Fray Marcos Rodríguez
Mc 14, 12-26
La eucaristía y el amor son para mí, los dos temas claves de nuestra religión. Pero a pesar de haberles dedicado miles de horas de lectura y reflexión, siguen siendo los más difíciles cuando intento hablar de ellos. Tengo la impresión de que, por muy claras que tenga las ideas y por muy razonada que sea la explicación, siempre termina pesando más la postura tradicional ante estas realidades. Pero resulta que la tradición que prevalece no es la original, sino la que se fue elaborando a través de los siglos, al tiempo que se perdía el sentido original del sacramento. ¿Alguien puede imaginarse a Pedro poniéndose de rodillas ante el trozo de pan que de ofrecía Jesús o recogiendo las migas que habían caído sobre la mesa?
Los sacramentos son signos que hacen referencia a realidades trascendentes que no pueden entrar por nuestros sentidos. Signo es cualquier sonido, gesto o realidad que a través de nuestros sentidos, provoca en nuestra mente una imagen concreta. Los signos son la única manera que tenemos los humanos de trasmitir lo que tenemos en nuestro cerebro. Cuando los signos hacen referencia a realidades físicas, pueden ser sustituidos por la cosa en sí. Pero las realidades trascendentes no caen bajo el objeto de nuestros sentidos, por lo cual, si queremos hacerlas presentes, no tenemos más remedio que utilizar signos.
En la eucaristía, el signo no es el pan sino es el pan partido y repartido, preparado para ser comido y el vino como sangre (vida) que se pone al servicio de los demás. En ambos casos, la realidad significada es el AMOR, que es Dios. Esta realidad, por ser trascendente, divina, está siempre ahí porque no está sometida al tiempo y al espacio. Ni se trae ni lleva, ni se pone ni quita. El AMOR-DIOS está invadiéndolo todo en todo instante, pero nosotros podemos no ser conscientes de ello, por eso necesitamos los signos para tomar conciencia de una realidad que está siempre ahí pero puede pasar desapercibida.
Dios no puede estar más en un lugar que en otros. Ni siquiera está más en una persona que en otra. Está siempre en todos de la misma manera. Somos nosotros los que podemos pasar toda nuestra vida sin enterarnos o podemos tomar conciencia de esta realidad y vivirla. El signo lo necesitamos nosotros porque las cosas llegan a nuestro cerebro a través de los sentidos. Dios ni necesita los signos ni está condicionado por ellos. Dios no está más presente en nosotros después de comulgar que antes de hacerlo. Celebramos la eucaristía y comulgamos para tomar conciencia de una realidad que nos abre infinitas posibilidades.
Creo que estamos en condiciones de comprender que los sacramentos ni son magia ni son milagros. La experiencia me dice lo difícil que va a ser superar la comprensión de la eucaristía como magia. Cuando celebramos una eucaristía, ni el sacerdote ni Dios hacen ningún milagro. Lo que hacemos es algo mucho más profundo, pero lo tenemos que hacer nosotros mismos. Tomar conciencia de lo que fue Jesús durante su vida mortal y comprometernos a ser nosotros lo mismo. Lo que pasa fuera de mí, lo que puedo ver u oír es solo un medio para descubrir dentro de mí, una realidad que me transciende.
Es muy importante que tomemos conciencia clara de que el signo no es el pan, a secas, sino el pan partido y repartido, preparado para ser comido. El partir el pan forma parte de la esencia del signo. Jesús se hace presente en ese gesto, no en la materia del pan. Si comprendiéramos bien esto, se evitarían todos los malentendidos sobre la presencia real de Jesús en la eucaristía. El pan consagrado hace siempre referencia a una fracción del pan, a una celebración eucarística. Lo mismo en la copa. El signo no es el vino, significando la sangre sino el cáliz bebido, es decir, compartido. Para los judíos la sangre era la vida, (no signo de la vida, como para nosotros, sino la misma vida). La copa derramada es la vida de Jesús (no la muerte) puesta al servicio de todos. Da su vida para que todos la compartan.
Ninguna celebración puede tener valor automático. Cuando me llamaron al orden, me dijo el vicario episcopal que me examinaba: "Tú tienes que ser como el farmacéutico, que despacha las pastillas a los clientes sin explicarles lo que han hecho en el laboratorio". Mi desacuerdo con esta propuesta es absoluto. El ácido acetilsalicílico produce su efecto en el paciente automáticamente, aunque no tenga ni idea de su composición. Pero los sacramentos son la unión de un signo con una realidad significada que no se puede dar sin no contamos con una mente despierta. Sin esa conexión, el rito se queda en puro folclore.
La realidad significada no es Jesús sino Jesús como don, es decir, es el AMOR que es Dios, manifestado en Jesús. La palabra hebrea que traducen al griego por soma, no significa exactamente cuerpo. En la antropología judía, el ser humano era un todo único, pero podía distinguirse distintos aspectos de ese todo: hombre carne, hombre cuerpo, hombre alma, hombre espíritu. Hombre cuerpo no hace referencia a la carne, sino a la persona sujeto de relaciones. El soma griego tiene varios significados pero al traducirlo al latín por "corpus", terminó por imponerse el significado material físico y esto distorsionó el mensaje original. Jesús no dijo: Esto en mi cuerpo sino esto soy yo, esto es mi persona que se entrega.
La eucaristía resume la actitud vital de Jesús, que consistió en manifestar, amando, lo que es Dios. Como buen hijo hace siempre presente al padre. La realidad significada, por ser espiritual, no está sometida el tiempo ni al espacio.Hacemos el signo, no para crearla sinopara descubrir su presenciay poder así vivir conscientemente la profundidad de nuestro ser. No podemos celebrar la eucaristía sin los demás. Solo en nuestras relaciones con los demás podemos hacer presente el amor. Con demasiada frecuencia hemos convertido la eucaristía en una devoción particular en la que los otros incluso nos molestan.
En los evangelios, Jesús no hace hincapié en que ama mucho a su Abba; sino: Yo y el Padre somos uno, y el que me ve a mí, ve a mi Padre. Esa misma es la experiencia de todos los místicos de todas las religiones. S. Juan de la Cruz los expresa muy bien: "¡Oh noche que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada! ¡Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada!" Dios no puede hacerse presente en un lugar acotado, sencillamente porque no puede dejar de estar en todo lugar. Tampoco puede estar más presente aquí que allí. Nosotros, como seres humanos, no tememos más remedio que percibirlo en un lugar para poder tomar conciencia de su realidad.
Cuando Jesús propone el mandamiento nuevo, Jesús está hablando de las consecuencias que debía tener en nuestra vida, el amor (ágape) del Padre. El fin último de la celebración de una eucaristía, es hacer presente con los signos, este ágape que nos fundiría con Dios y nos abriría a los demás, hasta sentirlos fundidos en Dios también. El hombre tiene el privilegio de poder tomar conciencia de este hecho y vivirlo. El que lo descubre y lo vive descubre su verdadero ser y disfruta siéndolo. Nunca se nos ocurra pensar que dándonos a los demás, les estamos haciendo un favor. Con esa actitud de entrega, estás alcanzando tú la plenitud.
Un hombre descubrió la manera de hacer fuego. El pueblo entero dio un paso de gigante en su evolución. Viendo la importancia del invento, cogió los bártulos y se fue a la tribu más cercana y les enseñó el proceso. Todos quedaron maravillados al ver aparecer el fuego ante sus ojos. Se marchó muy contento por haber ayudado a aquellos hombres. Mucho tiempo después volvió a ver lo que habían avanzado con la utilización del fuego. Cuando les preguntó, le sacaron a un lugar donde habían construido un altar y habían guardado en una urna de oro los instrumentos de hacer fuego. Todos los días iban a adorar aquellos útiles que tenían tanto poder. Pero no vio fuego por ninguna parte. No necesita comentario.