Entrevista a
José Antonio Pagola, teólogo
Cristina
Ruiz Fernández
Miércoles 5
de septiembre de 2012
Publicado en alandar nº290
Publicado en alandar nº290
Cristianismo,
mercado y movimientos sociales será el tema del próximo Congreso de Teología,
organizado por la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII. Esta
convocatoria contará con la participación del teólogo José Antonio Pagola, que será
el encargado de la última ponencia, que tiene un título rotundo y bien
conocido: “No podéis servir a Dios y al dinero”. Hemos charlado con él sobre
estos temas, para buscar, en este contexto de crisis, caminos y salidas
proféticas al estilo de Jesús de Nazaret.
Cristianismo,
mercado y movimientos sociales… son tres conceptos que, a priori, para mucha
gente no tienen nada que ver entre sí. ¿Cuál es la relación entre ellos?
No hemos de
olvidar que en el origen del cristianismo está el movimiento profético
impulsado por Jesús para abrir caminos al reinado de Dios y su justicia. Los
movimientos sociales de los que se tratará en el congreso están inspirados y
motivados por la voluntad de construir una sociedad más justa, digna y dichosa
para todos. La dictadura impuesta por los mercados financieros, por el
contrario, funciona sin pensar en el bien de la comunidad humana, ignora el
destino común de la Humanidad y sigue generando hambre y explotando
peligrosamente los recursos de la Tierra.
Se nos ha
dicho: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. ¿Cómo se
hace compatible esto con la implicación social y el compromiso en casos, por
ejemplo, como las protestas ante los desahucios y los abusos de la banca?
Estas
palabras de Jesús suelen ser interpretadas con frecuencia de manera falsa e
interesada. Jesús no está pensando en Dios y el César como dos poderes que
pueden exigir cada uno de ellos, al mismo nivel, sus propios derechos a sus
súbditos. Su idea es ésta: no deis a ningún César lo que solo pertenece a Dios.
Y de Dios son los pobres, los pequeños, los desvalidos… No se ha de sacrificar
la vida de los indefensos a ningún poder económico, político o religioso. Éste
es el principio evangélico básico que nos urge a defender a los desahuciados,
los parados, los excluidos de asistencia sanitaria… frente a cualquier poder
que los oprima.
¿Y cómo se
hace compatible esa misma frase con los altos cargos políticos y económicos que
hacen gala de pertenencia a la Iglesia católica?
Lo decisivo
en el seguimiento a Jesús no es la pertenencia a la Iglesia católica ni el
cumplimiento más o menos correcto de las obligaciones y prácticas religiosas,
sino el esfuerzo por entrar en la dinámica del Reino de Dios y su justicia,
organizando nuestra vida animados por su Espíritu. El cristiano que ostenta un
poder político, económico o religioso ha de estar muy atento a las grandes
llamadas de Jesús: “No podéis servir a Dios y al dinero”; buscad que “los
últimos sean los primeros y los primeros, últimos”, no hay que vivir para ser
servidos sino para servir… El poder o es servicio a una vida más digna para
todos, empezando por los últimos, o no tiene nada que ver con Jesús: hacer gala
de pertenencia a la Iglesia católica no es lo más apropiado para ser testigo de
Jesús.
¿Han
encontrado la Iglesia institución e incluso las comunidades cristianas su papel
en una sociedad cada vez más plural y secularizada?, ¿qué tipo de presencia
pública le parece que deberían cultivar hoy las personas cristianas?
La Iglesia
se resiste a ser despojada del poder social que ha tenido en otras épocas. Nos
cuesta desprendernos de comportamientos y discursos de carácter autoritario. En
ciertos sectores se hace de la Iglesia una “contra-sociedad” y de la fe una
“contra-cultura”. Corremos el riesgo de hacer del cristianismo una religión del
pasado, cada vez más anacrónica y menos significativa para las nuevas
generaciones. Sin embargo, la crisis puede ser un tiempo de gracia para
encontrar el único lugar social desde el que Jesús comunicó la Buena Noticia de
Dios: siempre junto a los perdedores, defendiendo a los excluidos, compartiendo
de cerca su sufrimiento, poniendo en riesgo nuestra seguridad por ellos… Algún
día se tendrá que notar que también para nosotros los últimos son los primeros.
¿Qué aportación
genuinamente cristiana podría servir en estos tiempos de crisis para salir de
esta situación con más justicia?
Sin duda, la
compasión activa y solidaria. Hemos de escuchar hasta el fondo la llamada de
Jesús: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”. Desde el poder
económico todo se tiene en cuenta antes que el sufrimiento de las víctimas. Se
pretende salir de la crisis como si no hubiera dolientes de ninguna clase.
Hemos de reaccionar. No podemos vivir estos tiempos de crisis como espectadores
del sufrimiento de los demás. La compasión que Jesús quiere introducir en la
historia reclama una manera nueva de relacionarnos con el sufrimiento injusto
que hay en el mundo. Más allá de llamamientos morales o religiosos se nos está
exigiendo que la compasión penetre más y más en los fundamentos de la
convivencia humana para rescatar a los perdedores y excluidos de la
desesperación y el olvido.
¿Cómo han de
entender hoy y aquí la opción preferencial por los pobres los diversos grupos y
comunidades?
Creo que las
comunidades cristianas han de ser más que nunca escuelas de concienciación, de
denuncia y solidaridad. No basta vivir a golpe de impulsos de generosidad
(Haití, Somalia,…). Hemos de aprender a desplazarnos hacia una vida más sobria
para poder compartir más lo que nosotros tenemos y sencillamente no
necesitamos. Aprender a renunciar a un determinado nivel de bienestar para
poder orientar parte de lo nuestro a los más necesitados. Desde las comunidades
podemos poner rostro concreto a las víctimas de la crisis y acercarnos a
familias o personas necesitadas de nuestro entorno familiar, vecinal,
parroquial… Es bueno comenzar desde lo cercano hasta irnos implicando cada vez
más en otras dinámicas solidarias.
¿Va a
cambiar en algo esta crisis nuestros patrones de valores?
No lo sé. La
crisis puede conducirnos a un mayor nivel de solidaridad o puede encerrarnos en
un egoísmo más irresponsable (el “sálvese quien pueda”). De hecho, preocupados
por nuestra crisis, estamos ya olvidando todavía más a los países del hambre y
la desnutrición. Tampoco hemos de excluir que una crisis prolongada genere
rabia, ira y violencia con graves consecuencias para la cohesión social. Sin
embargo, la crisis puede ayudarnos mucho a revisar y transformar ciertos
modelos de vida. Por ejemplo, necesitamos redefinir nuestro modelo de
bienestar: ¿qué bienestar?, ¿para quiénes?, ¿con qué costos humanos?, ¿con qué
víctimas?... Necesitamos abandonar nuestra idolatría del dinero y aprender a
usarlo con criterios más humanos: ¿qué hacer con nuestro dinero?, ¿para qué
ahorrar?, ¿en qué invertir?, ¿con quiénes distribuir?... Necesitamos dar pasos
eficaces hacia un consumo más responsable, no compulsivo o superfluo: ¿qué
compramos?, ¿dónde compramos?, ¿para qué compramos?...
¿Qué
imperativos morales, ante tanto sufrimiento e injusticia como acarrean
determinadas medidas públicas y decisiones políticas, deberían tener en cuenta
todas aquellas personas que buscan el Reino de Dios y su Justicia?
Voy a
recordar solo los imperativos que juzgo más básicos y prioritarios. Lo primero,
salir de la pasividad para comprometernos conscientemente a vivir esta crisis
con más coherencia y dignidad, sin desentendernos mientras a nosotros nos vaya
bien. Segundo, esforzarnos por saber lo que está pasando (causas, responsables,
consecuencias…); el desconocimiento de la realidad es la primera causa de la
falta de compromiso. Tercero, atrevernos a pensar y actuar fuera del sistema
para entrar en la lógica y la dinámica del Reino de Dios: se nos pide vivir con
una conciencia mucho más indignada. Cuarto, luchar contra la “ilusión de
inocencia” que nos permite seguir instalados en un bienestar, vacío de
compasión hacía las víctimas de la crisis. Por último, recuperar el interés por
el bien común defendiendo los servicios públicos, luchando contra las medidas
que generan mayores desigualdades y ayudando a los excluidos y perdedores.
La opinión
pública recibe con rechazo y escepticismo las palabras de los obispos sobre
casi cualquier tema. ¿Tiene la jerarquía que adoptar también un posicionamiento
público ante la crisis?
En estos
momentos la jerarquía debería hablar, al igual que Jesús, en nombre de los que
sufren. Pero, para ello, los tiene que conocer, amar de cerca y llevarlos en su
corazón. Esta sociedad no está esperando documentos redactados por
especialistas que ofrezcan “doctrina social”. Necesita aliento profético: una
palabra clara y clarividente, inspirada en el Evangelio de Jesús, que denuncie
las injusticias, corrupciones y abusos concretos, y defienda a las víctimas
inocentes de la crisis. ¿Qué piensa la jerarquía de los mercados financieros,
el funcionamiento de la Banca española, la gestación de la “burbuja
inmobiliaria” o las medidas que se imponen de manera implacable a la gente?
La Iglesia
jerárquica no vive indignada como Jesús. Sin embargo, debería ser centinela
sensible al sufrimiento de los débiles, que sale instintivamente en su defensa,
animando a las comunidades cristianas a estar cerca de quienes necesitan ayuda
para vivir con dignidad: los parados, las familias sin ingreso alguno, los
desahuciados, los inmigrantes excluidos de la asistencia sanitaria…
¿Puede la
Iglesia Universal vivir fielmente el Evangelio olvidándose de las realidades
–culturales y coyunturales– concretas de las sociedades en las que está
presente?
En la
Iglesia universal hay seguidoras y seguidores de Jesús muy comprometidos con la
realidad conflictiva y dolorosa de los diferentes pueblos. Pero, en muchos
lugares, la Iglesia aparece encerrada en sus propios problemas e intereses, alejada
de la historia del sufrimiento humano. Al parecer, hemos logrado adorar al
Crucificado de manera que nos oculte a los crucificados de hoy. Evitamos de
muchas maneras exponernos a la mirada del Dios de la compasión, que nos pondría
al servicio de la Humanidad doliente. En no pocos sectores se alimenta la
hipersensibilidad al pecado en el área de la sexualidad y se vive con
indiferencia el drama del hambre que destruye a millones de hermanos. Esto no
viene de Jesús.
Y para
terminar, dejando volar la imaginación… ¿qué haría Jesús en una situación como
esta?
Vivir una
vez más sin techo, como los desahuciados; ofrecer su puesto de trabajo a algún
padre en paro; visitar a familias en apuros para alentar su esperanza;
señalarnos con el dedo a quienes vivimos tranquilos y satisfechos junto a los
que se van quedando sin protección social; gritar indignado contra medidas que
no tienen en cuenta a los más débiles; interrumpir nuestras misas para
recordarnos que no se puede servir a Dios y al Dinero; tomar parte en la marcha
de los mineros para gritar sus consignas: “¡Los últimos han de ser los
primeros!”; “¡Dios es de los pobres!”; “¡No deis al Cesar lo que es de Dios!”;
condenar a quienes echan cargas pesadas sobre el pueblo y no mueven un dedo
para aliviar su situación. Seguramente, sería detenido por las fuerzas de
seguridad como peligroso para el orden público. Descubrirían que era un
inmigrante sin papeles. Nadie sospecharía que venía de Dios, enviado por el
Padre no para condenar al mundo sino para salvarlo.