Estamos celebrando los 50 años del Concilio Vaticano II (1962-1965).
Él supuso una ruptura del rumbo que la Iglesia Católica venía siguiendo
desde hacía siglos. Era una Iglesia, fortaleza sitiada, que estaba a la
defensiva de todo lo que venía del mundo moderno, de la ciencia, de la
técnica y de las conquistas civilizatorias como la democracia, los
derechos humanos y la separación entre Iglesia y Estado.
Pero vino una bocanada de aire fresco de
la mano un papa anciano del que no se esperaba nada: Juan XXIII
(+1963). Él abrió las puertas y las ventanas de la Iglesia. Dijo: ella
no puede ser un museo respetable, tiene que ser la casa de todos,
aireada y agradable para vivir.
Ante todo, el Concilio representó, en expresión acuñada por el mismo
Juan XXIII, un aggionamento, es decir, una actualización y una
reconstrucción de la manera de entenderse a sí misma y su forma de
presencia en el mundo.
Más que enumerar los principales elementos introducidos por el
Concilio, nos interesa ver cómo ese aggiornamento fue recogido y
traducido por la Iglesia latinoamericana y por Brasil. A este proceso se
le llama recepción y consiste una relectura y una aplicación de las
intuiciones conciliares en el contexto latinoamericano, muy diferente
del europeo en el cual se elaboraron todos los documentos. Señalaremos
solamente algunos puntos esenciales.
El primero fue sin duda el gran cambio de la atmósfera eclesial:
antes del Concilio predominaba la «gran disciplina», la uniformización
romana y el aire sombrío y anticuado de la vida eclesial. Las Iglesias
de América Latina, de África y de Asia eran Iglesias-espejo de la
romana. Y de pronto empezaron a sentirse Iglesias-fuente. Podían
inculturizarse y crear lenguajes nuevos. Se irradiaba entusiasmo y ánimo
para crear.
En segundo lugar, en América Latina se dio una redefinición del lugar
social de la Iglesia. El Vaticano II fue un Concilio universal, pero
según la perspectiva de los países centrales y ricos. Ahí se definió la
Iglesia dentro del mundo moderno. Pero existía un sub-mundo de pobreza y
de opresión que fue captado por la Iglesia latinoamericana. Ésta debía
desplazarse del centro humano hacia las periferias sub-humanas. Si en
ellas hay opresión, su misión debía ser de liberación. La inspiración
vino de las palabras del Papa Juan XXIII: “la Iglesia es de todos pero
quiere ser principalmente Iglesia de los pobres”.
Este cambio se tradujo en las distintas conferencias episcopales
latinoamericanas desde Medellín (1968) hasta Aparecida (2007) por la
opción solidaria y preferencial por los pobres, contra la pobreza.
Opción que se transformó en la marca registrada de la Iglesia
latinoamericana y de la teología de la liberación.
En tercer lugar está la concretización de la Iglesia como Pueblo de
Dios. El Vaticano II colocó esta categoría por delante de la de la
Jerarquía. Para la Iglesia latinoamericana Pueblo de Dios no es una
metáfora; la gran mayoría del pueblo es cristiana y católica, por tanto
es Pueblo de Dios, gimiendo bajo la opresión como antiguamente en
Egipto. De ahí nace la dimensión de liberación que la Iglesia asume
oficialmente en todos los documentos desde Medellín (1968) hasta
Aparecida (2007). Esta visión de la Iglesia-pueblo-de-Dios hizo posible
el surgimiento de las Comunidades Eclesiales de Base y de las pastorales
sociales.
En cuarto lugar, el Concilio entendió la Palabra de Dios contenida en
la Biblia como el alma de la vida eclesial. Esto se tradujo en la
lectura popular de la Biblia y en los miles y miles de círculos
bíblicos. En ellos los cristianos comparan la página de la vida con la
página de la Biblia y sacan conclusiones prácticas en una línea de
comunión, de participación y de liberación.
En quinto lugar, el Concilio se abrió a los derechos humanos. En
América Latina fueron traducidos como derechos a partir de los pobres y
por eso, en primer lugar, derecho a la vida, al trabajo, a la salud y a
la educación. A partir de aquí se entienden los demás derechos, el de
movilidad, entre otros.
En sexto lugar, el Concilio acogió el ecumenismo entre las Iglesias
cristianas. En América Latina el ecumenismo no se enfoca tanto a la
convergencia en las doctrinas sino a la convergencia en las prácticas:
todas las Iglesias juntas se empeñan en la liberación de los oprimidos.
Es un ecumenismo de misión.
Por último, estableció el diálogo con las religiones viendo en ellas
la presencia del Espíritu que llega antes que el misionero, debiendo por
eso ser respetadas con sus valores.
Finalmente, hay que reconocer que América Latina fue el continente
donde más en serio se tomó el Vaticano II y donde produjo mayores
transformaciones, proyectando la Iglesia de los pobres como desafío para
la Iglesia universal y para todas las conciencias humanitarias.
Leonardo Boff