Los Apóstoles habían recibido la enseñanza de Jesús. Se podría decir que tenían en su cabeza todo lo aprendido junto a su Maestro. Sabían que todo había que trasmitirlo a los demás; sabían, por Jesús, que tenían que hacer conocer la Buena Noticia: tenían que Evangelizar hasta los confines de la tierra. Sin embargo, después de la muerte de Jesús, estaban encerrados, por miedo a los judíos, que buscaban acabar con todo lo relacionado con Jesús de Nazaret. Temerosos, sabían de la misión encomendada por Jesús, pero estaban perplejos y no sabían qué hacer. Parece que habían caído además en un gran desánimo y vacío. Estaban inscritos en la religión de Cristo pero les faltaba ser cristianos de espíritu.
En esas circunstancias se cumple la promesa del Espíritu Santo: viene impetuosamente sobre ellos y en ellos. Los Apóstoles, los Doce, se sienten trastornados, mejor dicho, se sienten transformados por una fuerza que los arrastra y empuja hacia afuera; las palabras como que se convierten en fuego, que los quema por dentro, como a los profetas, que les impide quedarse encerrados y callados sin hablar lo que habían visto y oído. Abren las puertas y salen valientes a enfrentar a la gente y a hablarles, evangelizando, a todos y a cada uno en su propia lengua. La venida del Espíritu Santo los cambió en cristianos de espíritu.
Este suceso prodigioso se puede producir siempre, en cualquier momento.
Para muchos de nosotros fue esto lo que se produjo en la Iglesia con el Vaticano II. La Iglesia centrada en sí misma y encerrada, es enviada al mundo a Evangelizar como maestra, pero, también la Iglesia, es enviada al mundo como discípula, y es evangelizada por el mundo. Va al mundo a enseñar y a ser enseñada por el mundo. Se habla de una Iglesia Maestra y también Discípula, que evangeliza y que a su vez es evangelizada. Todo es obra del Espíritu Santo. ¡Es un Pentecostés! El Espíritu lleva a la Iglesia al mundo a “discernir los signos de los tiempos” y a encarnar en ese mundo al Verbo.
Los hombres y mujeres de Iglesia se sintieron interpelados por el Espíritu. Salimos desde dentro de la Iglesia, porque estábamos muy centrados sobre nosotros mismos; temerosos y encerrados en nuestros templos y comunidades. Al apreciar el valor del Concilio Vaticano II, muchos nos convencimos y nos alegramos diciendo: ¡Tenemos una Iglesia de espíritu! ¡Es una primavera de la Iglesia!
Hemos hablado de Iglesia de espíritu y de cristianos de espíritu, porque lamentablemente constatamos que hay cristianos de prácticas y de cumplimiento de ciertas leyes, que no tienen el Espíritu del Evangelio; son de la religión cristiana, pero que no tienen espíritu cristiano.
Recibir el Espíritu Santo y participar de él en este Pentecostés, significa algo muy importante: ser cristianos de espíritu y no de forma. Se trata de ser cristiano “no a su manera”, de formas o de palabra, sino cristianos de vida por el Espíritu. Así, también, queremos una Iglesia del Espíritu. Necesitamos un nuevo Pentecostés para un Pueblo de Dios de espíritu.
¿Y qué ha pasado con la Iglesia del Vaticano II? ¿Acaso el Concilio no fue obra del Espíritu Santo?… Se sigue viviendo una involución y restauración de la Iglesia. Y el Vaticano II ha pasado a ser una tarea pendiente y siempre latente en la Iglesia. Con temor, uno se pregunta al ver la no puesta en práctica del Concilio: ¿No será éste aquel famoso pecado contra el Espíritu Santo que no será perdonado? ¡Cuidado!
Con la llegada del Papa Francisco I muchos nos hemos alegrado. Algunos han dicho que el Espíritu Santo nos ha dado un nuevo Juan XXIII. Otros dicen que está nuevamente repuntando una primavera en la Iglesia. Otros hablan de un nuevo Pentecostés. El que la Iglesia sea del Espíritu Santo, que sea misionera y evangelizadora del mundo, y respondiendo a “los signos de los tiempos”, que el Pueblo de Dios vaya al mundo no sólo como maestro, sino también como discípulo, que evangelice al mundo secular y que sea evangelizada por el mundo, el que la Iglesia recupere el paso del Vaticano II no es sólo tarea de Francisco I, sino también de nosotros, discípulos de Cristo.
Pidamos con fe, esperanza y amor, que en este Pentecostés nuestra Iglesia, nosotros, Pueblo de Dios, recibamos, como los Apóstoles, al Espíritu Santo que renovará a la Iglesia y la faz de la tierra.
¿Después de recibir el Espíritu Santo vamos a pensar todos igual?
No. Cada uno tendrá sus dones y carismas dados por el Espíritu, distintos a los de los otros. Pero, por el Espíritu, podemos amarnos y sentirnos unidos, sin pensar lo mismo y aportando cada uno lo suyo para el bien del todo y de todos. Es una gran riqueza del Pueblo de Dios que no pensemos todos igual, y que podamos debatir libremente nuestros diversos pareceres. Debiera ser una crítica creadora que falta bastante en la Iglesia. Si no se da esa crítica constructiva y creadora, se dará lamentablemente la maledicencia. La maledicencia es la degeneración de la crítica, es la crítica amarga y ácida. En una Comunidad Eclesial si no hay lugar para la crítica, es inevitable que se produzca la maledicencia. Y se confunde entre crítica y maledicencia. Esta confusión hace imposible la buena convivencia de personas, que en la Iglesia no piensan exactamente igual.
Este es un dato que da la experiencia de Comunidades cristianas, que tienen éxito cuando la gente puede expresar libremente su parecer y sin temor. Esto también es obra del Espíritu Santo que anima la vida de las comunidades de Iglesia.
Hay un peligro en estas comunidades: es el sentirse bien como los tres Apóstoles en la Transfiguración: “¡Qué bien es estarnos aquí! ¿Por qué no hacemos tres tiendas…?”. Es el peligro de instalarse, por sentirse muy bien entre ellos mismos; se van cerrando con respecto al ambiente que los rodea, descuidando la misión y el compromiso de amor con sus vecinos y demás hermanos del barrio y de la sociedad.
El Espíritu Santo sacó a los Apóstoles de su encierro y los empujó hacia afuera, dando la cara con valor frente al pueblo: los sacó hacia la gente para evangelizarla.
La preocupación fundamental de toda comunidad de Iglesia es anunciar y encarnar el Evangelio en la vida de los hombres y mujeres de nuestro tiempo: “El gozo y la esperanza, las lágrimas y angustias de los hombres de nuestro tiempo, especialmente de los pobres, son también el gozo y la esperanza, las lágrimas y angustias de los discípulos de Cristo” (GS). Es una tarea necesaria y urgente. La comunidad de Iglesia ha recibido el Evangelio. Es bueno preguntarse: ¿qué ha hecho la comunidad y cada integrante de ella con el Evangelio?
En este Pentecostés, le pedimos a Jesús que cumpla su promesa con nosotros. Que nos envíe el Espíritu Santo. Que sea recibido por cada uno y por todos. Que llegue con sus dones a su Iglesia. Que la anime con su presencia. Que la haga recuperarse. Que este Pentecostés sea una nueva primavera de nuestra Iglesia. Que la haga encarnar el Evangelio en el mundo contemporáneo.
Que Francisco I, encabezando la Iglesia, con la cooperación y compromiso de todos nosotros, animados por el Espíritu, seamos la Iglesia de Jesús.
“Ven, padre de los pobres. Ven, dador de los dones. Ven, luz de los corazones. Dobla lo que es rígido. Calienta lo que es frío. Endereza lo que está desviado”.
Amén.
Eugenio Pizarro Poblete