MONS. GONZALO LOPEZ M.

MONS. GONZALO LOPEZ M.

sábado, 20 de octubre de 2012

El Vaticano II, mirada de mujer

La iglesia católica necesitaba impulsos de renovación, de ello no hay ninguna duda en la distancia. Había pensamientos y búsquedas distintos, ensayos de aperturas, intentos de sintonías con el mundo moderno. El Concilio no sale de la nada, se prepara en procesos anteriores y/o simultáneos: Personajes como León Bloy, Maurice Blondel, Emmanuel Mounier, Edith Stein, Dorothy Day, Madeleine Delbrél; teólogos como Marie Dominique Chenù, Yves Congar, Edwar Schillebeeckx, Henri de Lubac; los movimientos laicales de acción católica especializada; la reflexión teológico-social en Lovaina; los obispos comprometidos con los pobres y la justicia en América Latina… todos estos caminos fueron cristalizando la urgencia de cambios más profundos. Es claro sin embargo que sin el talante profético de Juan XXIII no se habría hecho realidad esta necesidad sentida.
Los años en que se gesta la teología conciliar son los mismos en los que en América Latina se gesta la teología de la liberación. Estos caminos prepararían de manera especial a la iglesia del subcontinente para la reunión de Medellín que en 1968 actualiza los principales pasos inspirados en el Vaticano II.
 
La convocatoria al concilio, su preparación, sus primeros impulsos, generaron un clima de esperanza, de rejuvenecimiento, corrientes intraeclesiales que significaban dinámicas inéditas y novedosas. A pesar de los límites obvios del desarrollo y las conclusiones conciliares, los avances y lo conseguido en este tiempo de trabajo marcó a la iglesia fuertemente y permitió a los cristianos y cristianas una mayor cercanía a la sensibilidad y las preocupaciones modernas.
 
En las relecturas de este acontecimiento cada uno señala desde su propia sensibilidad esos límites. Jon Sobrino, por ejemplo dice lo siguiente:
«La iglesia de los pobres es una clara laguna en el concilio, que no se puede llenar con textos, por muy importantes que sean por otros capítulos. La iglesia reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo. (LG 8). Estas palabras algo dice de la misión de la iglesia y de su espiritualidad, pero no toca su ser pobre, ni su destino de persecución por defender a los pobres. No se tenía en cuenta la dimensión histórica y dialéctica del pobre. Ni menos aún su dimensión salvífica; la iglesia debe servir a los pobres, sí, pero los pobres pueden salvar a la iglesia».
En esta perspectiva de las lagunas, es mucho más lo que se puede decir de la mujer.
 
El concilio preparó a la iglesia para encontrarse mejor con y en el mundo moderno ante el cual había y continúa habiendo una fractura. El concilio llenó a los católicos de optimismo. Juan XXIII en su discurso inaugural alienta a los conciliares con estas palabras:
«La iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá consigo profundas mutaciones. Un orden nuevo se está gestando, y la iglesia tiene ante sí misiones inmensas, como en las épocas trágicas de la historia. Porque lo que se exige hoy de la iglesia es que infunda en las venas de la humanidad la virtud perenne, vital y divina del Evangelio…
Nos creemos vislumbrar en medio de tantas tinieblas, no pocos indicios que nos hacen concebir esperanzas de tiempos mejores para la iglesia y la humanidad».
Señalo algunos ejes como los principales logros de este acontecimiento eclesial:
Reconocimiento de la dignidad de los laicos y propuesta de una imagen de la iglesia como pueblo de Dios.
Propuso, aunque ello no se logró plenamente, la democratización de las estructuras propias internas, tratando de eliminar los verticalismos extremos.
Impulsó el aggiornamento, es decir la atención a los signos de los tiempos y la sintonía con el desarrollo del mundo actual.
 
Igualmente se avanzó mucho en el contacto directo de los y las católicos con la Palabra, a partir del Concilio la Biblia se difundió entre laicas y laicos, cosa no pensable antes.
 
Es claro que desde los impulsos iniciales y desde las intuiciones se realizó un esfuerzo, pero ese esfuerzo no dio de sí todo lo que se esperaba: la estructura eclesial con su peso de siglos impuso sus dinámicas de poder y exclusión. Gladys Parentelli, una de las mujeres latinoamericanas presente en los corredores del Vaticano, nos habla en estos términos de su profunda decepción:
«En esa época yo me encontraba bien desorientada, decepcionada de la iglesia o de ese feo rostro de la iglesia que estaba conociendo. Recuerdo que en un oportunidad, erré durante horas por las calles de Roma, pensando en todo eso, y de repente, me encontré al borde del río Tíber, que me miraba desde su cauce de aguas turbulentas, marrones, contaminadas, y hasta, pienso, que llegué a preguntarme si tirándome al Tíber no se solucionaría, de una vez, toda esa sucia situación en la cual me encontraba. Mi desilusión era tal que eso me llevó a decidir no seguir allí perdiendo mi tiempo y regresar a Lovaina a continuar con mi trabajo. Aunque debo reconocer que esa fue una época de aprendizaje de todo tipo, especialmente acerca de los métodos de la curia. Regresé a Lovaina y ya no volví a asistir a la sesión del Concilio, que se clausuró ese mismo año».
Juan XXIII primero y Pablo VI después, con mayor buena voluntad que lucidez o posibilidades reales, nombra a 17 mujeres auditoras en el Concilio. Estos nombramientos que se hicieron por etapas, tuvieron mucha resistencia en la curia vaticana y su puesta en marcha y publicación se torpedearon continuamente. Fueron nombradas mujeres religiosas: superioras mayores y directoras y acompañantes de algunos movimientos internacionales de acción católica. Su labor fue absolutamente nominal: pudieron participar en las actividades aledañas al desarrollo mismo de las sesiones, pudieron llegar al Vaticano a algunas plenarias, pudieron estar presentes en la sala de prensa, pero nada más. No tuvieron ni siquiera la oportunidad de opinar sobre ninguno de los documentos a pesar de haberlo pedido. El nombre de auditoras pareció responder más bien a un deseo por parte de ambos Papas de un cierto testimonio de mujeres en el hecho mismo del Concilio sin que de ello se pudiera derivar ninguna intervención por su parte.
 
De otro lado la mención de la mujer en los documentos conciliares es totalmente marginal y circunstancial, sin que esas menciones conlleven, sugieran o motiven ninguna profundización en su verdadera realidad intra o extraeclesial. Quizás lo más significativo lo encontramos en la Constitución Gaudium et spes, nº 29:
«Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin embargo toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan divino. En verdad es lamentable que los derechos fundamentales de la persona no estén todavía protegidos en la forma debida por todas partes. Es lo que sucede cuando se niega a la mujer el derecho de escoger libremente esposo y de abrazar el estado de vida que prefiera o se le impide tener acceso a una educación y a una cultura iguales a los que se conceden al hombre».
Como en otras oportunidades hay una declaración de principios impecable: se condena cualquier tipo de discriminación por cualquier razón de sexo y u otras condiciones, sin embargo a la hora de sacar las consecuencias prácticas parece aplicarse lo contrario a lo sugerido en el evangelio: se mira más la mota en el ojo ajena que la paja en el propio. Pareciera que la discriminación de la mujer se dé más en culturas donde hay una falta de libertad ostensible que en Occidente, donde por ser más sutil no deja de ser más real.
 
De otro lado se reconoce la justa lucha de la mujer por sus reivindicaciones y se afirma que allí encontramos un signo de los tiempos; igualmente se sostiene que es necesario que ella tenga un espacio especial y responsabilidades concretas en el apostolado laical. Se afirma igualmente el que la iglesia siempre ha defendido y reivindicado a la mujer.
 
Sin embargo revisando detalladamente el Concilio desde la mirada y los intereses femeninos me voy a detener en dos limitaciones, ambas igualmente fuertes que se hicieron patentes en esos años y que siguen siendo patentes hoy.
 
De un lado no se reconoce a la mujer la posibilidad de un cambio radical y/o de cambios más o menos significativos en lo que respecta a entender su propia naturaleza, su vocación, su destino social. En el mensaje final de Pablo VI a las mujeres, al cierre del Concilio, se dice:
«Vosotras las mujeres, tenéis siempre como misión la guardia del hogar, el amor a las fuentes de la vida, el sentido de la cuna. Estáis presentes en el misterio de la vida que comienza. Consoláis la partida de la muerte. Nuestra técnica lleva el riesgo de convertirse en inhumana. Reconciliad a los hombres con la vida. Y, sobre todo, velad, os lo suplicamos, por el porvenir de nuestra especie…».
La iglesia reivindica la igualdad de la mujer y el que se le trate bien, pero todo ello sin contemplar el que pueda asumir destinos diferentes a una vida ligada a la maternidad. Las posturas católicas oficiales muestran estar ancladas en una concepción naturalista y biologista de los seres humanos, que desconoce totalmente la construcción socio-cultural de la sexualidad y del género. Por ello a las mujeres se les ligan prioritariamente con su maternidad como destino. Destino que ella debe asumir y que la limita además de que la carga de obligaciones morales y sociales. Las consecuencias nefastas para la sociedad en su conjunto las podemos ver la mayoría de los barrios de las periferias urbanas de América Latina habitadas por mujeres que sostienen el 90% de la vida y por hombres completamente irresponsables, itinerantes y ausentes.
 
Quizás lo que es más importante: Ni en el Concilio, ni después la iglesia católica ha asumido una tarea absolutamente urgente y necesaria: Revisar a fondo, sin temores ni prejuicios el papel, la situación y la tremenda desigualdad de la mujer al interior de sus propias estructuras organizativas y pastorales. Mientras esta tarea no se cumpla, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que para las mujeres del mundo el Concilio no trajo una puesta al día.
 
La posición de la mujer al interior de la iglesia católica continúa respondiendo a un paradigma pre-moderno en el cual no se ha alcanzado la plena igualdad de derechos entre mujeres y varones. Se continúa denegando el acceso de la mujer al sacramento del orden y a la celebración de la eucaristía, elemento central de la vida cristiana. Las argumentaciones teológicas esgrimidas ya han demostrado su debilidad, igualmente las apelaciones a la tradición.
 
Es la cita de Sobrino con que iniciamos estas reflexiones: El Concilio impulsó muchas cosas en la iglesia, de cara a la sociedad en su conjunto, de cara a las otras formas religiosas… pero no realizó procesos de transformación estructural interna que permitiera dinamismos internos de cambios que ya eran necesarios en su momento, pero que hoy son urgentes.
 
Otro aspecto en el que se puede mirar el Concilio desde las mujeres, es en lo tocante a la Mariología. Fue un tema difícil, espinoso, ambivalente y al final contradictorio. Ya la declaración del dogma de la asunción en 1950 había generado mucho debate, la figura de María era además una de las barreras que separaban a los protestantes y católicos. La mayoría de los teólogos europeos influyentes en la preparación del Vaticano II apostaba porque se frenara la llamada divinización de María por parte de la religiosidad popular. Los conciliares bloquearon a María de Nazaret y quedó reducida a unos pocos numerales en el conjunto de los documentos.
 
La presión intelectual de los teólogos y de algunas teólogas logró racionalizar un poco más esta figura y hubo un gran avance en el sentido de que los ojos de los y las creyentes se volvieron hacia la mujer histórica, concreta y real que fue la madre de Jesús. En los años que siguieron al Concilio se profundizó mucho en la María de los evangelios y el Magníficat se convirtió en el himno de entrada a una nueva aproximación a la realidad de esta campesina judía. La Virgen de Guadalupe, la Aparecida y otras advocaciones latinoamericanas se convirtieron dentro del paradigma de la teología de la liberación en una motivación y respaldo para la lucha de liberación de estos pueblos. En cualquier caso lo poco que se desarrolló fue una mariología centrada en Jesús.
 
El tema femenino de fondo que ha acompañado siempre y acompaña la mariología, ese tema quedó intocado. En el concilio mismo y en la teología posconciliar. Catharina Halkes, una de las teólogas feministas que más ha escrito sobre la mujer María de Nazaret y sobre su imagen nos dice:
 
«Cuál es la verdadera María? Se ve ya la escisión en Éfeso, donde María asume el puesto de la Diosa Diana o Artemisa y configura el misterio de la madre divina, que es indispensable para los hombres. Esto, de hecho da origen a dos Marías. Primero, la María de la doctrina de fe, que siempre vigila para que la persona de María se mantenga subordinada a la de Cristo, de manera que su esplendor no disminuya u oscurezca el esplendor de Cristo, y en la que María debe su excelencia a la gracia de Dios y al nacimiento de Cristo. Segundo, además de esto está la María que vive en una piedad creciente y a veces extravagante, no sólo de parte del pueblo sencillo, sino también de hombres, santos y teólogos, como Bernardo. Esta piedad tiene un resplandor propio; es una reminiscencia que proviene de una necesidad primordial de lo que da, nutre y preserva la vida. Mientras exista estas diferencias, seguirá la confusión, pero esto reta aún más a profundizar en el análisis».
 
Durante el desarrollo mismo del Concilio y en los años inmediatamente posteriores en la reflexión y espiritualidad católicas se soslayó la realidad de María porque no se quiso abordar todo el tema de la imagen y realidad de la mujer que le estaban ligados. Fue necesario esperar a algunos desarrollos de la teología feminista para repensar a fondo el papel de la madre de Jesús en el panorama amplio del cristianismo y para revisar a fondo su estrecha vinculación con imágenes dañinas de la mujer, así como para proyectar nuevas imágenes que la acompañen en sus procesos de autoestima, autovaloración y liberación.
 
Carmiña Navia Velasco