Con gratitud recibo y subo al Blog esta reflexión de Pepe Mallo. La Iglesia, si quiere volver a la vida de Jesús y recuperar su credibilidad, debe revisar el clericalismo y sus signos. Los servidores de las comunidades no son como los “jefes de las naciones que las dominan y se aprovechan de su autoridad…, sino servidores que dan su vida para rescatar de las más diversas esclavitudes” (Mc 10, 42ss). El clericalismo está muy vinculado a la vestimenta clerical en la mentalidad de la gente. El hábito clerical está marcado con el dominio y prepotencia del clero. En los ambientes populares actuales, pienso que es contraproducente. Un estudio sociológico podría desmentirlo o confirmarlo. (Rufo González)
Pepe Mallo
A la verdad que, desde las “hojas de parra” de nuestros primeros padres, el ser humano jamás ha renunciado a confeccionar vestidos para cubrir su desnudez. . Hoy día en que, en general, la gente viste de “manera informal”, para ciertos eventos nos ataviamos de una determinada guisa, avalada por usos y costumbres sociales. Y es que el atuendo personal encarna una compleja forma de comunicación. No es simplemente una cuestión de encantos personales; implica también el admitir un mundo social interrelacionado donde uno se manifiesta y es percibido por los otros. La ropa constituye una especie de “otro yo”, como una segunda piel.
El vestido encierra un significado simbólico
Desde muy antiguo, el atuendo se convierte en símbolo de autoridad, profesión, casta o clase; y así, refrendaba a la persona como rey, campesino, artesano, soldado o eclesiástico. A lo largo de la historia los jerarcas han ambicionado buscar diferenciarse del pueblo a través del atuendo. Ya en tiempos de los emperadores, los funcionarios de la Iglesia acomodaron sus vestimentas al estilo de los nobles: el papa se coronó de oro; aparecieron trajes con riquísimos bordados y botonaduras fastuosas, anillos y pectorales de piedras y metales preciosos… hasta llegar al ridículo de algún cardenal arrastrando magna capa… (“Una buena capa todo lo tapa”). La ostentación ha sido, y sigue siendo en algunas dignidades, reflejo inmediato de privilegio y poder.
Desde muy antiguo, el atuendo se convierte en símbolo de autoridad, profesión, casta o clase; y así, refrendaba a la persona como rey, campesino, artesano, soldado o eclesiástico. A lo largo de la historia los jerarcas han ambicionado buscar diferenciarse del pueblo a través del atuendo. Ya en tiempos de los emperadores, los funcionarios de la Iglesia acomodaron sus vestimentas al estilo de los nobles: el papa se coronó de oro; aparecieron trajes con riquísimos bordados y botonaduras fastuosas, anillos y pectorales de piedras y metales preciosos… hasta llegar al ridículo de algún cardenal arrastrando magna capa… (“Una buena capa todo lo tapa”). La ostentación ha sido, y sigue siendo en algunas dignidades, reflejo inmediato de privilegio y poder.
“Vestir de calle”, signo de desclericalización
Centremos el asunto. Glosando el refrán que me ha proporcionado el título de mi comentario, abordo el tema de las vestiduras eclesiásticas que se ha vuelto a poner de moda desde hace algunos años. El tema en sí mismo es secundario, aunque significativo, pues, como bien dijo alguien, “en el Evangelio lo importante es vestir al desnudo, no vestirse de importante”. El Concilio Vaticano II se pronunció claramente contra la suntuosidad en las vestiduras y ornamentación sagradas y exhortó a que la indumentaria de los eclesiásticos se adecuase a los signos de los tiempos. (S.C. 124; P.C.17). La mayoría de padres conciliares fueron conscientes de la necesidad y urgencia de desclericalizar la Iglesia, esclerotizada. Y así lo entendió también la gran mayoría del clero de la época posconciliar; y, sin consignas concretas de nadie, se comenzó a dejar de lado hábitos y sotanas y se empezó a “vestir de calle” con plena libertad, sin extrañezas ni rechazos por parte de la gente. Sin embargo, Juan Pablo II, angustiado por la, a su juicio, excesiva apertura eclesial, metió la marcha atrás y comenzó un “proceso de involución” que afectó a todos los aspectos de la vida de la Iglesia, también a la indumentaria clerical, que, poco a poco, fue resurgiendo.
Vuelta a la “casta sacerdotal”
Proliferan por las calles de pueblos y ciudades curas y monjas vestidos con sus respectivos hábitos. A algunos seminarios ha llegado la “moda”, efecto de la “clonación”. Yo entiendo, comprendo y consiento que el sacerdote se atavíe con vestiduras adecuadas a su función ministerial. Así lo hacen jueces, fuerzas de seguridad, militares y otros cuerpos. Pero fuera de servicio, visten “de calle”. Lo normal. Lo que resulta inhabitual es llevar hábito habitualmente. Protagonista, la sotana. ¿Por qué la sotana? ¿Tiene algún significado especial? Pues, en sí misma, no. Se trata de una simple túnica, atavío usual en varias civilizaciones. Pero, claro, había que dotarla de significado, ungirla como atributo sagrado. Y ahí tenemos el dictamen: “El hábito talar es el signo exterior de una realidad interior: [como dice Benedicto XVI,] “de hecho, el sacerdote ya no se pertenece a sí mismo, sino que, por el carácter sacramental recibido (cfr. Catecismo 1563 y 1582), es “propiedad” de Dios.” Y para re-matar la simbología, se fantasea hasta con el color negro: “El color negro recuerda a todos que el que lo lleva ha muerto al mundo. Todas las vanidades del siglo han muerto para ese ser humano que ya sólo ha de vivir de Dios”. Y digo yo, entonces el blanco que lucen los papas ¿les define como “mundanos y vividores”? ¿Y qué decir del rojo y púrpura de los obispos y cardenales? (Bueno, aquí ya no las tengo todas conmigo.) El vestido no es sagrado, aunque sí se ha sacralizado. Recordemos las vestiduras del Sumo Sacerdote: “Harás vestiduras sagradas para tu hermano Aarón, que le den gloria y esplendor” (Ex. 28,2). Se trata de prendas específicas, propias de los jerarcas religiosos, que crean una barrera entre los sacerdotes y el resto del pueblo. Así nace la “casta sacerdotal”. Y aquí radica el afán de exhibición de tal indumentaria: “ostentación y segregación, separación entre clero y fieles”. Y referidos a los obispos y cardenales, su vestimenta está directamente relacionada con el boato, con la manifestación de lujo, de rango y de distinción. Lujosas sotanas, elegantes fajines, ostentosos anillos, vistosas cruces pectorales y demás adornos contribuyen a que mucha gente crea que algunos obispos van de carnaval.
Jesús y sus discípulos vistieron como los hombres y mujeres de su tiempo
En la Iglesia se sigue incurriendo en las mismas corrupciones que Jesús pretendió evitar: los títulos de honor, los fastuosos ornamentos y acicaladas vestimentas, las reverencias solemnes, los primeros puestos… Jesús se pronunció contra el vestido como ostentación sacral: “¡No hagáis como ellos hacen!… realizan todas sus obras para ser vistos por los hombres; pues agrandan sus distintivos religiosos (filacterias) y alargan los adornos (flecos) de sus mantos” (Mt.23,5). “Vosotros no os preocupéis del vestido… Mirad los lirios del campo…” (Mt. 6,25-32). Jesús y sus discípulos vestían, sin duda, como los hombres y mujeres de su tiempo, sin distinguirse de ellos por la ropa.
Aunque la sotana no ha desaparecido (no hay más que entrar en el Vaticano), ha proliferado su sucedáneo, el clergyman, el “traje clerical”. Sigue siendo llamativo, no tanto por el pertinaz color negro, como porque provoca los mismos síntomas que la sotana: segregación, distinción, dominio, prerrogativa. Es quizás el celibatario alzacuello blanco lo que más llama la atención, ya que el traje negro es bastante común. Igual que a la sotana se le ha atribuido significación específica: “El alzacuello blanco es signo de la castidad sacerdotal”. Y aun he encontrado otra perla: “El alzacuellos protege la propia vocación al tratar con mujeres jóvenes y atractivas. Un sacerdote sin alzacuellos (y que, naturalmente, tampoco lleva anillo de casado) puede resultar un apetecible objeto de atenciones por parte de una mujer soltera que busca marido o de una mujer casada tentada por la infidelidad.” Sin comentarios. ¿No será más bien “narcisismo místico”? Opino que una pajarita o una corbata (aunque no sea roja) hace más juego con el traje que el alzacuello.
¿A los laicos nos aporta algo verlos así ataviados, o su indumentaria nos resulta indiferente?
Sostengo que no es cierto que vestir de calle, el no ir vestido de clérigo, entorpezca, dificulte o impida la dedicación pastoral. Es todo lo contrario. Como dato testimonial referiré que, en los largos treinta y nueve años que llevo en mi parroquia, no he visto vestidos de sotana ni clegyman a ninguno de los sacerdotes que han pasado por ella. Y no por eso perdieron la estima y el afecto de los fieles. Al contrario, se les veía como más cercanos y comprometidos con la gente. Los actuales sacerdotes, ya sí. Su clergyman y, a veces, su sotana; y se llaman y debemos llamarles “padre”. Si Obispos y sacerdotes dispersos por toda la geografía hispana y mundial visten como cualquier persona “normal”, ¿son por eso menos considerados y respetados? Sin “diakonía” la Iglesia no es Iglesia, por muchos bicornios mitrados, ostentosos báculos, brillantes anillos, pomposas capas magnas, aparatosas liturgias… que se ostenten como signo feudal de autoridad y dominio. La solución nos la aporta san Pablo: Revestirse de Cristo; revestirse del hombre nuevo (Gal. 3, 27-28; Ef. 4, 24), porque “el hábito no hace al monje”.
Sostengo que no es cierto que vestir de calle, el no ir vestido de clérigo, entorpezca, dificulte o impida la dedicación pastoral. Es todo lo contrario. Como dato testimonial referiré que, en los largos treinta y nueve años que llevo en mi parroquia, no he visto vestidos de sotana ni clegyman a ninguno de los sacerdotes que han pasado por ella. Y no por eso perdieron la estima y el afecto de los fieles. Al contrario, se les veía como más cercanos y comprometidos con la gente. Los actuales sacerdotes, ya sí. Su clergyman y, a veces, su sotana; y se llaman y debemos llamarles “padre”. Si Obispos y sacerdotes dispersos por toda la geografía hispana y mundial visten como cualquier persona “normal”, ¿son por eso menos considerados y respetados? Sin “diakonía” la Iglesia no es Iglesia, por muchos bicornios mitrados, ostentosos báculos, brillantes anillos, pomposas capas magnas, aparatosas liturgias… que se ostenten como signo feudal de autoridad y dominio. La solución nos la aporta san Pablo: Revestirse de Cristo; revestirse del hombre nuevo (Gal. 3, 27-28; Ef. 4, 24), porque “el hábito no hace al monje”.