Carlos Molina Velásquez
La posibilidad de que beatifiquen (y luego canonicen)
a Monseñor Romero me genera sentimientos encontrados. Por un lado, debo
admitir que sería un acontecimiento histórico y motivo de alegría para
millones. Sin embargo, oficializando la santidad de Romero se pondría en
riesgo, precisamente, su peligrosidad.
Pienso que su reconocimiento como “santo” de parte de la institucionalidad eclesiástica terminaría por convertirlo en un personaje neutro, light,
descafeinado; mientras que, si no lo beatifican, seguirá siendo San
Romero de América, un santo que traspasa fronteras y que es un modelo
para millones de creyentes y no creyentes.
Cuando mi hijo mayor era pequeñito, le pregunté si sabía por qué Jesús colgaba de una cruz. Nunca olvidaré su respuesta: “Lo convirtieron en adorno”.
Eso hicieron hasta ahora las beatificaciones y canonizaciones:
comercializar la fe, convertir el ejemplo de los mártires en amor al
dinero, la raíz de todos los males, según San Pablo.
Esta institucionalización del culto a los santos no
solo los convierte en artículos de consumo, sino que hace algo peor al
elevarlos al cielo. Monseñor Romero nunca ascendió a los cielos, sino
que descendió al inframundo de los pobres, los explotados y marginados,
para alcanzar junto a ellos la auténtica humanidad. Romero fue “un hombre para los demás” (Dietrich Bonhoeffer) y así se hizo humano. Y eso le bastó para volverse santo.
Romero fue un obispo subversivo y politizado, sin
duda. La politización aparece siempre que se toma partido, y en el caso
de Romero su partido fueron las mayorías populares. Por eso la derecha nunca
considerará a Monseñor como su santo. Además, no lo necesita: ya tienen
a Escrivá de Balaguer, para predicar la caridad que no pregunta por qué
hay pobres, o a Agustín de Hipona, para hacer de la misoginia una
bandera.
Algunos dijeron que Romero no sería canonizado “mientras la sociedad salvadoreña siguiera dividida”. Yo pienso que si eso fuera cierto, pueden sentarse a esperar. Aunque mejor sería que se sumaran a la lucha por la transformación de la sociedad y la construcción del Reino de Dios en la Tierra, que en buen izquierdismo es “el
imperativo categórico de echar por tierra todas las relaciones en que
el ser humano sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y
despreciable” (Karl Marx).
Romero eligió lo segundo, fue acusado de “comunista”
-como también le dijeron a Dom Hélder Câmara-, y terminó como otro
mártir argentino, Monseñor Enrique Angelelli, asesinado por los sicarios
del capital. Ambos enfrentaron sin tapujos al poder, aun estando su
vida en juego. No es difícil imaginarse lo que ellos habrían dicho a
quien se los echase en cara: ¿Cómo no arriesgar la vida por aquellos que
no la tienen segura un solo minuto de sus días y que son los preferidos
de Dios? Pero eso solo puede decirlo quien ha entendido que no se trata
de salvar a la Iglesia, sino de construir el Reino de Dios.