Papa Francisco,
S. J.
El cardenal y
arzobispo de Milan, Carlo Maria Martini, escribe desde el más allá al nuevo
obispo de Roma, también jesuita como él
Caro mio figlio. Santidad. Querido Jorge. No sé cómo llamarte,
hermano.
Creo que debería
empezar por felicitarte, pero no estoy nada seguro de que sea eso lo que
esperas de mí. Nuestros queridos hermanos cardenales te han echado encima la
mala suerte de la que yo me libré por muy poco. Te han elegido Papa. Como tú me
dijiste una vez, cuando en el último cónclave te confesé en voz baja que yo te
estaba votando y estaba recomendando a otros que lo hicieran, "eso no se
le hace a un amigo, che".
Te han hecho una
faena, Jorge querido. No había más que ver la cara de pasmado con que saliste
al balcón. Todo serio, escondido detrás de tus gafas, con los ojos muy
abiertos, como si no entendieses qué hacía allí toda aquella gente mirándote y
gritando y agitando banderas. Te quedaste callado escuchando a la banda de
música, no sabías qué decir ni qué hacer. A tu derecha estaba Sandri,
tu compatriota, un pájaro de cuidado, como tú sabes bien: habría dado media
vida por estar en tu lugar. Y a tu izquierda tenías al bueno deHummes,
el franciscano brasileño que tanto te apoyó la otra vez y tanto lo ha vuelto a
hacer ahora. Y tú allí en medio como un pasmarote. Ay, Jorge: qué difíciles son
las cosas que parecen más fáciles.
Y lo primero que
se te ocurrió fue hacer un chiste. Eso sí que no lo había visto yo nunca. Tu
italiano es bueno: eres hijo de italianos, pero tienes un acento porteño
tremendo. Y se te notó muchísimo lo argentinoteque eres cuando
dijiste que los cardenales querían dar un obispo a Roma... y habían ido a
buscarlo casi a la otra punta del mundo.
Se rieron. Te
aplaudieron. El cardenal Re, otro de los que hacen y deshacen, te
miraba con una ternura tremenda. No era para menos, Jorge. Te empeñaste en
salir al balcón vestido nada más que de blanco, sin la estola bordada, sin la
muceta roja, con una sencilla cruz de palo y metal al pecho. Y como después del
chiste, nervioso como te estabas poniendo, no se te ocurría gran cosa que
decir, hiciste... pues lo que habría hecho yo, hijo mío: les pusiste a todos a
rezar. Hala.
Padrenuestro,
avemaría y gloria, todo seguido, por la figura de tu antecesor y antiguo
rival, Ratzinger. Te ganaste a la gente, Jorge querido. ¿Y sabes
por qué? Porque te comportaste como lo que eres: un hombre sencillo, cariñoso,
de gran corazón, humilde... y jesuita.
Ahí está la
clave de todo, querido amigo mío. Eres el primer papa latinoamericano. Muy
bien, ya era hora. Eres el primero que se llama Francisco. Espléndido, porque
estabas pensando, estoy seguro, en nuestroFrancisco Javier, que se llamó
así por el santo de Asís. Eres el primero que sale al balcón vestido nada más
que de blanco, sin perifollos, y que no canta la bendición urbi et
orbi con esa vocecita quebradiza que se nos pone a todos cuando
estamos nerviosos: sólo la leíste. Pero sobre todo, Jorge, eres el primer papa
jesuita. Pude serlo yo, es verdad, pero me libré por viejo, por enfermo... y
porque conocía demasiado bien lo que me esperaba. Mejor que tú. Era preferible
que el primer hijo de San Ignacio en vestirse de blanco fueses
tú. Y lo has sido.
Nunca te gustó
que te llamaran "eminencia". La verdad, a mí tampoco. Reclamaste
siempre, y hasta exigiste, también como yo, el tratamiento que habría pedido
cualquier jesuita: "padre Bergoglio", sin más. Eres humilde, siempre
preferiste el metro o el autobús a los coches oficiales; y como más a gusto te
sientes es con tu sotana y tu fajín negros. Pero, como buen jesuita, tienes un
carácter tremendo cuando hace falta. Como buen jesuita, te sacan de tus
casillas la injusticia, la estupidez, la mentira, la mediocridad moral
intelectual, la traición, la corrupción, el doblez, la hipocresía y la
cobardía. Eso lo da la Compañía, Jorge, tú lo sabes.
Tienes un gran
sentido del humor y eres un pedazo de pan, pero cuando truenas lo mejor es
apartarse. Te he oído
decir –y me he sentido orgullosísimo– cosas terribles contra quienes maltratan
a las mujeres, contra quienes desprecian a los diferentes, contra quienes
utilizan a los niños como esclavos, contra quienes roban a los pobres para
aumentar aún más su propia riqueza, contra quienes creen que toda la moralidad
está en el sexo, contra los políticos corruptos, contra los ladrones y los
dictadores y los vendepatrias. Ahí, padre Bergoglio (debo acostumbrarme a
llamarte ya "padre Francisco"), has sido siempre una fiera.
Ten cuidado, mi
querido santo padre. Ten mucho cuidado. Ahora mismo estás aún arropado por los
que te han elegido: los brasileños, los americanos, los africanos, sin duda
muchos europeos. Pero todos se irán a sus países un día de estos y te dejarán
solo... con quienes no te han votado ni te votarían jamás. Con la Curia.
Eres jesuita,
padre Francisco. Tú sabes el daño que el papa polaco hizo a nuestra Compañía.
Tú sabes que no nos podía ni ver, porque nosotros éramos (y somos) la
vanguardia pensante, los intelectuales que sabían meter los pies en el barro,
los doctores universitarios que se iban de misioneros a lo más profundo de la
miseria humana para limpiar culos de niños y curar enfermos de malaria y
enseñar a leer y a cultivar y a pensar. Y nos comprometimos con los pobres, con
los desesperados, con los esclavizados, con los enfermos, con los parias de la
tierra. Sí, Jorge, padre Francisco, se dice así: con los parias de la tierra,
famélica legión.
No nos dio miedo
el mundo. Nunca. Trabajamos con todas nuestras fuerzas en los puestos más duros
y humildes sin dejar de pensar, de estudiar, de argumentar, de pelear contra la
injusticia. Los jesuitas empujamos la Iglesia hacia el siglo XXI, soplamos con
todas nuestras fuerzas las velas del Concilio Vaticano II. Y eso nos pasó
factura, padre Francisco, cuando el papa polaco decidió confiar en quienes
obedecían sin pensar, o mandaban sin obedecer, o se sentían aristócratas de la
fe. De una fe que entendían como un amurallamiento en la liturgia y en la
intransigencia dogmática. De un Dios que castigaba, no que abrazaba o comprendía.
De una Iglesia que les interesaba como estructura de poder, no como medio de
ayuda para mejorar el mundo. De una Iglesia de poder y de dinero, Jorge. Algo
que tú y yo, que somos jesuitas, no hemos comprendido ni compartido jamás.
El papa polaco
nos hizo todo el daño que pudo, Dios le perdone. Obligó a dimitir a nuestro
padre Arrupe, que ya estaba muy enfermo. Nos puso "comisarios
políticos" para tenernos bien sujetos. Humilló a nuestro gran Kolvenbach.
Alguna vez me dijeron que estaba pensando en disolvernos, como en el siglo
XVIII: lo creí. Nos identificó con el marxismo, que era lo que él más temía y
odiaba en este mundo. Y nosotros, que tenemos –bien lo sabes– un voto especial
de obediencia al Papa, no nos quejamos nunca: callamos y cumplimos órdenes,
como siempre.
Y ahora, treinta
y cinco años después de la elección de Wojtyla, del triunfo de los
integristas, del predominio de grupos eclesiales que tienen todas las
características de las sectas más peligrosas, los cardenales te eligen a ti,
precisamente a ti, padre Francisco, un jesuita, como nuevo Papa. Los gritos y
los denuestos que tienen que estarse oyendo, ahora mismo, en algunos
caminos kerigmáticos, en ciertas obras de Dios y en lo que queda de
algunas legiones deben de ser tremendos. No sé si te van a hacer la vida
imposible, padre Francisco, pero ten por seguro que lo van a intentar. Porque
saben que no te vas a doblegar, que no te pueden comprar, que contigo
difícilmente servirán de nada sus chantajes, sus amenazas o sus conspiraciones:
eres jesuita. Pero también saben que vas a estar solo. O casi solo. Contra
todos ellos, que tienen el nido hecho en Roma y no piensan abandonarlo.
Ten cuidado,
santo padre, hijo mío. Ten mucho cuidado. Sé prudente. Llama contigo a aquellos
en quienes confíes. Vete reemplazando a quienes tú sabes, pero poco a
poco. Como se dijo siempre en la Compañía: sin prisas pero sin pausas. Ya
no eres un jovencito: ten muy claro hacia dónde quieres ir y camina siempre
firme, pero asegúrate de que el suelo no se va a hundir bajo esos zapatos rojos
que te van a sugerir, seguro, más de un chiste de los tuyos. Trabaja mucho,
padre Francisco, y que no te ocurra lo que acabó por ocurrirme a mí: nunca,
nunca, nunca te desanimes.
Porque puede que
el presente, y desde luego el pasado reciente, sea de quienes pretenden que
nada cambie para que ellos sigan disfrutando del poder. Pero el futuro, padre
Francisco, es de quienes se ponen del lado de los pobres, de los que sufren, de
los que padecen todas las injusticias. El futuro es de quienes alientan y
cuidan la esperanza. Y ahora mismo, jesuita Francisco, la esperanza eres tú
para cientos de millones de seres humanos.
Dios te bendiga.
Y San Ignacio. Yo también lo hago, con todo mi corazón.
Carlo Maria Martini, S.J.
Cardenal de la Iglesia católica y arzobispo de
Milán. 1927-2012.
Por la transcripción, LUIS
ASTÚRIZ
miguel matos s.j
Barquisimeto