Padre Pedro Pierre
Te conocí en la parroquia San Martín de Porres -el santo negro de los pobres- de la 30 y Gómez Rendón, hace 35 años; tú tenías 22 y acababas de hacer tu primera comunión. Como adulto empezabas a seguir a Jesucristo que… no te soltó más. Eras un pilar del grupo juvenil por la seriedad de tus compromisos y tu conocimiento de la Biblia. Siempre estabas dispuesto a arreglar gratuitamente alguna casa de caña de se caía o construir colectivamente una nueva para una familia necesitada, porque ese era tu oficio. Luego el cemento te hizo perder tu empleo y pasaste a ser ayudante de carnicería y cargador en el Mercado Central. En tu casa de caña y tierra cuidabas de tu abuela y ella cuidaba de ti. La amabas como tu madre. Ella te enseñaba la sabiduría y la religiosidad de los pobres.
Pero te dejaste ganar por el alcohol y terminaste durmiendo en la calle a lado de las botellas de cerveza desparramadas por el suelo. Cuando te llamé para la ‘chamba’ de tu recuperación, respondiste que sí. Durante 6 meses te limpiaron de este veneno del alcohol y te ayudaron a volver a tus raíces de vida digna y de fe comprometida. Nuevamente la Biblia fue tu libro de cabecera: la conocías al derecho y al revés. Eras el más fiel en las reuniones de Alcohólicos Anónimos y en las actividades de las Comunidades Eclesiales de Base.
Pasaste 13 años sin probar una gota de alcohol, a pesar de haber vuelto a ser cargador en el Mercado Central, levantándose a las tres y media de la madrugada. Estabas feliz cuando regresabas a casa con cinco dólares en el bolsillo: “Con esto vivo bien; yo me quedé soltero”. Y seguiste honesto como siempre, sencillo, fraterno, preocupado por tus amigos que se quedaron con el alcohol, aconsejando a tus sobrinos, viviendo derechamente. No nos defraudaste: eras el Abel que conocimos, plenamente hombre hecho y derecho, tal como debe ser un cristiano adulto. Un día nos asustaste porque te vimos con una camiseta de la Pilsener. “¡Tranquilos!”, nos dijiste. “No pasa nada”.
Pero, sin darte cuenta, la diabetes te estaba carcomiendo por dentro: por una cortadura en el pie debieron quitarte 3 dedos: lo aceptaste y cambiaste tu dieta. Después de una lucha de varios meses, sentiste que habías cumplido tu tarea. Una mañana te quedaste dormido y sonriente para siempre. Tus compañeros del Mercado Central dicen que, de vez en cuando, te ven cargando algún bulto por allí, sencillo, alegre, solidario… En las reuniones y las marchas nosotros te vemos con tu gorra, acompañándonos y susurrándonos alguna palabra de Dios para que no nos desviemos del camino.
¿Te recordarán los borrachitos de tu barrio y de tu familia como presencia amiga y cuestionadora, como hombre de fe y de sabiduría?... porque te quedaste, Abel, para que sigamos adelante en la lucha de Jesús, camino de fe liberadora que nos hace hombres valientes y mujeres dignas, todos solidarios, cristianos comprometidos con la vida y la justicia. Gracias, Abel, porque haces viva y presente la resurrección de Jesús, el amigo que no falla si no le soltamos la mano.