Rubén Darío Buitrón
RDB.- Si un sector sabe a la perfección que el poder en América Latina no es eterno, es la derecha.
La derecha ha gobernado los países sudamericanos desde los primeros años republicanos con la certidumbre de que el control del poder político sería para siempre.
Pero un día sus regímenes empezaron a caer como castillo de naipes y llegó la izquierda o la centroizquierda.
El general Augusto Pinochet, por ejemplo, que gobernó Chile 17 años sobre miles de cadáveres, impuso en su país las líneas neoliberales más ortodoxas y las políticas más represivas contra sus opositores, a quienes sino los mataba los silenciaba con la cárcel, la tortura o el exilio.
Absolutamente convencido de que gozaba de la simpatía de la mayoría de ciudadanos, planteó el plebiscito para quedarse muchos años más, pero perdió.
Lo derrotó -con todas las dificultades logísticas, financieras y hasta de propaganda que no podía hacer por las restricciones pinochetistas- una coalición variopinta que gracias a esa victoria tomó impulso para recuperar el poder político, primero para los civiles y luego para la centroizquierda y la izquierda.
Pinochet perdió porque creía tenerlo controlado todo y menospreció la campaña de sus rivales.
El poder siempre suele creer que es eterno el control que mantiene sobre un país. Consciente o inconscientemente.
En Argentina se perdió tras 12 años de kirchnerismo, pese a una campaña que parecía acertada: crear el miedo de que vuelva la derecha, posicionar la idea de que si ganaba el opositor el pueblo perdería mucho de lo que había logrado, poner en escena los escándalos y denuncias de corrupción del rival y mantener una sistemática estrategia de desprestigio a los grandes medios privados.
Igual que Pinochet y guardando las distancias, el peronismo kirchnerista perdió porque creía tenerlo controlado todo y menospreció la campaña de sus rivales.
Y aunque ciertas posiciones conformistas sostengan que el candidato oficialista perdió “solo por el 2%”, deben aceptar que perdieron, como cuando en el fútbol se pierde por un gol a cero y no se empata. Se pierde.
La derecha sabe lo que es perder el poder y ya aprendió que cuando gana no es para siempre, a menos que, a su modo, lo haga bien.
La izquierda, por tanto, tiene que autoconvencerse del daño que hace el triunfalismo, del error que significa que en Ecuador se diga que si no va Rafael Correa en el 2017 va Lenin Moreno “y con eso arrasamos”. ¿Están seguros de que así será?
Tampoco en Venezuela se tienen ganadas las elecciones. Y el presidente Maduro muestra tal inseguridad en el resultado de los comicios parlamentarios del próximo 6 de diciembre que ha dicho que no entregará el poder si gana la oposición. ¿Es eso haber aprendido la lección de que si entras al juego democrático hay que jugarlo con todas las reglas?
El triunfalismo anticipado es letal.
Menospreciar al rival, por más frágil y débil que parezca, es letal.
No lo permitamos. No nos permitamos.
El deber del ciudadano que exige un país cada vez mejor es la autocrítica profunda y el rigor implacable con el proceso y con sus líderes.
A limpiar la burocracia, el sectarismo y la soberbia.
A construir una verdadera estructura estatal meritocrática.
A mantener viva la memoria histórica.
A profundizar la democracia.
¿Seremos capaces de desconfiar del futuro?
¿De desconfiar de los quintacolumnistas que ocultan sus propios intereses y trabajan, en realidad, para sus proyectos personales?
Por el lado de los medios, la victoria de Macri les da oxígeno continental, le devuelve poder a la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) y la gran prensa se sentirá con nuevos ímpetus para continuar en su lucha política (no periodística) contra los gobiernos que no son de su agrado ni les hacen la venia.
Que en Argentina también ganó la prepotencia de los diarios Clarín y La Nación es evidente. Su constante y persistente disputa con Kirchner hoy les da réditos y buscarán que las leyes de medios se suavicen en su beneficio. Como en México, donde la Ley de Comunicación la hizo Televisa para que aprobara su brazo político gobernante, el PRI.
¿Qué hacer frente a una posible arremetida de la derecha continental para recuperar el poder?
La izquierda debe cambiar su discurso de la perennidad y de su capacidad de aplastar a sus rivales. Demasiados lemas y demasiadas reiteraciones de fórmulas semánticas llegan a agobiar al ciudadano.
En Ecuador, lamentablemente, hasta ahora Alianza PAIS (AP), el movimiento en el Gobierno, no logra hacer un verdadero mea culpa de sus errores y no se atreve a limpiar la casa a fondo sacando a tanto infiltrado y oportunista del estilo de Ramiro González, quien hasta creó un partido hoy opositor gracias al poder que el presidente Correa le dio en una institución de tanta incidencia popular como el Seguro Social.
Hay gente de la misma AP que no alcanza a ver el bosque por mirar el árbol. He oído de gente que culpa a la CIA y hasta llama “golpe blando” al anunciado retiro de la candidatura a la reelección de Correa, cuando lo correcto, lo honesto, lo ético es ser autocríticos, radicalmente autocríticos para entender en qué se falló y qué se acertó.
El ciudadano Diego Fajardo dice en un tuit que “eso se logra con mucha formación política, con alta dosis de contacto con la realidad de los ciudadanos”. Y tiene razón. Pero, ¿dónde está esa formación política? ¿Dónde está esa alta dosis de contacto con los ciudadanos?
El reto es difícil –responde Rodrigo Cornejo-: habría que llegar a barrios, parroquias urbanas y rurales para impulsar la formación política.
Fajardo y Cornejo, por lo menos, entienden que hay mucho por hacer y les desespera la inacción.
Pero otro tuitero, Dante Logacho, entusiasta militante revolucionario, argumenta de una manera simplista que “Ecuador no es Argentina y por lo menos aún vamos con algo de fuerza y diferencia contra la oposición”, sin meditar en que lo mismo decían los kirchneristas de Scioli: era tan seguro ganador contra la obsolencia y corrupción del entorno de Macri como seguro es triunfo, para gente como Dante Logacho, del potencial candidato Lenin Moreno en Ecuador.
Puede ser que sea difícil profundizar un proceso. Puede ser que sea difícil convencer a la gente que hay que seguir en la misma línea que hace ocho años y medio empezó a transformar el país. Puede ser, pero, simplemente, hay que hacerlo.
De otra manera, ¿cómo enfrentar a políticos y medios de derecha que luego del triunfo de Macri creen que el retorno al pasado neoliberal está a la vuelta de la esquina?
No nos quejemos de que “la derecha se frota las manos”. Depende de nosotros que dejen de hacerlo, no de ellos. Depende de lo que hagamos nosotros, no de lo que hagan ellos.
Lo más grave es la notoria incapacidad de reconocer los errores, no por parte del presidente Correa, sino de su entorno de confianza (aunque es difícil entender por qué sigue siendo su entorno de confianza gente que proclama la tesis de que “nosotros nunca nos equivocamos”).
¿Qué se viene para Sudamérica en los siguientes meses? Nadie puede predecirlo.
Pero, tras el regreso de la derecha con Macri, está claro que la derecha conoció lo que es perder el poder político, pero nunca dejó de pensar en el regreso y ahora sabe que puede recuperarlo.
Lo preocupante es si la izquierda, que aprendió a tarimear y a pronunciar discursos propagandísticos marquetineros y ideológicos, entiende cómo conservar el poder.
Suscribo las palabras del analista argentino Alfredo Serrano: “Si la derecha nunca tira la toalla, nosotros tampoco”.
Pero aprendiendo de los pequeños y, sobre todo, los grandes errores.
Por ejemplo, ¿cuánto se aprendió, o no, de la derrota en las seccionales del 23-F del 2013?
Por ejemplo, ¿cuánto se corrigieron las maneras de liderar el movimiento? ¿Se reflexionó sobre la manera de escoger a los candidatos? ¿Se establecieron responsabilidades?
Por ejemplo, ¿cuánto se aprendió de la alianza con el oportunismo socialdemócrata?