Pablo Salgado Jácome
Sí, todos estamos sordos de remate. Apenas se despidió el papa Francisco, de nuevo volvieron los ataques, los insultos, las posturas encontradas. Los unos aseguran que los repetidos mensajes y llamados del Papa eran para los otros. Y los otros están seguros de que eran para los unos. No hemos sido capaces de entender que esos mensajes eran para los unos y para los otros. Y también para los católicos y creyentes.
El papa Francisco conocía muy bien la situación política que vive el Ecuador y no quería poner más leña en el fuego, por ello se esmeró particularmente en enviar mensajes de reconciliación y diálogo; de encuentro, de inclusión. Pero no, cada palabra del Papa, la oposición quería, y quiere, interpretarla como si se tratara de mensajes al Gobierno. No, el Papa estaba más allá de política doméstica y sus mensajes se referían a la necesidad de entender que “la política es el más alto arte del servicio a los demás”. Parece que, como decían las abuelitas, lo que les entró por una oreja les salió por la otra.
No quieren entender, Gobierno y oposición, que es necesario actuar con humildad: “Los bienes están destinados a todos, y aunque uno ostente su propiedad, pesa sobre ellos una hipoteca social”. Nadie puede, repitió el Papa, “quedar excluido, nadie puede quedar descartado”. Y añadió tres elementos que todo cristiano, que no católico, debe practicar: la solidaridad, la gratuidad y la subsidiariedad. Pero apenas subió al avión, volvimos a lo mismo.
Es cierto que es difícil sentar en una misma mesa a una oposición, como la del alcalde Jaime Nebot, cuando compara la visita del Papa con la Navidad en la guerra: “Para mí, la venida del Papa abre un paréntesis, como la Navidad en la guerra; los alemanes y los franceses en la Primera Guerra Mundial hasta se saludaban, al día siguiente se mataban”. Obviamente, con esos criterios es imposible iniciar cualquier tipo de diálogo. Sencillamente.
Pero hay algo que me dolió hondamente. La ausencia casi absoluta de la Iglesia de los pobres, de las comunidades eclesiales de base, de los grupos evangelizadores y alfabetizadores que gestó con tanto amor monseñor Proaño. Todo estuvo controlado por la alta cúpula de la Conferencia Episcopal, la misma que tanto hizo, y hace, por eliminar todo signo de la Teología de la Liberación, es decir, de esa opción preferencial por los pobres. Nada. Apenas si el presidente Rafael Correa lo mencionó en su discurso de bienvenida.
Se perdió una gran oportunidad para acercar a las comunidades de los más pobres, de indígenas y excluidos, a los que dedicó toda su vida el ‘Cura de los pobres’. Cuánto habría querido, por justicia y derecho, que el Papa también visitara -del mismo modo que visitó el santuario de la Divina Misericordia, el de los empresarios y poderosos- una comunidad indígena o simplemente la tumba de monseñor Proaño. El Papa, en su despedida, se sintió sorprendido por el pueblo ecuatoriano: es extraño, dijo, “cómo desde el anciano y el guagua piden la bendición”. Es cierto, el pueblo ecuatoriano es bueno, en el mejor sentido, y piadoso. Pero no abusemos de su paciencia. Escuchemos los mensajes del papa Francisco. Y asumámoslos, creyentes o no, en nuestra vida cotidiana. Solo así podrá ser cierto aquello de: “El mejor vino está por venir”. Caso contrario, nos caerán las sombras.