Carol K. Coburn
Me he permitido traducir un artículo, de Carol K.Coburn que me ha llegado desde la web de Global Sisters Report. Era más largo y he quitado algunos párrafos pero las personas interesadas pueden leerlo en su versión original “Uneasy Alliance: a Look Back at American Sisters ans Clerical Authority”.
“A las tensiones o negociaciones con el Vaticano, típico de las historias documentadas de muchos archivos conventuales, se unen las luchas de poder con los clérigos. La experiencia de la LCWR es la última versión de esta “alianza incómoda” pues irónicamente, el Vaticano no fue el problema peor para las hermanas del siglo XIX, sino los ordinarios del lugar que les podían hacer la vida muy difícil.
Algunas estrategias importantes las ayudaron en el siglo XIX como fue la consecución de una “aprobación papal” que colocaba a las congregaciones de mujeres bajo la autoridad directa del Vaticano, proporcionándoles un amortiguador contra los obispos locales inclinados a inmiscuirse. Roma estaba a miles de millas de distancia, y la comunicación tardaba semanas. Hasta 1908, los Estados Unidos se consideraron una “tierra de misión” y Roma no veía importantes las congregaciones femeninas. Otra estrategia fue “votar con los pies”, pues las religiosas conscientes de que su trabajo era imprescindible para la labor de las parroquias amenazaban con irse si no conseguían lo que pretendían.
En 1917 cambió el derecho canónico e hizo imposible algunas de estas estrategias anteriores, obligando a las hermanas a un rol más servil del que habían tenido en el siglo anterior -un papel que cambió poco hasta la década de 1960 y el Concilio Vaticano II. El control episcopal se fortaleció sobre las comunidades de mujeres, e incluso congregaciones con aprobación papal se vieron forzadas a estandarizar su organización interna, imponer un claustro parcial y restringir los viajes de las hermanas. La nueva ley canónica produjo un endurecimiento del control por parte de Roma, exigiendo que las congregaciones cambiaran sus constituciones para cumplir con la idea que tenía el Vaticano sobre género y vida religiosa.
Se limitaron sus contactos con los seglares, la familia y el mundo exterior, su autonomía y se ejerció control sobre sus misiones y sus prácticas religiosas. Incluso su capacidad para volver a elegir a los superiores se vio obstaculizada por la nueva normativa; de hecho su capacidad de toma de decisiones y de autonomía fueron considerablemente disminuidas.
Cada cinco años las superioras tenían que presentar las respuestas a un cuestionario detallado del Vaticano que medía si la comunidad estaba siguiendo el nuevo derecho canónico. La innovación, la asunción de riesgos y la respuesta a las necesidades actuales de las personas, que eran las intenciones de las hermanas antes de la década de 1920, fueron desalentadas a favor de la rigidez, la uniformidad, la regulación y “la letra de la ley.” El voto de obediencia se convirtió en la principal preocupación.
La ironía es que las mujeres jóvenes entraron en las congregaciones religiosas en masa a pesar de que la vida del convento después de 1920 fue mucho más disonante con la sociedad y las expectativas femeninas contemporáneas. Esta disonancia no tardaría en estallar a mediados de siglo pues no eran inmunes las jóvenes a los cambios sociales en la vida estadounidense y a las ideas modernas de género que daban forma a sus identidades y expectativas sociales y religiosas. El Vaticano no tenía ni idea de lo que se estaba fomentando en el “nuevo mundo”.
Tensiones culturales y de género continuaron en el siglo XX. Las congregaciones se tenían que enfrentar ahora a consejos reguladores estatales con el poder de otorgar la acreditación, la concesión de licencias y la certificación de las hermanas que trabajaban atrapadas entre dos mundos, el católico y el secular. Uno de los ejemplos más dramáticos de esto ocurrió después de la Segunda Guerra Mundial en la Asociación Nacional de Educación Católica (CNAE) pues aunque las hermanas eran la mayoría de los profesores católicos y muchas tenían títulos universitarios, no se las reconocía en asuntos de gobierno o relacionados con la formación del profesorado. Con frecuencia sus estudios se vieron bloqueados por sacerdotes locales y obispos que querían mantener los costos bajos mediante el envío de hermanas sin experiencia a aulas con 40 o 50 estudiantes. Mal pagadas supuso una ganga para las parroquias, pero causó en las congregaciones de mujeres un grave sufrimiento físico y psicológico además de la pérdida de vocaciones.
Se fue produciendo una confrontación que con el tiempo ayudó a nacer la SFC, una sociedad para la formación de las religiosas, semi-autónoma cuyo objetivo era “integrar los elementos espirituales, intelectuales, profesionales y sociales en la vida de un religioso.” Considerada “radical” por algunos ya que el grupo no funcionó directamente bajo los auspicios de la Conferencia de Superiores Mayores de la Mujer (CMSW), su influencia fue profunda en las vidas de muchas religiosas.
En 1964, después de una década de éxito, el SFC y sus líderes serían sometidos a una investigación del Vaticano, fueron manchados por rumores e insinuaciones y removidos de sus cargos con un nuevo liderazgo nombrado por el CMSW. En su último intento de cambiar la mente del emisario enviado del Vaticano para investigar, las hermanas señalaron que eran líderes “elegidos legalmente” y no podían ser removidos hasta que su mandato hubiera terminado. El clérigo italiano enviado trató de zafarse gritando: “No Inglés. No Inglés” aunque lo hablaba y entendía a la perfección. Al final pidió silencio y se quejó de las costumbres democráticas de los EEUU.
En 1968 el cardenal James Francis McIntyre destruyó la congregación del Inmaculado Corazón de María en los Ángeles pues las hermanas, ante sus directrices dejaron la orden para formar una comunidad no canónica. Anita Caspary que era la superiora comentó años después que “durante siglos se han utilizado estratagemas para mantener a las mujeres en normas y reglamentos anticuados, pues no podían los varones tolerar nuestra visión de la liberación o una relación de iguales” Pero ya no había vuelta atrás.
En 1971, se crea la Conferencia de Liderazgo de Mujeres Religiosas luego LCWR, un nombre que sorprendió y disgustó al Vaticano por la inclusión de “mujeres y liderazgo” un pareado que olía a “arrogancia” y “laicidad” pero la principal preocupación era el feminismo. Durante las últimas tres décadas, la “alianza incómoda” continuó: tensiones entre Sr. Theresa Kane y su confrontación pública con el Papa Juan Pablo II sobre el papel de la mujer en la iglesia; las 24 hermanas que firmaron un anuncio en el New York Times pidiendo pluralismo y diálogo en la iglesia en el tema del aborto; los casos controvertidos de las religiosas que fueron elegidas o nombradas para cargos políticos en el gobierno local y estatal; Sor Jeannine Gramick y su trabajo con la comunidad LGBT; la controversia entre hermanas y obispos sobre el apoyo a la Ley de Asistencia; “Nuns on the Bus” (hermanas en el autobús) y las hermanas Sr. Joan Chittister y Sor Elizabeth Johnson, entre otras, que escriben, hablan y publican sobre temas que algunos clérigos consideran como demasiado radicales, demasiado políticos y contradictorios con las enseñanzas oficiales de la Iglesia.
Los documentos históricos nos describen el crecimiento, el éxito y la supervivencia de las religiosas en los Estados Unidos, su forma de adaptarse a la cultura con su vida espiritual en alineación saludable con una sociedad estadounidense cambiante. El Concilio Vaticano II les abrió los ojos a nuevas posibilidades que enriquecían su existencia espiritual y les brindó la oportunidad de combinar el trabajo y una fe inquebrantable con la lealtad a su iglesia dentro de los imperativos del Evangelio que marca la vida de Jesús. Aprendieron las herramientas requeridas por la sociedad, perseveraron y se adaptaron a la situación, una y otra vez, con una capacidad de recuperación increíble. Al final terminaron por estar colocadas en la línea de fuego frente a una iglesia jerárquica y patriarcal lenta para cambiar.
Aunque a menudo criticada por el Vaticano por ser “demasiado política”, irónicamente, fue esa capacidad de las hermanas estadounidenses las que les proporcionó muchos éxitos en Estados Unidos. Para crear y mantener sus instituciones, los fondos de seguros, pagar su educación y proveer a las necesidades de un país nuevo, las hermanas tuvieron que entender y trabajar en la frontera, en las calles y en las salas de juntas. Para ayudar eficazmente a los necesitados y aliviar la injusticia, las hermanas sabían que astucia política, así como la fe, eran fundamentales para facilitar el cambio en una democracia. Utilizaron sus habilidades para criticar, dar forma y desafiar el status quo estadounidense en temas de educación, salud y justicia social en un intento de llevar al país más cerca de sus ideales -más allá de la retórica de la “justicia para todos” a la práctica real de esa justicia. A veces estas habilidades políticas pusieron a las hermanas en un rumbo de colisión con la autoridad masculina, el privilegio y el poder incuestionable dentro de una iglesia jerárquica y patriarcal. Y las mujeres aprendieron a oponerse a los intentos de las autoridades masculinas para definirlos y establecer sus límites.
Mucho se ha escrito sobre la investigación LCWR y las estrategias que ayudaron a calmar y llevar a buen fin la “difícil alianza” entre las hermanas de los Estados Unidos y el Vaticano. A diferencia de los enfrentamientos anteriores, los laicos y los medios de comunicación ayudaron a dar forma e influenciar el resultado, pues las hermanas entendieron el uso de estrategias del siglo XXI para presentar su caso. Encontraron maneras como sus predecesoras para utilizar su historia, sus tradiciones, su fe, su educación y sus experiencias de manera a capear la tormenta, soportar las disidencias con lealtad y listas para seguir adelante trabajando hacia un mundo y una Iglesia mejores”.