Ramiro Díez
Una vez, en el desierto de la Guajira, con 40 grados de temperatura, una
indígena Wayú me enseñó a decir “Te amo”, en su lengua: “Aiska puramía makárara
katán punai.” Dijo que para pronunciar esta frase, el enamorado debía tener los
ojos ligeramente humedecidos por sus lágrimas, porque en su idioma “amor” y
“dolor” se dicen con la misma palabra. Después su padre también me enseñó que
los árboles sostienen el cielo y que aquel que cortara un árbol, vería caer el
cielo sobre sus hombros para morir aplastado.
Hoy el pueblo Wayú no habla de
amores ni de árboles: solo de la falta de agua y de comida, y de niños muertos
que convierten esta parte de Colombia en una copia de las hambrunas africanas.
Y algo que no se dice: Estas muertes podrían haber sido evitadas. Es decir,
estamos hablando de un etnocidio.
La sinrazón esgrimida desde el poder para
explicar la tragedia es conocida: “El fenómeno del Niño”. Pero no es verdad. Lo
que se calla es que, cerca de allí, hay extensos monocultivos destinados a la
exportación. Para regar sus terrenos, poderosos terratenientes desviaron las
aguas del Río Ranchería y, a pocos kilómetros, numerosos niños que antes vivían
a las orillas del río, hoy han muerto de hambre y de sed.
No solo eso: la gente
que hoy muere de hambre al lado de un cauce seco donde hasta los cactus mueren
de sed, también fue despojada del agua por la gran minería: se creó una represa
que impide la llegada del agua a los nativos, pero abastece de agua a una de
las minas más grandes del mundo de explotación de carbón a cielo abierto. La
explotación minera gasta 17 millones de litros de agua diarios. En la última
semana murieron 17 niños. Es decir, por cada niño que murió de sed, se gastan
cada día 1 millón de litros. Para salvar a un niño, habría sido suficiente un
solo litro.
Dicen los Wayú, en su dulce lengua, ahora con tonos adoloridos, que
cuando reclaman por la vida de sus hijos, son reprimidos por las fuerzas
oficiales y han sido asesinados de manera selectiva por grupos paramilitares
que les exigen abandonar sus tierras.
“No nos podemos ir, porque los Wayú somos
de donde son nuestros muertos. Y acá los hemos enterrado”
No es verdad que los
niños Wayú hayan muerto por el fenómeno del Niño. Han muerto por las decisiones
de los adultos. Al empezar a leer este artículo, un niño Wayú estaba llorando.
Ya no lo hace. Acaba de morir de hambre y de sed y nunca en su vida pudo ni
podrá decir, con los ojos humedecidos, “Aiska puramía makárara katán punai.”