Ramiro Díez
No existen soldados desconocidos. Debajo de cada uniforme palpita un hijo, un hermano, un amante. Los soldados desconocidos son enviados a la guerra por criminales conocidos: mandatarios que saldrían corriendo al primer ruido, y que no imaginarían a sus propios hijos en combate. Con los ajenos es distinto. Esos no importan. Uno que no importó y que fue a la guerra, se llamaba Eddie Slovick.
Había sido un niño problema. Alguna vez, a los 12 años, entró disfrazado a un local, pidió 4 panes, y sin pagarlos corrió para su casa, porque ese día no había nada para desayunar. En la carrera perdió el disfraz y, capturado, terminó en un correccional. Un día, ya en libertad, conoció a la mujer de sus sueños. Era una trigueña de ojos claros y sonrisa luminosa.
Se llamaba Antoinette Wisniewski, sufría de epilepsia, tenía una pierna más corta que la otra, y una parálisis infantil le impedía caminar bien. Eddie la amó con toda su alma desde el primer momento. Como en los cuentos, se casaron y fueron felices. Y como en los cuentos de terror, enseguida llegó la Segunda Guerra Mundial y Eddie fue reclutado para el ejército, aunque era considerado “no apto”.
En medio de muertes, heridos, gritos desgarradores y pesadillas, Slovick le escribió a su esposa: “No tengo por qué matar a quien no conozco, ni hacerme matar por él. Tú y yo llevamos un año casados y no soporto la idea de no volverte a ver. Quiero tener hijos que sean felices a nuestro lado y dormir abrazado a ti. No es mucho pedir. ¿Qué hemos hecho para que nos obliguen a matar y a morir? Tengo miedo. A esta hora, los que nos mandan a la guerra, están felices con sus familias. Acá llevamos 72 horas sin comer, sin gota de agua, en una trinchera inundada de muertos y pantano”.
Era tanta la angustia de Slovick, que durante los 372 días en el ejército, escribió a su esposa 376 cartas. Finalmente, tomó una decisión heroica: desertó del ejército, como lo hicieron casi dos millones de soldados durante la guerra. Pero a Slovick fue al único que no le perdonaron. En una carta estremecedora, Slovick pide clemencia al general Eisenhower, le habla de su matrimonio, de su miedo, del amor. Nunca le contestó. A Slovick lo fusilaron enseguida, a sus 24 años.
Sus últimas palabras fueron: “No me matan por haber desertado, sino por haber robado un pan, cuando yo era un niño”. Antoinette, su viuda, se enteró un mes después, y murió 25 años más tarde. Pidió ser enterrada al lado de su esposo, y ambos reposan en Woodmere Cemetery, en Detroit. Esas dos tumbas juntas a nadie le interesan. La guerra es la guerra.
A diferencia de la vida, los asesinatos en el tablero siempre inspiran respeto. Son producto de la inteligencia, no de la canallada.