GABRIEL Mª OTALORA,
gabriel.otalora@euskalnet.net
BILBAO (VIZCAYA).
BILBAO (VIZCAYA).
ECLESALIA,
04/09/12.- Con la muerte de Carlo María Martini desaparece un gran
profeta en el sentido más genuino del término: “quien habla en nombre de
otro” porque tiene experiencia de Dios, un mensajero de Dios e
intérprete de su Palabra y de su amor cuya misión es, ante todo, para el
presente inmediato. A lo largo de la historia, los ha habido quienes
alientan a los marginados y oprimidos, los que anuncian la salvación y
la liberación, defensores de pobres y desamparados e incluso quienes han
corregido a los sacerdotes y les ha recordado sus responsabilidades
(Mal 2, 1-9).
En su última charla en este mismo mes de agosto con el
también jesuita Georg Sporschill, Martini hizo de Malaquías: “La Iglesia
debe reconocer los errores propios y debe seguir un cambio radical,
empezando por el Papa y los obispos”. Veía a la Iglesia Occidental
cansada, atrapada por la burocracia y el bienestar, más preocupada por
los signos externos que por abrir la Buena Nueva a los que más la
necesitan, a la amanera de Jesús de Nazaret: “Nuestros rituales y
nuestros vestidos son pomposos” y la contrapone a la “otra” Iglesia
cercana al prójimo de monseñor Romero y los mártires jesuitas de El
Salvador. “¿Dónde están entre nosotros los héroes en los que
inspirarnos…?”. Está clara su denuncia profética de que en el Primer
Mundo, la Iglesia actual no puede generar mártires mientras siga
cómplice -por acción u omisión- del pecado estructural.
Y nos ha dejado tres recetas para salir del agotamiento. “El primero
es reconocer los propios errores, por ejemplo en los escándalos de
pederastia: “¿La Iglesia es todavía una autoridad de referencia o solo
una caricatura en los medios?”. El segundo y el tercer consejo es
recuperar la palabra de Dios y los sacramentos como una ayuda y no como
un castigo. “¿Llevamos los sacramentos a los hombres que necesitan una
nueva fuerza?”.
La partida de Martini nos deja motivos de reflexión y
preocupación en una institución eclesial excesivamente complaciente y
poco ejemplar: Para empezar, falta experiencia religiosa en los propios
católicos, quizá por retozar demasiado en la sociedad de consumo. Nos
falta mucha humildad para reconocer que el Espíritu sopla donde quiere,
incluso en los alejados. No recordamos con la frecuencia necesaria que
Jesús estuvo buscando a los apestados de su época, y no precisamente
para condenarlos sino para transmitirles un chorro de amor que
transformaba a cuántos tenían la mínima predisposición de abrirse a Él;
que sus palabras más duras las reservó para los soberbios sepulcros
blanqueados, grandes profesionales de la historia de la salvación; lo
recordaba el evangelio del pasado domingo. Falta valentía para vivir
solidariamente, y sobre todo, falta dejarle a Dios que actúe a través de
nuestras manos, haciendo del ejemplo su imagen y semejanza.
Para colmo, muchos de los que niegan a Dios, le afirman
con su actitud y su conducta. No tienen fe, pero sus hechos trabajan en
la dirección de los valores del Evangelio, incluso cuando nos recriminan
que nos apoderarnos de Dios para domeñarlo a nuestra horma. No fue un
teólogo quien afirmó que “si Dios no es amor, no vale la pena que
exista”, sino Henry Miller. Nuestro reto pasa por recuperar la práctica
del espíritu de las bienaventuranzas y volver a experimentar la
felicidad que viene de Dios; ser creíbles por nuestras obras porque son
las únicas que dan valor a nuestros ritos cuando no se convierten en
causa de desconcierto para quienes buscan sinceramente pero se
encuentran con la caricatura de “la religión del cumplimiento” (cumplo y
miento) que mueve más al escándalo que a la conversión. Descansa en paz
el gran profeta de Occidente, el que mantenía vivo el espíritu del
Concilio Vaticano II. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la
difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
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