázuri, los Romero, los Casaldáligas, los Samuel Ruiz y tantos otros que testimoniaban con su palabra y su ejemplo un mínimum de originalidad, de independencia, de palabra inédita y profética. Esta es una verdadera tragedia para la Iglesia. La tragedia y el anuncio del agotamiento definitivo de una institución, no son sus disidentes, sino sus obsequiosos y acomodaticios incoherentes. Los acomodaticios no hacen avanzar la historia sino que la retrotraen.

Una vez más constatamos cómo la Iglesia, por más divina que trate de aparecer , no escapa ni en lo más elemental a las dinámicas tan crasamente humanas, que son lamentablemente normales en todos los colectivos sociales que se mueven en nuestro mundo.

El pecado no radica precisamente en que esto ocurra. El pecado es que se trate de ignorar y de reprimir autoritariamente la revelación de esta dinámica.

El problema quizá tiene sus raíces en una suerte de inocencia real, o intencionalmente ignorada, que en algunos momentos inviste a muchos protagonistas de estas actuaciones, que terminan siendo los únicos que parecen no identificar las más profundas motivaciones de sus conductas.

Estas cosas no se dicen con un ánimo negativo ni destructivo sino con una carga de dolor muy grande, casi imposible de soportar, producido por tantas actitudes inocente y soberbiamente irresponsables que, de no corregirse a tiempo, seguirán llevando a nuestra iglesia a niveles eventualmente irrecuperables de deterioro. No nos va a bastar ni todo el vigor de un Papa Francisco. Ojalá, algo termine de despertarnos a todos de esa suerte de “sueño dogmático sacral”.