El
Concilio Vaticano II, el magisterio y la teología latinoamericana son
una invitación, tanto al clero como a los ricos, a la conversión...
Hace
50 años comenzó el Concilio Vaticano II y no es exagerado decir que
todos estos años la Iglesia ha estado dedicada a la multiforme
experiencia de su recepción.
La apropiación y acogida del Concilio ha sido realizada con fuerza en la Iglesia del continente:
por sus obispos desde Medellín (1968) y las sucesivas conferencias del
episcopado latinoamericano (Puebla, Santo Domingo, Aparecida); por los
teólogos latinoamericanos y, sobre todo, por la vida de las iglesias,
comunidades de base y movimientos apostólicos que comenzaron a leer la
Biblia, hasta entonces privativa del clero, y a celebrar la Eucaristía
en castellano, que antes solo era posible oír en latín.
Uno
de los aportes más fecundos del Concilio en su esfuerzo por dialogar
con el mundo fue su llamado a “auscultar los signos de los tiempos”. Si
“los gozos y las tristezas de nuestros contemporáneos son los gozos y
las tristezas de los hijos de la Iglesia” (Gaudium et Spes, 1), quiere
decir que la realidad, la situación, la historia que vivimos es
constitutiva de nuestra experiencia creyente y no algo externo a la que
hay que aplicar una doctrina ya hecha. Todo cristiano esta llamado a
descubrir en su vida, en la de su comunidad, en su país cuales son los
“signos de la presencia de Dios”, “la voz de Dios en medio de las voces
de los hombres”, la presencia del Espíritu en las acciones humanas, en
los fenómenos sociales o en los acontecimientos históricos. Por un lado
tenemos que discernir los signos que nos indican por donde tenemos que
caminar, las tareas y los desafíos que corresponde abordar, y, por otro,
descubrir los anti-signos que nos señalan lo que hay que evitar, lo que
deshumaniza, los obstáculos que han de enfrentarse y denunciar.
Muchos
teólogos estiman, por ejemplo, que en el siglo XX un signo de los
tiempos negativo fueron los campos de concentración. Su horror llevó a
proclamar la dignidad de toda persona humana, a ampliar la formulación
de derechos humanos universales e inalienables. Los obispos
latinoamericanos, al intentar aplicar el Concilio en Medellín, descubren
que el signo de los tiempos al que tienen que responder es la inquietud
social frente a la pobreza injusta que padecen tantos en este
continente que se proclama cristiano. La Iglesia se pone al servicio de
ese proceso de transformación y la teología proclama que la opción
preferencial por los pobres conlleva una lucha por su liberación. En
línea con esta opción, la Iglesia chilena, frente a las violaciones de
los derechos humanos, frente a la tortura y a la desaparición de
compatriotas descubrió que debía responder como iglesia samaritana y
solidaria. Esta Iglesia amparó a toda victima que tocó a sus puertas no
importando su credo.
Otro
gran signo de los tiempos en Occidente es la nueva valoración de la
sexualidad humana –que no obstante sus bemoles– ha elevado la calidad
del amor de las parejas, la dignidad de la mujer, la educación de la
sexualidad y afectividad de los niños. Lastimosamente en el mundo y en
Chile, la Iglesia ha sido causa de un enorme escándalo, a raíz de los
abusos espirituales, psicológicos y sexuales de algunos miembros del
clero contra personas y niños y de la negligencia de algunas autoridades
que debían corregirlos. Los casos de Masiel y Karadima nos indican, por
contraste, por donde la Iglesia debe seguir caminando si quiere acoger
los mandatos del Concilio para acercarse más al Evangelio. En ambos se
conjugan dos aspectos que entran en contradicción tanto con el Concilio
como con la teología latinoamericana: la primacía del clero y la opción
por los ricos. El lugar que el clero y los ricos tienen en la comunidad
cristiana se distorsiona en movimientos eclesiales que les otorgan
privilegios excesivos.
Primero,
si se otorga al clero una primacía, un estatuto de privilegio, que los
pone por encima de la comunidad, ella queda expuesta a su autoritarismo y
a abusos de todo tipo; y, segundo, comunidades católicas que se ocupan
particularmente de atender a los ricos y a los poderosos, se exponen al
clasismo, al sectarismo y corren el riesgo de perder la gracia
evangélica que viene de los pobres y los pequeños.
El
Concilio Vaticano II, el magisterio y la teología latinoamericana son
una invitación, tanto al clero como a los ricos, a la conversión, a ser
capaces de encontrar un nuevo lugar en la comunidad eclesial.
La
Iglesia conciliar que pone el bautismo al centro y que proclama que
todos somos sacerdotes, profetas y reyes, es una invitación al clero
–diocesanos y religiosos– a poner su sacerdocio ministerial al servicio
del sacerdocio común de los fieles. No debiera existir más una casta
sacerdotal con privilegios, un estamento cerrado, sino un Pueblo de Dios
en el que todos son llamados a la santidad, cada uno con su carisma, su
servicio y su talento. Si los sacerdotes estamos al servicio de la
comunidad debemos comprender que nuestra conducción y autoridad no puede
nunca deslizarse hacia el autoritarismo y hacia la discrecionalidad;
que nuestra enseñanza se debe alimentar de la escucha y de lo mucho que
tenemos que aprender de otros; que no podemos auto-sacralizarnos en
medio de un mundo que consideramos profano. La actual crisis que como
clero padecemos solo puede ser superada de acuerdo a la hoja de ruta del
Concilio.
Una
Iglesia que proclama la opción preferencial por los pobres es también
un llamado a los ricos a ocupar el lugar que nos corresponde al servicio
del Pueblo de Dios, que en América latina en su mayoría es pobre y
requiere de todas las manos para superar las múltiples situaciones de
injusticia que padece.
Los
pobres no son una bandera de la izquierda, ni la moda que los
progresistas olvidaron. Son los amigos cercanos de Jesús, aquellos con
los que convivió y sus representantes en medio de nosotros. El
redescubrimiento de “la opción por los pobres”, es el mayor aporte que
la Iglesia de América latina ha hecho a la Iglesia universal. En
Aparecida (2007), Benedicto XVI la proclamó una opción cristológica.
La recepción del Concilio Vaticano II en nuestra Iglesia latinoamericana es un progreso doctrinal y una tarea pendiente. Ya no será posible echar pie atrás de la “opción por los pobres”, porque esta es una clarificación teológica de la opción de Dios por ellos. Ya no será posible avanzar, sino hacia una Iglesia en la que obispos, sacerdotes y diáconos, y cualquier otra autoridad eclesial religiosa o laical, caminen juntos con todos los bautizados, abiertos a aprender unos de otros, abiertos a aprender de la época en la que nos ha tocado vivir. Una época que valora la democracia –otro de los signos de los tiempos– que entre otras cosas consiste en la distribución, el control y la regulación del poder. El Evangelio pide que pongamos nuestro poder al servicio de los más pequeños, de los que son marginados, de los heridos del camino, de los que se apartan del redil. El Concilio y su recepción latinoamericana son un llamado al clero y a los ricos a que redescubramos cual es nuestro lugar al servicio del Pueblo de Dios. Por: Eduardo Silva, SJ