Quienes han seguido las noticias de los últimos días acerca de los escándalos
en el Vaticano, dados a conocer por los periódicos italianos La
Repubblica y La Stampa, refiriéndose a un informe de 300 páginas
sobre el estado de la curia vaticana, preparado por tres cardenales designados a
tal efecto, naturalmente han debido quedar horrorizados. Me puedo imaginar a
nuestros hermanos y hermanas piadosos que, fruto de un tipo de catequesis
exaltatoria del Papa como "el dulce Cristo en la Tierra", deben estar sufriendo
mucho, porque aman lo justo, lo verdadero y lo transparente y jamás desearían
vincular su figura a las notorias fechorías de sus ayudantes y colaboradores.
El gravísimo contenido de estos informes reforzó, en mi opinión, la voluntad
de renunciar del Papa. En ellos se comprobaba un ambiente de promiscuidad, de
luchas de poder entre "monsignori", una red de homosexualidad gay en el Vaticano
y desvío de fondos del Banco Vaticano. Como si no bastasen los crímenes de
pedofilia en tantas diócesis, que han desmoralizado profundamente a la
Iglesia-institución.
Quien conoce un poco de historia de la Iglesia ̶ y los profesionales del área
tenemos que estudiarla en detalle ̶ no se escandaliza. Ha habido momentos de
verdadero desastre del Pontificado con Papas adúlteros, asesinos y traficantes.
Desde el papa Formoso (891-896) al papa Silvestre (999-1003) se instaló según el
gran historiador cardenal Baronio la «era pornocrática» de la alta jerarquía de
la Iglesia. Pocos papas escaparon de ser derrocados o asesinados. Sergio III
(904-911) asesinó a sus dos predecesores, Cristóbal y León V.
La gran transformación de la Iglesia como un todo sucedió, con consecuencias
para toda la historia posterior, con el papa Gregorio VII en 1077. Para defender
sus derechos y la libertad de la Iglesia-institución contra los reyes y
príncipes que la manipulaban, publicó un artículo que lleva este significativo
título «Dictatus Papae», que traducido literalmente significa «la dictadura del
Papa». En este documento, él asumía todos los poderes, pudiendo juzgar a todos
sin ser juzgado por nadie. El gran historiador de las ideas eclesiológicas
Jean-Yves Congar, dominico, la consideraba la mayor revolución que ha habido en
la Iglesia. De una Iglesia-comunidad se pasó a una institución-sociedad
monárquica y absolutista, organizada en forma piramidal, que ha llegado hasta
nuestros días.
Efectivamente, el canon 331 del actual Derecho Canónico se une a esta
comprensión, atribuyendo al Papa poderes que en realidad no corresponderían a
ningún mortal, sino sólo a Dios: «En virtud de su oficio, el Papa tiene el poder
ordinario, supremo, pleno, inmediato y universal» y en algunos casos
específicos, «infalible».
Este teólogo eminente, tomando mi defensa contra el proceso doctrinal
impulsado por el card. Joseph Ratzinger por mi libro Iglesia: carisma y
poder, escribió un artículo en La Croix (09.08.1984) sobre "El
carisma del poder central". En él decía: «El carisma del gobierno central es no
tener ninguna duda. Pero no tener dudas acerca de uno mismo es, a la vez,
magnífico y terrible. Es magnífico porque el carisma del
centro es precisamente mantenerse firme cuando todo vacila a su alrededor. Y es
terrible, porque los hombres que están en Roma tienen límites, límites en
su inteligencia, límites en su vocabulario, límites en sus referencias, límites
en su ángulo de visión». Y yo añadiría límites en su ética y en su moral.
Siempre se dice que la Iglesia es «santa y pecadora» y debe ser «reformada
siempre». Pero eso no es lo que sucedió durante siglos, ni después del deseo
explícito del Concilio Vaticano II y del actual Papa Benedicto XVI. La
institución más antigua de Occidente incorporó privilegios, hábitos, costumbres
políticas palaciegas y principescas, de resistencia y de oposición que
prácticamente impidieron o desvirtuaron todos los intentos de reforma.
Sólo que esta vez se ha llegado a un punto de altísima desmoralización, con
prácticas incluso criminales, que ya no puede ser negada y que requiere cambios
fundamentales en el viejo aparato de gobierno de la Iglesia. De lo contrario,
este tipo de institucionalidad tristemente envejecida y crepuscular se
debilitará hasta llegar al ocaso. Los escándalos actuales siempre han existido
en la curia vaticana sólo que no había un providencial Vatileaks para hacerlos
públicos e indignar al Papa y a la mayoría de los cristianos.
Mi sentimiento del mundo me dice que estos males en el espacio sagrado y
centro de referencia para toda la cristiandad -el Papado- (donde debería
sobresalir la virtud y la santidad) son consecuencia de esta centralización
absolutista del poder papal. Él hace a todos vasallos, sumisos, ávidos de estar
físicamente cerca del portador del poder supremo, el Papa. Un poder absoluto,
por su naturaleza, limita y hasta niega la libertad de los demás, favorece la
creación de grupos de anti-poder, camarillas de burócratas de lo sagrado unas
contra otras, practica ampliamente la simonía, que es la compra y venta de
favores, promueve la adulación y destruye los mecanismo de transparencia. En el
fondo, todos desconfían de todos. Y cada uno busca su satisfacción personal como
puede. Por eso siempre ha sido problemática la observancia del celibato dentro
de la curia vaticana, como se está viendo ahora con la existencia de una
verdadera red de prostitución gay.
Mientras ese poder no se descentralice y no dé más participación a todos los
sectores del pueblo de Dios, hombres y mujeres, en la conducción de los caminos
de la Iglesia, el tumor que causa esta enfermedad perdurará. Se dice que
Benedicto XVI pasará a todos los cardenales el mencionado informe para que cada
uno de ellos sepa los problemas a los que tendrá que enfrentarse caso de ser
elegido Papa, así como la urgencia de introducir cambios radicales. Desde la
época de la Reforma se oye el grito: "Reforma en la cabeza y en los miembros".
Porque nunca ocurrió, surgió la Reforma como un gesto desesperado de los
reformadores de realizar por su cuenta tal empresa.
Para ilustración de los cristianos y de aquellos interesados en los asuntos
eclesiásticos, volvamos a la cuestión de los escándalos. La intención es
desdramatizarlos, permitir que se tenga una noción menos idealista y a veces
idólatra de la jerarquía y de la figura del Papa y liberar la libertad a la que
Cristo nos ha llamado (Gálatas 5,1). En esto no hay ningún gusto por lo negativo
ni el deseo de añadir desmoralización sobre desmoralización. El cristiano tiene
que ser adulto, no puede dejarse infantilizar ni permitir que le nieguen
conocimientos de la teología y de la historia para darse cuenta de lo humana, y
demasiado humana, que puede ser la institución que nos viene de los Apóstoles.
Hay una larga tradición teológica que se refiere a la Iglesia como casta
meretriz, tema abordado en detalle por un gran teólogo, amigo del Papa actual,
Hans Urs von Balthasar (ver Sponsa Verbi, Einsiedeln 1971, 203-305). En
varias ocasiones el teólogo J. Ratzinger se ha referido a esta denominación.
La Iglesia es una meretriz que todas las noches se entrega a la
prostitución; casta porque Cristo se compadece de ella cada mañana, la
lava y la ama.
El habitus meretrius de la institución, el vicio del meretricio, fue
duramente criticado por los Padres de la Iglesia como san Ambrosio, san Agustín,
san Jerónimo y otros. San Pedro Damián llega a llamar al mencionado Gregorio VII
"Santo Satanás" (D. Romag, Compendio de historia de la Iglesia, vol 2,
Petrópolis 1950, p.112). Esta dura denominación nos remite a aquella de Cristo
dirigida a Pedro. Por su profesión de fe lo llama "piedra", pero por su poca fe
y por no entender los designios de Dios lo califica de "Satanás" (Evangelio de
Mateo 16,23). San Pablo parece un hombre moderno hablando cuando dice a sus
opositores con furia: "Ojalá sean castrados todos los que os perturban" (Gálatas
5,12).
Por tanto, existe espacio para la profecía en la Iglesia y para las denuncias
de irregularidades que pueden ocurrir en el medio eclesiástico y también entre
los fieles.
Me gustaría mencionar otro ejemplo tomado de un santo muy querido de la
mayoría de los católicos por su candor y su bondad: san Antonio de Padua. En sus
sermones, famosos en su tiempo, no es nada dulce y suave. Hace fuertes críticas
a los prelados derrochadores de su tiempo. Y dice: «los obispos son perros sin
ninguna vergüenza, porque de frente tienen cara de meretriz y por eso mismo no
quieren avergonzarse» (uso la edición latina crítica publicada en Lisboa, 2
vol., 1895). Este fue el sermón del cuarto domingo después de Pentecostés (p.
278). En otra ocasión, llama a los obispos «monos en el tejado, presidiendo
desde ahí el pueblo de Dios» (op. cit. p. 348). Y continúa: «el obispo de la
Iglesia es un esclavo que pretende reinar, príncipe inicuo, león rugiente, oso
hambriento de presa que despoja a los pobres» (p. 348). Por último, en la fiesta
de san Pedro levanta la voz y denuncia: «Miren que Cristo dijo tres veces:
apacienta, y ninguna vez esquila y ordeña... Ay de aquel que no apacienta
ninguna vez y esquila y ordeña tres o más veces... es un dragón al lado del arca
del Señor, que no tiene más que apariencia y no la verdad» (vol. 2, 918).
El teólogo Joseph Ratzinger explica el sentido de este tipo de denuncias
proféticas: «El sentido de la profecía en realidad reside menos en algunas
predicciones que en la protesta profética: protesta contra la auto-satisfacción
de las instituciones, que sustituye la moral por el rito y la conversión por las
ceremonias» (Das neue Volk Gottes, Düsseldorf 1969, 250; traducción en
español: El nuevo pueblo de Dios, 1972).
Ratzinger critica haciendo hincapié en la separación que hicimos con
referencia a la figura de Pedro: antes de la Pascua, el traidor, después de
Pentecostés, el fiel. «Pedro sigue viviendo esta tensión del antes y del
después, sigue siendo las dos cosas: piedra y escándalo... Eso no sucedió a lo
largo de toda la historia de la Iglesia, que el Papa fuese a la vez el sucesor
de Pedro, la "roca" y el "escándalo"» (Das neue Volk Gottes, op. cit.
259)?
¿Adónde queremos llegar con todo esto? Queremos llegar a reconocer que la
Iglesia institución de papas, obispos y sacerdotes, se compone de hombres que
pueden traicionar, negar y hacer del poder religioso negocio e instrumento de
autosatisfacción. Reconocer esto es terapéutico pues nos cura de una ideología
idólatra en torno a la figura del Papa, considerado prácticamente infalible.
Esto es visible en los movimientos conservadores y fundamentalistas laicos
católicos y también en grupos de sacerdotes. En algunos existe una verdadera
papolatría que Benedicto XVI ha tratado siempre de evitar.
La crisis actual de la Iglesia ha llevado a la renuncia a un Papa que se dio
cuenta de que ya no tenía la fuerza necesaria para sanar escándalos tan graves.
«Impotente, tiró la toalla» con humildad. Que venga otro más joven y asuma la
tarea ardua y difícil de limpiar la corrupción de la Curia vaticana y del
universo de los pedófilos, y eventualmente sancione, destituya y envíe a los más
obstinados a un convento para hacer penitencia y enmendar su vida.
Sólo alguien que ama a la Iglesia puede hacer las críticas que hemos hecho,
citando textos de autoridades clásicas del pasado. Quien ha dejado de amar a la
persona amada, se vuelve indiferente a su vida y su destino. Nosotros, por el
contrario, nos hemos interesado al igual que el amigo y compañero de tribulación
Hans Küng (que fue condenado por la ex-Inquisición), quizás uno de los teólogos
que más ama a la Iglesia y por eso la critica.
No queremos que los cristianos cultiven ese sentimiento de abandono e
indiferencia. Por malos que hayan sido sus errores y equivocaciones históricas,
la Iglesia-institución guarda la memoria sagrada de Jesús y la gramática de los
evangelios. Ella predica la liberación, sabiendo que son otros los que liberan y
no ella.
Así y todo vale la pena estar dentro de ella, al igual que San Francisco, Dom
Hélder Câmara, Juan XXIII y los notables teólogos que ayudaron a hacer el
Concilio Vaticano II, y que antes de eso habían sido condenados todos por la
ex-Inquisición, como de Lubac, Chenu, Congar, Rahner y otros. Hay que ayudarla a
salir de esta vergüenza, alimentando más el sueño de Jesús de un Reino de
justicia, paz y reconciliación con Dios y de seguimiento de su causa y su
destino, que la simple y justificada indignación que fácilmente puede caer en el
fariseísmo y en el moralismo.
Nota: Más reflexiones de este orden están en mi libro Iglesia:
Carisma y Poder (Record 2005), especialmente en el apéndice, con todas las
actas del proceso habido al interior de la ex-Inquisición en 1984.