El Concilio Vaticano II supuso para el
establecimiento católico una puesta al día con los nuevos tiempos.
Medellín visibilizó y asentó la opción por los pobres, que Puebla
reafirmó
Monseñor Leonidas Proaño se adelantó al Concilio Vaticano II cuando declaró desde 1956 su “opción preferencial por los pobres”.
El 12 de agosto de 1976 en Riobamba, en la Casa de la
Diócesis “Hogar Santa Cruz”, un centro de reflexión, teológico,
pastoral, político y social, fundado por monseñor Leonidas Proaño, se
efectuaba un encuentro pastoral en el que participaban arzobispos y
obispos del continente americano, cuando inesperadamente fueron
interrumpidos por decenas de policías que irrumpieron violentamente y
apresaron, por orden del ministro de gobierno encargado, Xavier
Manrique, a cerca de una centena de personas, entre sacerdotes y
laicos.
Entre los detenidos estaban el obispo Leonidas Proaño, Adolfo Pérez
Esquivel, a quien en 1980 le otorgarían el Premio Nobel de la Paz, y
el sacerdote guayaquileño José Gómez Izquierdo. Gobernaba Ecuador una
dictadura presidida por un triunvirato militar.
¿Qué estaba sucediendo para que miembros de una institución
tradicionalmente ligada al poder político y económico fueran reprimidos y
encarcelados en un país con una inmensa raigambre católica?
Responder esta inquietud amerita remontarse a la década del 60 y
consignar dos sucesos acontecidos durante esos años que cambiarían
para siempre la historia mundial: la Revolución Cubana ocurrida en
1961; y al año siguiente, el Concilio Vaticano II, promovido por el
papa Juan XXIII y continuado por Pablo VI, un sínodo que pretendía
volver la mirada de la iglesia en dirección hacia las mayorías; es
decir, hacia los más pobres del planeta. Dos hechos, aparentemente
disímiles, pero convergentes en la meta: que el reparto de los bienes
económicos fuera equitativo para todos los seres humanos.
El Vaticano renueva su atmósfera
El Concilio Vaticano II surge como una respuesta de la Iglesia
católica a la necesidad urgente de ponerse a tono con los nuevos tiempos
que corrían.
Hasta el momento en que Juan XXIII inauguró, en octubre de 1962, esta
cita ecuménica, la jerarquía católica había permanecido de espaldas a
los cambios políticos y sociales ocurridos luego de la Segunda Guerra
Mundial que tenían que ver con la emergencia de Estados Unidos como
potencia dominante y por consiguiente el afianzamiento del capitalismo
mundial, los movimientos de liberación de las antiguas colonias
europeas en África, entre otras cosas.
Esta gran asamblea que reunió a más de dos mil obispos católicos
contó también con la participación de 101 representantes de otras
iglesias no católicas en calidad de observadores; no obstante el
predominio europeo en la misma, este sínodo constituyó una puerta que
los obispos latinoamericanos usaron para visibilizar la atroz realidad
socioeconómica de las inmensas mayorías de sus países.
Luego de finalizado el Concilio Vaticano II (1965) las comunidades
cristianas latinoamericanas y del Caribe intensificaron sus actividades
tendientes a organizar la segunda conferencia del episcopado que se
realizaría en Medellín, Colombia.
Conferencia de Medellín y la Teología de la Liberación
Medellín supuso para la iglesia latinoamericana la concreción de la
propuesta del Concilio Vaticano II: llevar la iglesia al pueblo, es
decir a los más pobres, planteamiento que no era compartido por la
mayoría de los asistentes al concilio “... los obispos latinoamericanos
más lúcidos captaron pronto que a la inmensa mayoría de integrantes del
Concilio el tema les era muy lejano... (Jon Sobrino, Reflexión y
Liberación,
reflexylib@hotmail.com).
En 1967, un año antes de Medellín, 18 obispos del Tercer Mundo,
presididos por el arzobispo Helder Cámara, firmaron y publicaron un
mensaje que señalaba que “el verdadero socialismo es el cristianismo
integralmente vivido, en el justo reparto de los bienes y la igualdad
fundamental”.
Era la primera vez que la palabra socialismo se incluía en un texto
elaborado por miembros de la iglesia. Y muchos de los puntos de este
comunicado fueron la base sobre la que se edificó la Segunda Conferencia
del Episcopado Latinoamericano realizada en Medellín en 1968.
Los documentos finales de la conferencia se dirigían a los millones
de hombres y mujeres latinoamericanos, campesinos y obreros, que “ansían
y se esfuerzan por un cambio”; por lo que la iglesia de este
continente, a tono con los tiempos, considera que “aunque la palabra es
importante”, en este momento en que la miseria margina a las grandes
mayorías, “la hora de la acción es más urgente”.
El encuentro de Medellín se constituyó así en el punto de partida
de una praxis revolucionaria, a la que denominaron Teología de la
Liberación.
Pero, ¿cuáles eran los campos que abarcaban esta expresión? el
sociólogo y filósofo marxista brasileño Michael Löwy en “La Teología de
la Liberación: Leonardo Boff y Frei Betto”, la define como la “opción
preferente para los pobres”. Y aclara mucho más el concepto al sostener
que “el cristianismo de la liberación ya no considera a los pobres como
simples objetos de ayuda, compasión o caridad, sino como protagonistas
del cambio social” (tomado de www.Rebelión.org 21/3/2007. Traducido del
francés por Katy R.).
América Latina se convirtió así en el bastión de un movimiento que,
no obstante ocurrir en los bordes del establecimiento eclesiástico y
político, prácticamente obligó a los poderes a voltear la cara y ver lo
que ocurría. La década del 70 y principios del 80 fueron años de
profundización de una teología que a pesar de ocurrir en los márgenes
irradiaba su acción hacia grandes espacios.
Teólogos como Segundo Galilea, Gustavo Gutiérrez, Frei Betto, H.
Assman, Leonardo Boff, Ignacio Ellacuría, Jon Sobrino, entre otros, se
encargarían de darle el sustento teórico a la praxis.
La III Conferencia General del Episcopado, realizada en Puebla,
México, en 1979, fue una ratificación de Medellín y la expresión
“opción preferencial por los pobres” se consagró.
Reacción del establecimiento
Esta revolución que ocurría en los límites mismos del poder
establecido estaba siendo medida por los poderes fácticos mundiales.
Así, en el año 1969, el norteamericano Nelson Rockfeller, luego de una
gira por América Latina, escribió un informe donde señalaba su
preocupación ante el “creciente radicalismo de la iglesia”.
El golpe de Pinochet en Chile, en 1973, marcó el inicio de una
serie de dictaduras en América del Sur y Central, que fueron apoyadas
económicamente por el establishment mundial liderado por los Estados
Unidos, que inundaron de dólares a estos países, en un proceso de
endeudamiento que significó la ruina para muchos de ellos.
Comenzó entonces una cacería por parte de sectores poderosos de las
jerarquías eclesiásticas a religiosos ligados con la Teología de la
Liberación. Situación que fue aprovechada por los poderes políticos
locales para reprimir y en muchos casos asesinar a obispos y
sacerdotes. Como ocurrió con monseñor Oscar Arias Romero, quien fue
asesinado en la catedral de San Salvador mientras oficiaba misa. O con
el dominico Frei Betto, condenado a 5 años de prisión porque cuando la
dictadura militar brasileña intensificó la represión en 1969,
socorrió a numerosos militantes revolucionarios ayudándolos a
esconderse o a cruzar la frontera para alcanzar Uruguay o Argentina.
El ataque contra el sector progresista de la iglesia en Latinoamérica
se daría desde Colombia, desde la propia Conferencia Episcopal
Latinoamericana, presidida por el obispo Alfonso López Trujillo, del ala
más conservadora del episcopado, secundado por Roger Vekemans, un
religioso belga cuestionado por sus nexos con la Democracia Cristiana
chilena.
Desde Roma, la ofensiva se intensificó con la llegada de Joseph
Ratzinger a la dirección de la Congregación de la Doctrina de la Fe,
cargo desde el cual cuestionaría a los principales ideólogos de la
Teología de la Liberación.
Entre ellos Leonardo Boff y Jon Sobrino. El primero fue llamado a Roma para que explique los alcances de su libro “Iglesia carisma y poder”. Boff, que escapó de morir cuando los militares salvadoreños, en 1989, asesinaron al jesuita Ignacio Ellacuría junto con varios religiosos, recibía ahora la embestida de su propia institución, que al final logró que el sacerdote abandonara los hábitos. La sanción para Sobrino fue la prohibición de enseñar en instituciones católicas y la retirada del nihil obstat (visto bueno eclesial) a sus obras.
Colofón
Hoy, la pregunta pertinente iría en el tono de ¿pasó ya la Teología
de la Liberación? Jon Sobrino (Revista Exodo38, 1997, Madrid) se
interroga sobre lo mismo y su respuesta es esclarecedora: hay
simplismo, dice él, con el que se puede llegar a proclamar el hecho, “ya
pasó”, y, sobre todo, ligereza en el análisis de lo que significa
“pasar”; porque una cosa es “pasar”, en el sentido de desaparecer de la
historia, y otra cosa es pasar dejando en la historia algo perenne, en
sentido de clásico.
Eso es lo que ha ocurrido. Y así, en la teología, en movimientos de
solidaridad, en comunidades, incluso entre no creyentes, existen hoy
modos de ver el cristianismo que se deben a ella.
Y tiene razón pues en este momento la esperanza de Latinoamérica está
en el propio poder político asumido por gobiernos progresistas que han
llegado justamente con los votos de aquellos por quienes la Teología de
la Liberación apostó.
Como ya lo señaló el presidente Rafael Correa en conferencia dictada
en la Universidad de Oxford: “en el plano personal, mis principios
sociales y económicos se fundamentan en la Doctrina Social de la Iglesia
Católica y en la Teología de la Liberación, y el socialismo del siglo
XXI que estamos construyendo en América Latina, al menos en el caso
ecuatoriano, también se alimenta de esas fuentes”.