Fray Marcos Rodrìguez
Mc 4, 26-34
Todos los exegetas están de acuerdo en que el "Reino de Dios" es el
centro de la predicación de Jesús. Lo difícil es concretar en que
consiste esa realidad tan escurridiza. La verdad es que no se puede
concretar, porque no es nada concreto. Tal vez por eso encontramos en
los evangelios tantos apuntes desconcertantes sobre esa misteriosa
realidad. Sobre todo en parábolas, que nos van indicando distintas
perspectivas para que podamos ir intuyendo lo que puede esconderse en
esa expresión aparentemente simple.
Podíamos decir que es un ámbito que abarca a la vez lo humano y lo
divino. Todo el follón, que se armó el primer cristianismo a la hora de
concretar la figura de Jesús, nos lo armamos nosotros a la hora de
definir que significa ser cristiano. El Reino es a la vez, una realidad
divina que ya está en cada uno de nosotros y una realidad humana,
terrena que se tiene que manifestar en nuestra existencia de cada día.
Ni es Dios en sí mismo ni se puede identificar con ninguna situación
política, social o religiosa.
No debemos caer en la simplicidad ingenua de identificarlo con la
Iglesia. Como dice el evangelio: "no está aquí ni está allí". Tampoco
puede estar solamente dentro de cada uno de nosotros, porque si está
dentro, se manifestará fuera. Esa ambivalencia de dentro y fuera, de
divino y humano es lo que nos impide poder encerrarlo en conceptos que
no pueden expresar realidades aparentemente contradictorias. Para
nuestra tranquilidad debemos recordar que no se trata de comprender sino
de vivir y ese es otro cantar.
Ya sabéis que las parábolas no se pueden explicar. Solo una actitud
vital adecuada puede ser la respuesta a cada una. Como nuestra actitud
espiritual va cambiando, la parábola me va diciendo cosas distintas a
medida que avanzo en mi camino. Tampoco las dos parábolas de hoy
necesitan aclaración alguna. Todos sabemos lo que es una semilla y como
se desarrolla. Si acaso, recordar que la semilla de mostaza es tan
pequeña que es casi imperceptible a simple vista. Por eso es tan
adecuada para precisar la fuerza del Reino.
El crecimiento de la planta, no es consecuencia de una acción externa
sino que es consecuencia de una evolución de los elementos que ya
estaban ahí. Este aspecto es muy importante, por dos razones: 1ª porque
nos advierte de que lo importante no viene de fuera; 2ª porque nos
obliga a pensar, no en algo estático sino en un proceso que no puede
tener fin, porque su meta es el mismo Dios. El Reino que es Dios está ya
ahí, en cada uno y en todos a la vez, pero su manifestación tiene que
ir produciéndose paulatinamente a través del tiempo y del espacio.
Nuestra tarea no es producir el Reino, sino hacerlo visible.
Las dos parábolas tienen doble lectura. Se pueden aplicar a cada
persona, en cuanto está en este mundo para evolucionar hasta la plenitud
que debe alcanzar a través de su vida. Y también se puede aplicar a las
comunidades y a la humanidad en su conjunto. Hoy estamos muy
familiarizados con el concepto de evolución y podemos entender que los
seres humanos no hemos dejado de avanzar en nuestro caminar hacia una
vida cada vez más humana.
Otra reflexión interesante es que no podemos pensar en una meta
preconcebida. Desde lo que cada uno es en el núcleo de su ser, debe
desplegar todas las posibilidades sin pretender saber de antemano a
donde le llevará la experiencia de vivir. En la vida espiritual es
ruinoso el prefijar metas a las que tienes que llegar. Se trata de
desplegar una Vida y como tal, es imprevisible, porque toda vida es,
ante todo, respuesta a los condicionamientos del entorno.
No pretendas
ninguna meta, simplemente camina hacia delante.
En cada una de las dos parábolas que hemos leído, se quiere destacar
un aspecto de esa realidad potencial dentro de la semilla. En la
primera, su vitalidad, es decir, la potencia que tiene para
desarrollarse por sí misma. En la segunda quiere destacar la
desproporción entre la pequeñez de la semilla y la planta que de ella
surge. Parece imposible que de una semilla a penas perceptible, surja en
muy poco tiempo, una planta de gran poete. En ambos casos, lo único que
necesita la semilla es un ambiente adecuado para desplegar su
vitalidad.
Cada uno de nosotros debemos preguntarnos si, de verdad, hemos
descubierto y aceptado el Reino de Dios y si le hemos rodeado de unas
condiciones mínimas indispensables para que pueda desplegar su propia
energía. Si aún no se ha desarrollado, la culpa no será de la semilla,
sino nuestra, por impedírselo de alguna manera. La semilla se desarrolla
por sí sola, pero necesita humedad, luz, temperatura y nutrientes para
poder desplegar su vitalidad latente. La semilla con su fuerza está en
cada uno. Solo espera una oportunidad.
Con demasiada frecuencia olvidamos que no somos nosotros los que
desarrollamos el Reino, sino que él se desarrolla en nosotros. Incluso
los que tenemos como tarea hacer que el Reino se desarrolle en los
demás, olvidamos ese dato fundamental. No tenemos paciencia para dejar
tranquila la semilla, o intentamos tirar de la plantita en cuanto asoma y
en vez de ayudarla a crecer, lo que hacemos es desarraigarla, o damos
por perdida la semilla antes de que haya tenido tiempo de germinar. El
tiempo no es el mismo para todos.
Puede frustrarnos el ansia de producir fruto sin haber pasado por las
etapas de crecer como tallo, luego la espiga y por fin el fruto.
También la vida espiritual tiene su ritmo y hay que procurar seguir los
pasos por su orden. La mayoría de las veces nos desanimamos porque no
vemos los frutos de nuestro esfuerzo. Debemos tener paciencia. Cada paso
que demos es un logro y en él ya podemos apreciar el fruto, aunque nos
parezca que no llega nunca.
El Reino no es ninguna realidad distinta de Dios mismo. Es la semilla
divina la que está sembrada en cada uno de nosotros. Ella es la que
tiene que desarrollarse y hacerse visible externamente. El Reino de Dios
no es nada que podamos ver ni tocar. Es una realidad espiritual. Ahora
bien, si está o no está en nosotros lo descubriremos, mirando las
obras. Si mi relación con los demás es adecuada a mi verdadero ser,
demostrará que el Reino está en mí.
Si es inadecuada, demostrará que el
Reino aún no se ha desarrollado.
Jesús experimentó dentro de sí mismo esa Realidad y la manifestó en
su vida diaria. Toda su predicación consistió en proclamar esa
posibilidad. El Reino de Dios está dentro de nosotros pero puede que no
lo hayamos descubierto. Jesús hace referencia a esa realidad
constantemente. Creo que aún hoy, nos empeñamos en identificar el Reino
de Dios con situaciones externa. La lucha por el Reino tiene que
hacerse dentro de nosotros mismo. Solo cuando lo hayamos dejado crecer
dentro, se manifestará al exterior a través nuestro.
Los relatos no ponen ningún énfasis en el hacer y dejar de hacer.
Creo que nadie tiene derecho a decir a otro lo que tiene que hacer o
dejar de hacer. Lo importante está en descubrir lo que somos y actuar o
dejar de actuar según las exigencias de nuestro verdadero ser. Decía los
escolásticos que el obrar sigue al ser. Debemos olvidarnos de muchas
normas que hemos cumplido mecánicamente y tratar de que lo que nos hace
más humano surja de lo hondo de nuestro ser y no de programaciones que
vengan de fuera.
Una pista para superar la interpretación materialista de "Reino de
Dios". Cuando decimos que reina la paz, no estamos pensando en una
señora que impone su voluntad. Cuando decimos reina el amor, tampoco
pensamos en un dominio de alguien sobre los demás. Pensamos más bien, en
un ambiente que entre todos creamos y que hace posible unas relaciones
más humanas, que permiten a todos desplegar su propia humanidad.