Me gozo en la Iglesia, la casa de todos, donde nadie es excluido,
se practica el Evangelio del consuelo y la esperanza, en un contexto
deshumanizado e inmisericorde. En esa Iglesia fermento de nueva
humanidad fraterna, solidaria, justa, que se inspira en Jesús, al
anunciar el Reino. Me gozo en la Iglesia, signo y sacramento, que busca
nuevos símbolos y lenguajes teológicos, recupera la mística del
Evangelio y supera la pesada máquina burocrática; escucha al Espíritu,
que le exige desprenderse de ropajes, costumbres, hábitos de otras
épocas, que le hacen sentirse extraña en la sociedad plural, moderna,
posmoderna, y le pide introducir reformas estructurales, con nuevos
lenguajes, actualizados, renovados, para superar ese desaliento general
que domina en el Pueblo de Dios.
Me gozo en la Iglesia que implica su potencial místico y lo convierte en presencia humanizadora, liberadora, sanadora, profética en esta sociedad desalentada, y cuyo aporte teológico se hace sensible y comprensible al lenguaje de hoy.
Me gozo en la Iglesia que no cae en esquemas restauracionistas
y se esfuerza por vivir la comunión eclesial, fiel al Evangelio, a las
Bienaventuranzas, al Vaticano II, sin miedo, e interpreta, expresa y
profesa la fe y el Evangelio, siempre Buena Noticia para la gente. Y lo
hace con nuevos paradigmas y conceptos renovados, distintos de los
tradicionales.
No podemos empeñarnos en aplicar medios, soluciones, símbolos, lenguajes de ayer a los problemas de hoy. ¿Por qué ha perdido vigencia el aggiornamento que reclamó para la Iglesia Juan XXIII? Recordar
aquella anécdota del papa Roncalli nos pone en camino: “Yo salté de la
barca y camino entre las olas al encuentro de Cristo. La Iglesia debe
abandonar la seguridad de la barca y caminar entre las olas. Llegará la
noche, la tempestad, el miedo, pero no hay que retroceder. La Iglesia
está llamada a ir al encuentro del mundo”.
En el nº 2.754 de Vida Nueva.