Una lectura refréscante en tiempos en que los discípulos de Marcel Lefebvre, agazapados en la Iglesia Católica, empiezan a sacar sus cuchillos. Apuntan al Papa Francisco y a todo lo que sea el simple y bendecido amor humano. (Equipo de Iglesia de a Pie).
Ramiro Díez
Todos tenemos algún amor que contar. O que callar. Pero ninguno será comparable al de Abelardo y Eloísa. En el siglo XII llegó a París un joven estudiante llamado Pedro Abelardo. Algo altanero, se lanzó a polémicas intelectuales con los maestros afamados de la época. A todos los venció y los convenció. Decidió montar su propia academia. Así empezaron sus alegrías y tragedias. Entre los alumnos de Abelardo hubo un papa, y un centenar de cardenales y obispos de toda Europa.
Uno de ellos, el obispo Fulberto, le pidió que fuera el maestro de su sobrina, llamada Eloísa. Eloísa, bellísima, a sus 16 años quería saberlo todo. Abelardo tenía 38 y su filosofía solo le sirvió para saber que quería morirse de amor al lado de aquella jovencita. Aprendieron juntos, muchas cosas: “Mis manos no buscaban las páginas de los libros, sino los secretos de su cuerpo. Y sus labios olvidaron los nombres de las estrellas, para entregarme sus suspiros de amor”.
Entre las estrellas y libros olvidados, Eloísa quedó en embarazo. El tío obispo exigió el matrimonio. Abelardo aceptó. Eloísa se opuso y dijo: “No es justo que la inteligencia de Abelardo se arruine en las labores mezquinas de un matrimonio”.
Y nació el niño. Eloísa se olvidó del santoral y lo bautizó Astrolabio “porque todo sucedió en una tarde en la que Abelardo me explicaba el astrolabio…”. Al fin se impuso el obispo y hubo matrimonio. Para estupor de todos, Eloísa se negó a vivir con Abelardo. “Porque lo amo más a que a mi vida, me niego a esclavizarlo con un matrimonio”. Entonces el tío obispo empezó a golpear a Eloísa y Abelardo, para protegerla, la escondió en un convento. El obispo, para vengarse, contrató a varios criminales que entraron al cuarto de Abelardo. Él se refugió en una pequeña capilla. Allí, acorralado, y abrazado a un Cristo, pidió misericordia, pero los enviados del obispo lo amarraron, le abrieron las piernas, y le hicieron una horrenda cirugía.
Separados para siempre, Eloísa se hizo monja y él, fraile. Se escribieron durante 25 años. En una carta, Eloísa le dice: “¡Nunca dejaré de amarte! ¡Jamás perdonaré a mi tío, ni a la Iglesia ni a Dios el habernos robado la felicidad!”. Abelardo murió a los sesenta y tantos años, abrazado a las cartas de Eloísa. Ella murió veinte años más tarde y nunca se arrepintió de su amor. Eso fue en el siglo XII. A inicios del siglo XX, sus restos fueron reunidos en la misma tumba de un cementerio parisino. En el mundo hay gente que ha convertido al amor en un crimen. Y no lo perdonan. A pesar de todo, en la tumba de Abelardo y Eloísa nunca faltan rosas. Son las que llevan los amantes clandestinos.