William Ospina
Tomado del diario El Espectador
Expulsando tropas de energúmenos que todo lo manejaban con órdenes
ofensivas y aterradora disciplina, llegaron unos muchachos de andar
desgarbado, que se bañaban, que mascaban chicle, que cantaban. Esto
último debió marcar para los italianos una gran diferencia: Italia no
podrá entender jamás a un pueblo que no cante.
Pero sobre todo había un gran contraste entre una cultura como la
alemana que se sentía en el ápice de la superioridad planetaria, de la
pureza y de la perfección, y ese mundo gringo hecho de conmovedora
imperfección, ambicioso pero autocrítico, conjunción de todos los
pueblos, tierra de promisión para muchos, donde irlandeses hambrientos o
judíos perseguidos podían llegar a magnates; donde había distritos
chinos y barriadas latinas, campamentos africanos y barrios italianos,
calles donde no son extraños los rasgos de ninguna raza ni las más
inesperadas mezclas humanas.
Tuve en mi adolescencia una amiga norteamericana a la que todavía
añoro: Colleen Crone. Con Julián Santamaría nos reuníamos en su casa
por la noche a hablar del mundo, y no recuerdo tertulias más
instructivas y apasionadas, en un pueblo de la cordillera colombiana,
situando en el mapamundi tabernas alemanas y jardines de arena, iglús y
pagodas, jirafas y canguros, espejismos y zombies. Nada me movió tanto a
querer viajar por el mundo, y a veces siento que los viajes que me
depara la vida no son más que episodios de aquellas veladas en casa de
una muchacha de rizos rubios, lentes de intelectual, blanco rostro con
pecas y manos delicadas en la guitarra.
En estos días, leyendo el hermoso libro “Comer, rezar y amar”, de
Elizabeth Gilbert, he vuelto a sentir ese costado apasionadamente
humano, curioso, generoso y complejo de la sociedad norteamericana, a la
que a menudo calumnian la arrogancia de sus gobiernos, la codicia de
sus empresarios, la voracidad de su industria y la brutalidad de sus
militares, pero a la que siempre moderan para nuestro bien la grandeza y
complejidad de sus artistas, la genialidad de sus inventores, la
seriedad de sus leyes, la ética de sus ciudadanos.
Oigo a menudo llamados a mirar a Estados Unidos en su complejidad
y no sucumbir al prejuicio. Ello por supuesto no es fácil, como no
debía ser fácil para los bitinios o los capadocios, para ciudadanos de
Jerusalén o de Alejandría, de Éfeso o de las islas británicas, juzgar al
Imperio Romano. Estamos demasiado condicionados por su poder e
influidos por su modo de vida para juzgarlos con objetividad.
Automóviles, bombillas eléctricas, refrigeradores, ordenadores, juguetes
tecnológicos, estamos tan rodeados y asediados por sus inventos, por
sus hipermercados; nos deslumbran tanto sus espectáculos que el mundo
parece a nuestros ojos uno de sus infinitos largometrajes, y nos han
contagiado su estilo hasta en los rituales cotidianos. En países como el
nuestro hasta costumbres ancestrales como la celebración de los
cumpleaños se entonan al ritmo de sus jingles.
Qué sociedad extraña, tan típica y aterradoramente moderna, en
cuanto de excelente y de atroz abarca esa palabra. Tierra de los
entierros prematuros de Edgar Poe y de los salmos saludables de Whitman,
de la contenida emoción de los poemas de Emily Dickinson y de la
brutalidad torrencial de las sagas de Faulkner, de los sueños líricos de
Bradbury y de las pesadillas de temporalidades superpuestas de Philip
K. Dick, del diseño del vuelo de sus transbordadores y de los
electrizados diagramas de Basquiat, tierra que fue capaz de poner el
infierno sobre Hiroshima y de tocar a la Diosa blanca en el cielo de
julio.
Han construido un mundo de ilusión, al que Henry Miller llamó
“una pesadilla provista de aire acondicionado”. Casas frágiles cuya
única ventana al mundo es la televisión; una quebradiza filosofía que no
cree en el infinito espectro shakespereano de la conducta, sino en un
esquema de triunfadores y perdedores; un modo de vivir que alterna en
dosis cada vez más estrechas el confort y el prozac; un mundo donde la
ética resiste, pero cuyo Dios parece refugiarse más cada día en cierta
pirámide dibujada en un billete de banco.Y a veces el mundo les recuerda
que toda esta civilización es una capa de frágiles conquistas sobre un
subsuelo de fuerzas planetarias mucho más poderosas que nosotros, a las
que conviene más entender que dominar. Grandes poblaciones han
descubierto esta semana, gracias al huracán “Sandy”, que cuando menos se
piense la noche puede volver al mundo, que las fábricas pueden
paralizarse por falta de energía eléctrica, que otra vez el invierno
podría sorprendernos sin calefacción.
Los Estados Unidos están hoy dramáticamente divididos entre
quienes creen que esa nación está llamada a someter el mundo y quienes
creen que es posible convivir y dialogar con él. Ocho años de gobierno
de los republicanos hundieron al país en dos guerras enormes, una crisis
interna de grandes proporciones y un descrédito mundial nunca visto.
Pero como cuatro años de Barack Obama no han bastado para revertir esa
catástrofe, ahora los causantes del caos lo acusan de no haberlo
resuelto. Y esta semana sabremos si buena parte del mundo, en tiempos de
un frágil equilibrio, queda en manos de la prudencia o en manos de la
arrogancia.