Leonardo Boff
Debido a que el actual Papa ha elegido el nombre de
Francisco, mucha gente ha vuelto a interesarse por esta figura singular,
tal vez una de las más luminosas que el cristianismo y el propio
Occidente ha producido: Francisco de Asís. Algunos lo llaman el “último cristiano” o “el primero después del Único”, es decir, de Jesucristo.
Seguramente podemos decir que cuando el cardenal
Bergoglio eligió este nombre quería indicar un proyecto de Iglesia en la
línea del espíritu de san Francisco. Este era lo opuesto al proyecto de
la Iglesia de su tiempo, que se expresaba por el poder temporal sobre
casi toda Europa hasta Rusia, por inmensas catedrales, suntuosos
palacios y grandiosas abadías. San Francisco optó por vivir el evangelio
puro, literalmente, en la pobreza más extrema, con una sencillez casi
ingenua, con una humildad que lo situaba junto a la Tierra, al mismo
nivel de los más despreciados de la sociedad, viviendo entre los
leprosos y comiendo con ellos en la misma escudilla. Nunca criticó al
Papa o a Roma. Simplemente no siguió su ejemplo. Para aquel tipo de
Iglesia y de sociedad confiesa explícitamente: “Yo quiero ser un novellus pazzus, un nuevo loco”; loco por Cristo pobre y por “la señora dama pobreza” como expresión de total libertad: nada ser, nada tener, nada poder, nada pretender. Se le atribuye esta frase: “deseo poco, y lo poco que deseo lo deseo poco”. En realidad no era nada. Se despojó de cualquier título. Se consideraba “estúpido, mezquino, miserable y vil”.
Este camino espiritual fue vivido a duras penas, ya
que cuantos más seguidores acudían, más se oponían a él, reclamando
conventos, normas y estudios. Resistió como le fue posible, y al final
tuvo que rendirse a la mediocridad y la lógica de las instituciones que
presuponen reglas, orden y poder. Pero no renunció a su sueño.
Frustrado, volvió a servir a los leprosos, dejando que su movimiento,
contra su voluntad, fuese transformado en la Orden de los Frailes
Menores.
La humildad ilimitada y la pobreza radical le
permitieron una experiencia que viene al encuentro de nuestras
preguntas: ¿es posible recuperar la atención y el respeto por la
naturaleza? ¿Es posible una hermandad universal que incluya a todos,
como él lo hizo: el sultán de Egipto que encontró en la cruzada, la
banda de asaltantes, el feroz lobo de Gubbio y hasta la muerte?
Francisco mostró que esta posibilidad es realizable a
través de una práctica vivida con sencillez y pasión. Al no poseer
nada, mantuvo una interacción directa de convivencia y no de posesión,
con cada ser de la creación. Al ser radicalmente humilde se situaba en
la misma tierra (humus = humildad) y al pie de cada criatura,
que consideraba su hermana. Se sintió hermano del agua, del fuego, de la
alondra, de la nube, del sol y de cada persona que encontraba. Inauguró
una fraternidad sin fronteras: hacia abajo con los últimos, hacia los
lados con sus semejantes, independientemente de si eran papas o siervos,
hacia arriba, con el sol, la luna y las estrellas. Todos son hermanos y
hermanas, hijos del mismo Padre de bondad.
La pobreza y la humildad así practicadas no tienen
nada de santurronería. Suponen algo previo: el respeto sin restricciones
a cada ser. Lleno de devoción, quita a la lombriz del camino para que
no sea pisoteada, sujeta una rama rota para que se recupere, en invierno
alimenta las abejas que revoloteaban perdidas. Se colocó en medio de
las criaturas con profunda humildad, sintiéndose su hermano.
Confraternizó con la “hermana y Madre Tierra”. No negó el humus
original y las raíces oscuras de donde venimos todos. Al renunciar a
cualquier posesión de bienes, rechazando todo lo que podría ponerle por
encima de otras personas y de las cosas, y poseerlas, se convirtió en
hermano universal. Iba al encuentro de los otros con las manos vacías y
el corazón puro, ofreciéndoles sólo cortesía, amistad, amor
desinteresado, lleno de confianza y ternura.
La fraternidad universal surge cuando nos ponemos con
gran humildad en el seno de la creación, respetando a cada ser y todas
las formas de vida. Esta hermandad cósmica, fundada en el respeto
ilimitado, es el requisito previo necesario para la fraternidad humana.
Sin este respeto y esta fraternidad, difícilmente la Declaración de los Derechos Humanos será eficaz. Habrá siempre violaciones por razones étnicas, de género, de religión y otras.
Esta postura de fraternidad cósmica, asumida
seriamente, puede animar nuestra preocupación ecológica de salvaguardia
de cada especie, de cada animal y de cada planta, pues son nuestros
hermanos y hermanas. Sin fraternidad real nunca llegaremos a formar la
familia humana que habita la “hermana y Madre Tierra” con
respeto y cuidado. Esta fraternidad demanda una inquebrantable
paciencia, pero también contiene una gran promesa: es alcanzable. No
estamos condenados a liberar a la bestia que habita en nosotros y que
tomó forma en Videla, Pinochet, Fleury y otros cobardes torturadores.
Ojala el Papa Francisco de Roma en su práctica de
pastor local y universal haga honor al nombre de Francisco y muestre la
actualidad de los valores vividos por el fratello de Asís.