MONS. GONZALO LOPEZ M.

MONS. GONZALO LOPEZ M.

sábado, 2 de marzo de 2013

La barca de Pedro a la deriva

Introducción necesaria.

Durante las últimas semanas, a propósito de la renuncia del Obispo de Roma en funciones, la prensa: empresaria, bancaria, comercial, farandulera, politiquera e incluso aquella que vive del morbo del crimen y del dolor humano, se ha desatado en comentarios, juicios, especulaciones, etc. sobre la Iglesia.  Unos cebándose sobre las debilidades y atrocidades cometidas por gente del clero, otros ventilando las siniestras actividades del “banco vaticano” y los más, preocupados por el color de los zapatos del papa, la chimenea de la “fumatta” o algo para justificar su solemne ignorancia y complicidad.
 
En el Ecuador la posta la han llevado los “medios” directamente relacionados con el opus dei, a saber: Ecuavisa, Teleamazonas, El Comercio, EL Universo, entre los principales.  Por eso, es bueno leer a Juan Carlos Morales: antropólogo, poeta, músico, creyente de a pie, que en un pequeño artículo, en el diario público del Ecuador, describe tal vez mucho de lo que siente el pueblo de Dios.


 
La pederastia no tiene cura, podría ser un grafiti para estos días, cuando la cúpula de la Iglesia -no las ovejas del hombre que caminaba por las aguas y repartía los panes y los peces- entra en el cónclave (con llave), allá en el Vaticano, que bendice ejércitos, como escribe Borges en su poema “Cristo en la cruz”: “¿De qué puede servirme que aquel hombre / haya sufrido, si yo sufro ahora?”.
 
No hay que olvidar que tanto Benedicto XVI, el “Bulldozer de Dios”, y Juan Pablo II, quien desmanteló el comunismo, persiguieron a la Teología de la Liberación, la opción de los pobres, y se encerraron en la búsqueda de la verdad, dejando a un mundo cada vez más injusto. Desde hace siglos, todos los papas viven prisioneros de ese Estado fastuoso con guardias suizos y pinturas deslumbrantes de Miguel Ángel, que fueron cubiertas por pudor.
 
Sin embargo, hay que decir, la Iglesia del pueblo sigue viva, como cualquier religión que trata de no olvidar los preceptos de sus fundadores. Se sabe, como dice Isaac Asimov, que fue San Pablo quien institucionalizó a esos hombres y mujeres que vivían en las catacumbas y que, con el tiempo, esa Iglesia que propugnaba el amor entre hermanos terminó en las Cruzadas, o trayendo en procesión a Santiago Matamoros hasta convertirlo en Santiago Mataindios.
 
¿Qué queda de aquellos seguidores de Jesús, que nos hablaba en parábolas y que solo una vez escribió en la arena? El Jesús histórico, al igual que Sócrates o Pitágoras, era un maestro oral. No habría escrito jamás una encíclica ni habría quemado a las brujas. Él, que aventaba mercaderes del templo, no se habría callado ante las atrocidades del nazismo o de los desaparecidos en el Cono Sur.
 
Claro que hay curas y curas, como aquellos ultimados en las dictaduras de Centroamérica o los misioneros del Paraguay, buscando el Paraíso.
El tema “El padre Antonio y su monaguillo Andrés”, de Rubén Blades, dice: “El padre no funcionaba en el Vaticano, / entre papeles y sueños de aire acondicionado; / y fue a un pueblito en medio de la nada a dar su sermón, / cada semana pa’ los que busquen la salvación”.
 
El Vaticano vive en el siglo XVI mientras su rebaño busca una luz, bajo el brillo del dios del oro, que campea por el shopping center. La otra Iglesia está levantándose en las barriadas o en los pueblos olvidados, con esa mirada que tenía taita Leonidas Proaño, que reposa en Puca huaico (curiosamente significa Quebrada roja), a la espera de la Resurrección definitiva. El nuevo Papa debería volver al Sermón de la Montaña, pero es como esperar un milagro.
 
Juan Carlos Morales