Nada es más parecido a un izquierdista
fanático, de esos que descubren la nefasta presencia del pensamiento
neoliberal hasta en las mujeres que lo repudian, que un derechista
visceral, que identifica la presencia comunista incluso en la Caperucita
Roja.
Ambos padecen
del síndrome de pánico conspiratorio. El derechista, envalentonado por
una coyuntura que le es favorable, se vanagloria con la barra adinerada
que le adula como un amo a su perro amaestrado. El izquierdista, rodeado
de adversarios por todas partes, cree que la historia es el resultado
de su voluntad.
El derechista nunca defiende a los
pobres, y si eventualmente lo hace es para que no perciban cuán
insensible es. Pero ni pensar en verlo como amigo de los desempleados, o
de los agricultores sin tierra o de los niños de la calle. Él mira a
los desheredados por el binóculo de su prejuicio, mientras que el
izquierdista prefiere evitar el contacto con el pobre y sumergirse en la
retórica contenida en los libros de análisis social. El izquierdista se
llena la boca con categorías teóricas y prefiere el refugio de su
biblioteca a mezclarse con ese proletariado que nunca llegará a ser
vanguardia de la historia.
El derechista adora exhibir sus ideas en
las reuniones de sociedad, brindando con el buen vino de una excelente
cosecha y rodeado de gente refinada que exalta su aureola de genio. El
izquierdista compra adeptos, pues no soporta vivir sin que un puñado de
incautos lo cuestionen como líder.
El derechista escribe, preferentemente,
para atacar a quienes no reconocen que él y la verdad son dos entidades
en una sola naturaleza. El izquierdista no se preocupa sólo por combatir
el sistema sino también se desgasta tratando de minar a políticos y
empresarios que, a su parecer, son la encarnación del mal.
El derechista pasa por intelectual,
tuerce la boca al adornar sus discursos con citas, como buscando en
autoridad ajena la muleta de sus secretas inseguridades. El izquierdista
cree en la palabra inmutable de los mentores del marxismo y no admite
otra hermenéutica que no sea la suya.
El derechista considera que, a pesar de
la miseria circundante, el sistema ha mejorado. El izquierdista ve en el
progreso el avance imperialista y no admite que su vecino pueda sonreír
mientras un niño llora de hambre en África.
El derechista es de un servilismo abyecto
ante los conspicuos del sistema, los políticos poderosos y los
empresarios importantes, como si en su cabeza residiera la teoría que
sustenta todo el edificio de iniciativas prácticas que aseguran la
supremacía del capital sobre la felicidad general. El izquierdista no
soporta la autoridad, excepto la suya propia, y cuando abre la boca se
plagia a sí mismo, ya que sus menguadas ideas le obligan a ser
repetitivo.
El derechista es emotivo, prepotente, envanecido. El izquierdista es frío, calculador y soberbio.
El derechista se irrita hasta gritar si
encuentra el cuello de la camisa mal planchado. Entregado a las grandes
causas, las cosas pequeñas son su talón de Aquiles. Detesta hablar de
derechos humanos y es condescendiente con la tortura. El izquierdista
admite que, una vez en el poder, los torturados de hoy serán los
torturadores de mañana.
El derechista se siente mal viendo a
tantos izquierdistas sobrevivientes a todo lo que se hizo para
exterminarlos: dictaduras militares, fascismo, nazismo, caída del muro
de Berlín, dificultad para acceder a los medios, etc. El izquierdista
considera al derechista como un candidato al fusilamiento.
El derechista y el izquierdista, los dos
son perfectos idiotas. El derechista padece de la enfermedad senil del
capitalismo y el izquierdista, como afirmó Lenin, de la enfermedad
infantil del comunismo.
Aunque soy «minero», no comulgo
con ruedas de molino. Soy de izquierda, pero no izquierdista. Quiero que
todos tengan acceso al pan, a la paz y al placer, sin que los
derechistas traten de reservar tales derechos a una minoría, y sin que
los izquierdistas quieran impedir a los derechistas el acceso a todos
los derechos, incluso el de expresar sus aberrantes fobias.
Frei Betto