Samuele Mazzolini
La oleada de indignación y solidaridad tipificada por el eslogan #jesuischarlie ha sido una manifestación transversal que ha permitido que los contenidos de la revista golpeada por el terrible atentado terrorista fueran regados por los cuatro costados. Es la libertad de expresión la que llena sin pausas el espacio de la discusión y que anima la difusión de viñetas que llevan coranes acribillados, Jesuses penetrados analmente por el Espíritu Santo, Mahomas ridiculizados.
Yo también quiero juntar mi voz para remachar la belleza de este derecho, excavando una posición que imprescindiblemente extiende la solidaridad del caso, sin caer en la trampa de abrazar los contenidos de los dibujadores franceses. Qué mejor que hacerlo con la misma actitud polémica que distinguía sus caricaturas: ¡Que viva la libertad de expresión, abajo Charlie Hebdo! ¿No es esta una magnífica celebración de aquel derecho que Charlie Hebdo defendía de manera estrenua, rompiendo esquemas al poder decirlo todo sin temer a nada y a nadie?
Pero a diferencia de sus dibujos, esta posición no ofende a nadie: expresa un desacuerdo radical respetando la dignidad de los que son aludidos. Justo lo que los dibujadores asesinados no hacían. Como todos los derechos, incluso el de la libertad de expresión no debería ser entendido sin límites éticos, como un ente absoluto, justamente porque los derechos, si son llevados al extremo, dejan de ser compatibles entre sí y la exaltación de uno va en perjuicio de otro. Así, la libertad de mofarse de una religión choca con el derecho al respeto y a la honorabilidad religiosa y cultural. Derechos y responsabilidades no deberían ser jamás separados porque solamente juntos encarnan esa tensión que debería estar en la base de la convivencia entre personas y grupos que se identifican en objetos distintos.
Pero hay algo más. La línea editorial de la revista era imbuida por un peculiar racismo de molde iluminista, una tentación que va más allá de la batalla por la laicidad del Estado. Lo que Charlie Hebdo no aguantaba era que la gente creyese en Dios, sugiriendo como base para la construcción de la ciudadanía la renuncia de la incómoda carga religiosa. La sensación es que aquí estamos muy lejos de la sátira irreverente que sonroja a los poderosos y a los fanáticos. El mensaje vehiculado era que, para pertenecer a esta sociedad (la de la République), no solamente tienes que abandonar tu dogma fundamentalista, sino tu religión y cultura tout court: despójate de tu retrógrado y antiguo bagaje y, voilà, tú también podrás gozar del alborozo infinito que regalan las libres sociedades, donde se razona científicamente, donde todos adherimos a un mínimo común denominador (el nuestro) y abandonamos costumbres que la historia es destinada a sacarse de encima.
Es un rodillo homogeneizador, todo menos que plural: en este sentido, la posición del periódico francés calca el hipócrita pluralismo liberal, donde el Otro es asimilado o aniquilado. La historia y la autodefinición de izquierda del periódico no lo condonan: de islamofobia y racismo se trata, ya sea por difidencia hacia el Otro, o por el instinto colonial de educarlo.