Segunda celebración multitudinaria del Papa en Ecuador. Tras Guayaquil, la bella Quito. El parque de Bicentenario se llenó con más de un millón de personas. El Papa Francisco recordó el "grito de la independencia" latinoamericana que resuena en este lugar y aseguró que la fe "siempre es revolucionaria". Con la revolución del amor hacia los más pobres que, no por serlo, pierden su dignidad.
En la espera, suena el himno de la visita: "Bienvenido, Santo Padre,mensajero del Señor...". Y las recomendaciones, para hidratarse adecuadamente y protegerse del sol. Vivas al Papa, mientras la speaker asegura que "este Papa vino a revolucionar la Iglesia y el mundo".
En buena forma, a pesar de los rumores que sus "enemigos" lanzaron ayer sobre su estado de salud, Francisco, antes de la misa, se sube al papamóvil y recorre los pasillos de esta enorme esplanada. Saludando, bendiciendo.
Sonriente, como siempre, Francisco se sube al papamóvil y comienza su recorrido, entre gritos de "te queremos". A su paso, echan al Papa pétalos de rosas.
El altar más sobrio y sencillo que el de Guayaquil. Aquí, el arzobispo de Quito es franciscano, aunque tiene un palacio digno de un príncipe. Más de 2.500 curas concelebran con el Papa.
El escenario del altar adornado con miles de rosas ecuatorianas, orgullo de este país del medio del mundo. Con los colores, amarillo y blanco, del Vaticano.
El altar lo preside una gran cruz.
Entre los presentes, el presidente Correa, acompañado de su familia.
El Papa celebra con una casulla original, con motivos indígenas. Un guiño a los pueblos originarios del país. Y con su báculo de madera, hecho con los olivos de Tierra Santa. Un báculo-signo, de simple madera, sin apenas labrar. El báculo del buen pastor.
Los motivos florales del altar son espectaculares. A derecha e izquierda, los escudos de Ecuador y de la Santa Sede lucen en todo su esplendor floral. A un lado del altar, el cuadro de la Virgen de la iglesia de la Compañía de Quito.
Hay indígenas presdentes en la misa y la segunda lectura la lee uno de ellos.
Algunas frases de la homilía papal
"La palabra de Dios nos invita a vivir la unidad, para que el mundo crea"
"El Bicentenario de la independencia de América fue un grito de libertad ante los poderosos de turno"
"En un contexto de envío"
"Jesús no se lamenta"
"Vivimos en un mundo lacerado por guerras y violencias"
"Difuso individualismo que nos separa"
"Grito de libertad con convicción y fuerza"
"La evangelización puede ser vehículo de unidad y de ciertas utopías"
"Mientras reaparecen diversas formas de guerras, los cristianos queremos insistir en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas y de constuir puentes y estrechar lazos y ayudarnos mutuamente"
"El anhelo de unidad supone la dulce y confortadora alegría de evangelizar"
"Necesidad de luchar por la inclusión a todos los niveles"
"Confiarse al otro es algo artesanal"
"Los más pobres no pierden su dignidad a pesar de que se la golpean todos los días"
"Evangelizar no es hacer proselitismo, caricatura de la evangelización"
"Evangelizar es atraer con nuestro testimonio a los alejados"
"Acercarse a los que sie sienten juzgados y condenados por los que se creen perfectos y puros"
"Nuestro Dios nos respeta hasta en nuestro pecado"
"Poner a la Iglesia en estado de misión"
"Nos misionamos también hacia adentro"
"La unión que pide Jesús no es uniformidad, sino la multiforme armonía que atrae"
"No a una religiosidad de elite"
"Somos hermanos"
"Este lugar recuerda un grito de libertad"
"Darse significa dejar actuar en uno mismo toda la potencia del amor"
"Nuestra fe siempre es revolucionaria"
Texto íntegro de la homilía del Papa
La palabra de Dios nos invita a vivir la unidad para que el mundo crea.
Me imagino ese susurro de Jesús en la última Cena como un grito en esta misa que celebramos en «El Parque del Bicentenario». El Bicentenario de aquel Grito de Independencia de Hispanoamérica. Ése fue un grito, nacido de la conciencia de la falta de libertades, de estar siendo exprimidos y saqueados, «sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno» (Evangelii gaudium, 213).
Quisiera que hoy los dos gritos concorden bajo el hermoso desafío de la evangelización. No desde palabras altisonantes, ni con términos complicados, sino que nazca de «la alegría del Evangelio», que «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento» (Evangelii gaudium 1). Nosotros, aquí reunidos, todos juntos alrededor de la mesa con Jesús somos un grito, un clamor nacido de la convicción que su presencia nos impulsa a la unidad, «señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable» (Evangelii gaudium 14).
«Padre, que sean uno para que el mundo crea», así lo deseó mirando al cielo. A Jesús le brota este pedido en un contexto de envío: Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. En ese momento, el Señor experimenta en carne propia lo peorcito de este mundo al que ama, aun así, con locura: intrigas, desconfianzas, traición, pero no esconde la cabeza, no se lamenta. También nosotros constatamos a diario que vivimos en un mundo lacerado por las guerras y la violencia. Sería superficial pensar que la división y el odio afectan sólo a las tensiones entre los países o los grupos sociales. En realidad, son manifestación de ese «difuso individualismo» que nos separa y nos enfrenta (cf. Evangelii gaudium, 99), de la herida del pecado en el corazón de las personas, cuyas consecuencias sufre también la sociedad y la creación entera. Precisamente, a este mundo desafiante, Jesús nos envía, y nuestra respuesta no es hacernos los distraídos, argüir que no tenemos medios o que la realidad nos sobrepasa. Nuestra respuesta repite el clamor de Jesús y acepta la gracia y la tarea de la unidad.
A aquel grito de libertad prorrumpido hace poco más de 200 años no le falto convicción ni fuerza, pero la historia nos cuenta que sólo fue contundente cuando dejó de lado los personalismos, el afán de liderazgos únicos, la falta de comprensión de otros procesos libertarios con características distintas pero no por eso antagónicas.
Y la evangelización puede ser vehículo de unidad de aspiraciones, sensibilidades, ilusiones y hasta de ciertas utopías. Claro que sí; eso creemos y eso gritamos. Ya dije: «Mientras en el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos "mutuamente a llevar las cargas"» (Evangelii gaudium 67). El anhelo de unidad supone la dulce y confortadora alegría de evangelizar, la convicción de tener un inmenso bien que comunicar, y que comunicándolo, se arraiga; y cualquier persona que haya vivido esta experiencia adquiere más sensibilidad para las necesidades de los demás (cf. Evangelii gaudium 9). De ahí, la necesidad de luchar por la inclusión a todos los niveles, evitando egoísmos, promoviendo la comunicación y el diálogo, incentivando la colaboración. Hay que confiar el corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas. «Confiarse al otro es algo artesanal, la paz es algo artesanal» (Evangelii gaudium 244), es impensable que brille la unidad si la mundanidad espiritual nos hace estar en guerra entre nosotros, en una búsqueda estéril de poder, prestigio, placer o seguridad económica.
Esta unidad es ya una acción misionera «para que el mundo crea». La evangelización no consiste en hacer proselitismo, sino en atraer con nuestro testimonio a los alejados, en acercarse humildemente a aquellos que se sienten lejos de Dios y de la Iglesia, a los que son temerosos o a los indiferentes para decirles: «El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor» (Evangelii gaudium 113).
La misión de la Iglesia, como sacramento de la salvación, condice con su identidad como Pueblo en camino, con vocación de incorporar en su marcha a todas las naciones de la tierra. Cuanto más intensa es la comunión entre nosotros, tanto más se ve favorecida la misión (cf. Juan Pablo II, Pastores gregis, 22). Poner a la Iglesia en estado de misión nos pide recrear la comunión pues no se trata ya de una acción sólo hacia afuera... nos misionamos hacia adentro y misionamos hacia afuera manifestándonos como una madre que sale al encuentro, una casa acogedora, una escuela permanente de comunión misionera» (Aparecida 370).
Este sueño de Jesús es posible porque nos ha consagrado, por «ellos me consagro a mí mismo, para que ellos también sean consagrados en la verdad» (Jn 17,19). La vida espiritual del evangelizador nace de esta verdad tan honda, que no se confunde con algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio; Jesús nos consagra para suscitar un encuentro personal con Él, que alimenta el encuentro con los demás, el compromiso en el mundo, la pasión evangelizadora (Cf. Evangelii gaudium 78).
La intimidad de Dios, para nosotros incomprensible, se nos revela con imágenes que nos hablan de comunión, comunicación, donación, amor. Por eso la unión que pide Jesús no es uniformidad sino la «multiforme armonía que atrae» (Evangelii gaudium 117).
La inmensa riqueza de lo variado, lo múltiple que alcanza la unidad cada vez que hacemos memoria de aquel jueves santo, nos aleja de la tentación de propuestas más cercanas a dictaduras, ideologías o sectarismos. Tampoco es un arreglo hecho a nuestra medida, en el que nosotros ponemos las condiciones, elegimos los integrantes y excluimos a los demás. Jesús reza para que formemos parte de una gran familia, en la que Dios es nuestro Padre y todos nosotros somos hermanos. Esto no se fundamenta en tener los mismos gustos, las mismas inquietudes, los mismos talentos. Somos hermanos porque, por amor, Dios nos ha creado y nos ha destinado, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos (cf. Ef 1,5). Somos hermanos porque «Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama ¡Abba!, ¡Padre!» (Ga 4,6). Somos hermanos porque, justificados por la sangre de Cristo Jesús (cf. Rm 5,9), hemos pasado de la muerte a la vida haciéndonos «coherederos» de la promesa (cf. Ga 3,26-29; Rm 8, 17). Esa es la salvación que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia: formar parte del «nosotros» divino.
Nuestro grito, en este lugar que recuerda aquel primero de libertad, actualiza el de San Pablo: «¡Ay de mí si no evangelizo!» (1 Co 9,16). Es tan urgente y apremiante como el de aquellos deseos de independencia. Tiene una similar fascinación, el mismo fuego que atrae. ¡Sean un testimonio de comunión fraterna que se vuelve resplandeciente!
Que lindo sería que todos puedan admirar cómo nos cuidamos unos a otros. Cómo mutuamente nos damos aliento y cómo nos acompañamos. El don de sí es el que establece la relación interpersonal que no se genera dando «cosas», sino dándose uno mismo. En cualquier donación se ofrece la propia persona. «Darse» significa dejar actuar en sí mismo toda la potencia del amor que es el Espíritu de Dios y así dar paso a su fuerza creadora. Donándose el hombre vuelve a encontrarse a sí mismo con su verdadera identidad de hijo de Dios, semejante al Padre y, como él, dador de vida, hermano de Jesús, del cual da testimonio. Eso es evangelizar, ésa es nuestra revolución -porque nuestra fe siempre es revolucionaria-, ése es nuestro más profundo y constante grito.
Que lindo sería que todos puedan admirar cómo nos cuidamos unos a otros. Cómo mutuamente nos damos aliento y cómo nos acompañamos. El don de sí es el que establece la relación interpersonal que no se genera dando «cosas», sino dándose uno mismo. En cualquier donación se ofrece la propia persona. «Darse» significa dejar actuar en sí mismo toda la potencia del amor que es el Espíritu de Dios y así dar paso a su fuerza creadora. Donándose el hombre vuelve a encontrarse a sí mismo con su verdadera identidad de hijo de Dios, semejante al Padre y, como él, dador de vida, hermano de Jesús, del cual da testimonio. Eso es evangelizar, ésa es nuestra revolución -porque nuestra fe siempre es revolucionaria-, ése es nuestro más profundo y constante grito.