Antonio Aradillas
RD.- Tal y como, pese a todo, todavía siguen subiendo los índices en la bolsa de valores del machismo eclesial y de sus congéneres, resulta explicable que por ahora no sean muchas las mujeres a las que les entusiasme enrolarse en el colectivo de las vocacionadas a recibir la ordenación del diaconado.
Con honradez, lealtad, amor a la Iglesia y sentido de la realidad, la mayoría de las mujeres están convencidas, y así lo atestiguan, que, tanto en la forma, como en el fondo, del proyecto del diaconado femenino, se enclaustran más o menos furtivamente intenciones ajenas a proyectos muy elementales de la promoción integral de la mujer, que ella misma demanda, en responsable respuesta a los problemas del mundo en la actualidad.
Es tanta, tan palpable y evidente, a la vez que perseverante, la actitud mantenida por la Iglesia oficial, con la generosa aportación de argumentos humanos y divinos, como para que los temores de los colectivos femeninos religiosos, en la variedad de sus versiones, coincidan en el convencimiento de que de su diaconado enmascare su presencia y actividad en la Iglesia, como asistenta de obispos y presbíteros, pero no como colaboradora de verdad, y en idénticos, o mayores, compromisos pastorales y ministeriales.
Gracias sean dadas a Dios, son ya -y serán muchas más -, las mujeres que estudian ciencias teológicas, y además viven o intentan vivir las realidades terrenales a la luz de las mismas y tanto como lo hicieron, y lo hacen, los hombres.
Pensar en que su nueva condición de diaconisa contribuiría tan solo o fundamentalmente, a dignificar, a hacer perdurable y rentable su situación de monaguilla, acólita, "señora de la limpieza", serviciaria del templo y, con votos o sin ellos, administrativa, a las órdenes de la jerarquía eclesiástica, varonil por definición y por cánones, no facilita recorrer los nuevos caminos "vocacionales" dentro de la Iglesia, tal y como felizmente les ocurre en la totalidad de actividades y de profesiones, equiparadas con el hombre.
A estas, y a otras mujeres instruidas en materias religiosas, no se les oculta que el término "diakonía" en la configuración teológico- pastoral de la verdadera Iglesia de Cristo, supera en valor y en dignidad a otros conceptos como el de obispo, sacerdote, presbítero o clérigo en general. Sin "diakonía", es decir, sin disponibilidad, capacidad y ejercicio al servicio del pueblo, y de quienes lo componen, con misericordiosa prevalencia para los pobres y más necesitados, no es Iglesia la Iglesia, por muchas mitras, báculos, anillos, procesiones, tratados de escolástica, "Años Santos", confesonarios y liturgias con los que algunos, aún "en el nombre de Dios", lo declaren y lo dogmaticen.
El esquema de vida y de actividad eclesiástica se refleja en el capítulo dedicado a las "diaconisas" en la historia de la primitiva Iglesia, sobre todo, oriental, en cuyo ritual destaca la entrega dele anillo y de la corona sobre la cabeza, por parte del obispo, con el rito de una falsa "ordenación sacramental" y consiguiente esfuerzo de apariencias y "queiotonía" , en alguna de las cuales se manifiesta y pone de relieve con claridad obsesivamente misógina, que "no deben enseñar, ni ser charlatanas, ni estar ociosas, ni dejarse deslumbrar y seducir por falsos maestros"
Sería ciertamente intranquilizador tener que interpretar que la falta de decisión episcopal por aceptar y hacer viable la posibilidad del diaconado femenino, respondiera a negativas retrógradas, hoy insoportables e incongruentes, pero apuntaladas por teólogos y pastoralistas "antifranciscanos", a quienes les da la impresión de que tal cambio en la estructura y disciplina eclesiástica equivaldría a entreabrir las puertas del sacerdocio femenino.
Con diaconisas o sin ellas, a la mujer, por mujer, no se les `pueden seguir cerrando los accesos al ejercicio del ministerio sacerdotal, en igualdad de condiciones que el hombre. Tal cerrazón y negativa es un atropello y una anomalía antirreligiosa y antisocial, que pregona a todos los vientos el machismo de una institución, además de Estado, como la Iglesia, con las incidencias tan negativas y nefastas que ello comporta para el desarrollo integral, de la humanidad. Alardear de "cristiana" una Iglesia como la católica, antifeminista por definición y praxis constitucional, ronda y sobrepasa los límites de la consternación.