Jose Ignacio Gonzalez Fauz
[La Vanguardia] Esa herramienta asombrosa que es el lenguaje humano tiene dos límites importantes: es insuficiente y no llega nunca a alcanzar la realidad a la que señala. Recuerdo cómo obsesionó esta constatación al gran poeta que fue J. Mª Valverde, en sus últimos años. Además, y quizá por eso, el lenguaje humano es tremendamente prostituible; y más, cuanto más alta sea la realidad que intenta designar (llevamos 4 años llamando austeridad -nombre de una virtud- a lo que es despojo -nombre de un derecho pisoteado-).
Pues bien: Dios es la palabra más prostituida del lenguaje humano. Y, tras ella, otras grandes palabras como amor o libertad. Es llamativo también cómo los cristianos hemos degradado la palabra caridad hoy casi insignificante, cuando en su origen etimológico caridad viene a ser lo mismo que gratuidad plena…
Estos meses quisiera ir reexaminando algunas de esas grandes palabras. Comenzando por la misericordia, vocablo decisivo en el lenguaje del papa Francisco y, por ende, en su modo de ver la realidad (pues todo universo lingüístico traduce un modo de ver, y de ser). Esto le llevó a declarar un “año de la misericordia”, inaugurado el pasado octubre. Pero hay un peligro innegable de que se lo devaluemos, reduciéndolo a una flor de plástico o, como escribió Domingo Soto ya en el s. XVI, una “misericordia desnatada”.
Como ocurre con otros vocablos humanos, lo que más acerca al verdadero significado de las palabras es remontarnos a su origen etimológico, o a su evolución a partir de él. En este caso baste con decir que misericordia significa simplemente poner el corazón (cor-cordis en latín), en la miseria (o quizá mejor en el mísero o miserable): miseri-cor. Desde ahí brotan algunas aclaraciones.
1.- Misericordia no es lo mismo que permisividad (así se ha querido degradar la propuesta de misericordia para con los fracasados en su primera unión matrimonial). La permisividad es una falsa forma de querer, que busca más el afecto y la gratitud del otro que su bien y su crecimiento. En el ejercicio de la paternidad o la maternidad se puede aprender mucho de esto.
La misericordia tiene el valor de acercar el corazón a la miseria del otro, pero sin negar ésta. Y ello por dos razones:
a- Porque sabe que el otro vale más que esa miseria que ahora le encadena y no le deja aparecer como es. Esto es fácil percibirlo en miserias físicas; pero cuando se trata de la miseria moral del otro, implica una apuesta: por ello la misericordia tiene siempre algo de riesgo.
b.- Porque la misericordia tiene en cuenta todos los atenuantes del otro. En este mundo nuestro, histórica y socialmente pervertido, casi todo pecador es además una víctima; y el misericordioso conoce suficientemente su propia miseria para comprender la del otro.
2.- Misericordia tampoco es esa pseudocompasión que se regala con cierta autocomplacencia, para sentirse uno superior, perdonador, mejor que el otro. La misericordia es, intrínseca y dinámicamente, igualitaria. En cambio, fijémonos cuántas veces las críticas que hacemos a otros enmascaran un afán de presentarnos como superiores a ellos. En general, cuanto más dura es la crítica que hacemos, más señal suele ser de ese orgullo que, inconscientemente, busca sentirse superior (salvo cuando la dureza proviene de la indignación por el dolor causado a otros).
La Carta de san Pablo a los romanos que, en buena parte, es una proclama de la Misericordia, concreta en dos puntos ese igualitarismo al que acabo de aludir: “todos son pecadores y necesitan la bondad de Dios”. Pero también: todos han sido agraciados y pueden acceder a esa bondad.
3.- Finalmente, la misericordia es intrínsecamente dolorosa. El corazón sufre cuando se acerca a la miseria física del otro. Y al acercarnos a su ruindad moral, el corazón sufre también porque el amor intenta triunfar sobre la indignación. El teólogo japonés K. Kitamori, en una obra memorable (Teología del dolor de Dios), definía ese dolor de Dios como “el amor de Dios triunfando sobre su ira”. Nosotros somos incapaces de vivir ambas cosas a la vez: amor e ira; por eso nos cuesta tanto ser auténticamente misericordiosos. Y entonces, o nos quedamos con que Dios es Amor y eliminamos su ira haciéndonos un “dios a la carta” que es mera proyección de nuestros deseos infantiles, o nos quedamos con la ira de Dios (que se vuelve evidente en cuanto echamos una mirada a este mundo cruel e injusto), y nos hacemos un dios del miedo que desfigura radicalmente toda la religiosidad humana (y que hoy sigue presente en muchos que se las dan de católicos).
El año de la misericordia no deberá ser una de esas celebraciones casi sólo nominales a las que estamos tan acostumbrados y que dejan las cosas igual (“año de la infancia”, “de la mujer”, “de los pueblos indígenas”…). Debería ser un año mucho más serio, que nos vuelva un poco más humanos, desarrollando aquello que todos tenemos de divinos. Podríamos enmarcarlo en esta sencilla copla, que parodia unas palabras de Jesús:
“Querer al que no te quiere – eso es de verdad querer – que de la otra manera – se llama corresponder. – Y eso… lo hace cualquiera”.