Jorge Núñez Sánchez
Cuando cayó el muro de Berlín algunos sintieron el golpe sobre sus cabezas. Hasta entonces todo era claro y fácil: el mundo se dividía en explotadores y explotados, y ellos, los intelectuales orgánicos de la izquierda, estaban con estos últimos, hablaban en nombre de ellos, flameaban en su nombre la bandera de la revolución socialista.
Desde luego, ellos provenían de la clase media y algunos incluso de más arriba, y nunca habían vivido en carne propia la miseria y la marginalidad. Pero tenían ideas de izquierda y eso explicaba su afiliación a las causas del pueblo.
Pero cayó el muro y todo eso se les vino abajo. ¿En quién creer ahora que ya no existían los países del llamado ‘socialismo real’, ahora que el marxismo parecía haber colapsado como teoría revolucionaria?
Pronto esa izquierda sin bandera halló una salida política. Con el mismo fervor que antes había adherido al marxismo, ahora adhirió al indigenismo en su versión más radical: el ‘pachamamismo’. Y así como antes creía que el mundo iba a ser regenerado por el proletariado a través de la revolución socialista, ahora pasó a creer que la salvación humana estaba en manos de los pueblos originarios, a los que proclamó guardianes de la sabiduría ancestral y depositarios de toda la bondad e inocencia humanas.
Surgió así una mezcolanza teórica explosiva, en la que se entremezclan la vieja teoría del buen salvaje y las nuevas ideas del etnicismo radical, con el recurrente discurso de lo popular y una dosis de extremismo ecologista.
A esa mezcla, la burguesía indígena sumó un elemento real, explicable pero no menos peligroso: su oportunismo político. Ese que motivó su colaboración con el gobierno de Lucio Gutiérrez, donde los ministros Luis Macas y Nina Pacari Vega toleraron estoicamente los maltratos del gobernante, pero no soltaron sus cargos. Ese que ha movido las ambiciones de Auki Tituaña y Lourdes Tibán, los candidatos vicepresidenciales de la gran prensa de derecha.
Nada de eso parece importarle a la izquierda pachamamista, algunos de cuyos líderes creen que los indígenas los encumbrarán al poder que no pudieron ganar por sí mismos. Y en esas andan, alimentando el ego de unos líderes indígenas que creen que el Estado Plurinacional les da derecho a desmembrar al Ecuador y repartirlo en pedacitos étnicos, donde cada cacique sea jefe de un diminuto Estado, en el que reine la ley del látigo y la ortigada.
Claro está, también habría un ‘Guayaquil-Singapur’, aunque la mayor parte de la Costa quedaría en la República Bananera de Alvarito y los hermosos valles de la Sierra en manos de los viejos y nuevos hacendados ganaderos, floricultores y broquicultores.
Ese pareciera ser el reparto que buscan los nuevos socios de la alianza indígena-oligárquica, o al menos eso resultaría de cumplirse los delirios políticos de cada uno de ellos. ¿Y dónde quedaríamos los ecuatorianos, la nación ecuatoriana, esos doce o trece millones de personas a los que los indígenas nos llaman despectivamente los ‘mishus’ y la oligarquía ve como una chusma inquieta y manipulable? ¿Apiñados en unas cuantas ciudades gobernadas por el capitalismo salvaje? ¿Convertidos otra vez en comparsa del carnaval electoral de la derecha?