MONS. GONZALO LOPEZ M.

MONS. GONZALO LOPEZ M.

domingo, 29 de septiembre de 2013

ROMPER LA INDIFERENCIA – Lc,16,19-31


 
 
José Antonio Pagola
Domingo- 29- Septiembre- 2013
 
Según Lucas, cuando Jesús gritó “no podéis servir a Dios y al dinero”, algunos fariseos que le estaban oyendo y eran amigos del dinero “se reían de él”. Jesús no se echa atrás. Al poco tiempo, narra una parábola desgarradora para que los que viven esclavos de la riqueza abran los ojos.
 
Jesús describe en pocas palabras una situación sangrante. Un hombre rico y un mendigo pobre que viven próximos el uno del otro, están separados por el abismo que hay entre la vida de opulencia insultante del rico y la miseria extrema del pobre.
 
El relato describe a los dos personajes destacando fuertemente el contraste entre ambos. El rico va vestido de púrpura y de lino finísimo, el cuerpo del pobre está cubierto de llagas. El rico banquetea espléndidamente no solo los días de fiesta sino a diario, el pobre está tirado en su portal, sin poder llevarse a la boca lo que cae de la mesa del rico. Sólo se acercan a lamer sus llagas los perros que vienen a buscar algo en la basura.
 
No se habla en ningún momento de que el rico ha explotado al pobre o que lo ha maltratado o despreciado. Se diría que no ha hecho nada malo. Sin embargo, su vida entera es inhumana, pues solo vive para su propio bienestar. Su corazón es de piedra. Ignora totalmente al pobre. Lo tiene delante pero no lo ve. Está ahí mismo, enfermo, hambriento y abandonado, pero no es capaz de cruzar la puerta para hacerse cargo de él.
 
No nos engañemos. Jesús no está denunciando solo la situación de la Galilea de los años treinta. Está tratando de sacudir la conciencia de quienes nos hemos acostumbrado a vivir en la abundancia teniendo junto a nuestro portal, a unas horas de vuelo, a pueblos enteros viviendo y muriendo en la miseria más absoluta.
 
Es inhumano encerrarnos en nuestra “sociedad del bienestar” ignorando totalmente esa otra “sociedad del malestar”. Es cruel seguir alimentando esa “secreta ilusión de inocencia” que nos permite vivir con la conciencia tranquila pensando que la culpa es de todos y es de nadie.
 
Nuestra primera tarea es romper la indiferencia. Resistirnos a seguir disfrutando de un bienestar vacío de compasión. No continuar aislándonos mentalmente para desplazar la miseria y el hambre que hay en el mundo hacia una lejanía abstracta, para poder así vivir sin oír ningún clamor, gemido o llanto.
 
El Evangelio nos puede ayudar a vivir vigilantes, sin volvernos cada vez más insensibles a los sufrimientos de los abandonados, sin perder el sentido de la responsabilidad fraterna y sin permanecer pasivos cuando podemos actuar.
 
NO IGNORAR AL QUE SUFRE - Lc.16,19-31 
 
El contraste entre los dos protagonistas de la parábola es trágico. El rico se viste de púrpura y de lino. Toda su vida es lujo y ostentación. Sólo piensa en «banquetear espléndidamente cada día». Este rico no tiene nombre pues no tiene identidad. No es nadie. Su vida vacía de compasión es un fracaso. No se puede vivir sólo para banquetear.
 
Echado en el portal de su mansión yace un mendigo hambriento, cubierto de llagas. Nadie le ayuda. Sólo unos perros se le acercan a lamer sus heridas. No posee nada, pero tiene un nombre portador de esperanza. Se llama «Lázaro» o «Eliezer», que significa «Mi Dios es ayuda».
 
Su suerte cambia radicalmente en el momento de la muerte. El rico es enterrado, seguramente con toda solemnidad, pero es llevado al «Hades» o «reino de los muertos». También muere Lázaro. Nada se dice de rito funerario alguno, pero «los ángeles lo llevan al seno de Abrahán». Con imágenes populares de su tiempo, Jesús recuerda que Dios tiene la última palabra sobre ricos y pobres.
 
Al rico no se le juzga por explotador. No se dice que es un impío alejado de la Alianza. Simplemente, ha disfrutado de su riqueza ignorando al pobre. Lo tenía allí mismo, pero no lo ha visto. Estaba en el portal de su mansión, pero no se ha acercado a él. Lo ha excluido de su vida. Su pecado es la indiferencia.
 
Según los observadores, está creciendo en nuestra sociedad la apatía o falta de sensibilidad ante el sufrimiento ajeno. Evitamos de mil formas el contacto directo con las personas que sufren. Poco a poco, nos vamos haciendo cada vez más incapaces para percibir su aflicción.
 
La presencia de un niño mendigo en nuestro camino nos molesta. El encuentro con un amigo, enfermo terminal, nos turba. No sabemos qué hacer ni qué decir. Es mejor tomar distancia. Volver cuanto antes a nuestras ocupaciones. No dejarnos afectar.
 
Si el sufrimiento se produce lejos es más fácil. Hemos aprendido a reducir el hambre, la miseria o la enfermedad a datos, números y estadísticas que nos informan de la realidad sin apenas tocar nuestro corazón. También sabemos contemplar sufrimientos horribles en el televisor, pero, través de la pantalla, el sufrimiento siempre es más irreal y menos terrible. Cuando el sufrimiento afecta a alguien más próximo a nosotros, no esforzamos de mil maneras por anestesiar nuestro corazón.
 
Quien sigue a Jesús se va haciendo más sensible al sufrimiento de quienes encuentra en su camino. Se acerca al necesitado y, si está en sus manos, trata de aliviar su situación.
 
TIENEN SUERTE LOS POBRES
 
Jesús no excluye a nadie. A todos anuncia la buena noticia de Dios, pero esta noticia no puede ser escuchada por todos de la misma manera. Todos pueden entrar en su reino, pero no todos de la misma manera, pues la misericordia de Dios está urgiendo antes que nada a que se haga justicia a los más pobres y humillados. Por eso la venida de Dios es una suerte para los que viven explotados, mientras se convierte en amenaza para los causantes de esa explotación.
 
Jesús declara de manera rotunda que el reino de Dios es para los pobres. Tiene ante sus ojos a aquellas gentes que viven humilladas en sus aldeas, sin poder defenderse de los poderosos terratenientes; conoce bien el hambre de aquellos niños desnutridos; ha visto llorar de rabia e impotencia a aquellos campesinos cuando los recaudadores se llevan hacia Séforis o Tiberíades lo mejor de sus cosechas. Son ellos los que necesitan escuchar antes que nadie la noticia del reino: «Dichosos los que no tenéis nada, porque es vuestro el reino de Dios; dichosos los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados; dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis» . Jesús los declara dichosos, incluso en medio de esa situación injusta que padecen, no porque pronto serán ricos como los grandes propietarios de aquellas tierras, sino porque Dios está ya viniendo para suprimir la miseria, terminar con el hambre y hacer aflorar la sonrisa en sus labios. Él se alegra ya desde ahora con ellos. No les invita a la resignación, sino a la esperanza. No quiere que se hagan falsas ilusiones, sino que recuperen su dignidad. Todos tienen que saber que Dios es el defensor de los pobres. Ellos son sus preferidos. Si su reinado es acogido, todo cambiará para bien de los últimos. Esta es la fe de Jesús, su pasión y su lucha.
 
Jesús no habla de la «pobreza» en abstracto, sino de aquellos pobres con los que él trata mientras recorre las aldeas. Familias que sobreviven malamente, gentes que luchan por no perder sus tierras y su honor, niños amenazados por el hambre y la enfermedad, prostitutas y mendigos despreciados por todos, enfermos y endemoniados a los que se les niega el mínimo de dignidad, leprosos marginados por la sociedad y la religión. Aldeas enteras que viven bajo la opresión de las élites urbanas, sufriendo el desprecio y la humillación. Hombres y mujeres sin posibilidades de un futuro mejor. ¿Por qué el reino de Dios va a constituir una buena noticia para estos pobres? ¿Por qué van a ser ellos los privilegiados? ¿Es que Dios no es neutral? ¿Es que no ama a todos por igual? Si Jesús hubiera dicho que el reino de Dios llegaba para hacer felices a los justos, hubiera tenido su lógica y todos le habrían entendido, pero que Dios esté a favor de los pobres, sin tener en cuenta su comportamiento moral, resulta escandaloso. ¿Es que los pobres son mejores que los demás, para merecer un trato privilegiado dentro del reino de Dios?
 
Jesús nunca alabó a los pobres por sus virtudes o cualidades. Probablemente aquellos campesinos no eran mejores que los poderosos que los oprimían; también ellos abusaban de otros más débiles y exigían el pago de las deudas sin compasión alguna. Al proclamar las bienaventuranzas, Jesús no dice que los pobres son buenos o virtuosos, sino que están sufriendo injustamente. Si Dios se pone de su parte, no es porque se lo merezcan, sino porque lo necesitan. Dios, Padre misericordioso de todos, no puede reinar sino haciendo ante todo justicia a los que nadie se la hace. Esto es lo que despierta una alegría grande en Jesús: ¡Dios defiende a los que nadie defiende!
 
Esta fe de Jesús se arraigaba en una larga tradición. Lo que el pueblo de Israel esperaba siempre de sus reyes era que supieran defender a los pobres y desvalidos. Un buen rey se debe preocupar de su protección, no porque sean mejores ciudadanos que los demás, sino simplemente porque necesitan ser protegidos. La justicia del rey no consiste en ser «imparcial» con todos, sino en hacer justicia a favor de los que son oprimidos injustamente. Lo dice con claridad un salmo que presentaba el ideal de un buen rey: «Defenderá a los humildes del pueblo, salvará a la gente pobre y aplastará al opresor... Librará al pobre que suplica, al desdichado y al que nadie ampara. Se apiadará del débil y del pobre. Salvará la vida de los pobres, la rescatará de la opresión y la violencia. Su sangre será preciosa ante sus ojos».
 
La conclusión de Jesús es clara. Si algún rey sabe hacer justicia a los pobres, ese es Dios, el «amante de la justicia». No se deja engañar por el culto que se le ofrece en el templo. De nada sirven los sacrificios, los ayunos y las peregrinaciones a Jerusalén. Para Dios, lo primero es hacer justicia a los pobres. Probablemente Jesús recitó más de una vez un salmo que proclama así a Dios: «Él hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, libera a los condenados... el Señor protege al inmigrante, sostiene a la viuda y al huérfano». Si hubiera conocido esta bella oración del libro de Judit, habría gozado: «Tú eres el Dios de los humildes, el defensor de los pequeños, apoyo de los débiles, refugio de los desvalidos, salvador de los desesperados». Así experimenta también Jesús a Dios.
 
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Quienes vivimos en los pueblos poderosos del Primer Mundo tendemos a considerar nuestra cultura occidental moderna como la verdadera cultura. Nos sentimos con derecho a juzgar, discriminar y excluir cultural, social y económicamente a los pueblos de cultura diferente. Nosotros somos «el centro del mundo». Miramos la tierra pensando sólo en nuestro propio desarrollo. Los demás tienen que girar en torno a nuestros intereses.
 
La lucha contra la pobreza y el hambre en la tierra sólo es posible desde una nueva conciencia de los derechos de los países pobres. Mientras nuestros pueblos sólo piensen en tener más y poder más, no habrá verdadera solidaridad.La parábola del rico que "banqueteaba espléndidamente cada día" y del mendigo Lázaro a quien no se le daba ni lo que se tiraba de la mesa, es una grave advertencia. Los cristianos traicionamos nuestra fe en Dios Padre de todos los hombres cuando no luchamos porque se supere ese distanciamiento injusto e insolidario entre los pueblos.