Queremos hacer llegar algunas preocupaciones que muchos cristianos compartimos. Somos muchos los que soñamos con una Iglesia renovada, más fiel a Jesucristo y más actualizada al tiempo presente.
Firma esta carta dirigida a los cardenales del conclave y al nuevo obispo de Roma
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Ante la elección de nuevo Papa
Somos muchos los que soñamos con una Iglesia renovada, más fiel a Jesucristo y más actualizada al tiempo presente.
Firma esta carta dirigida a los cardenales del conclave y al nuevo obispo de Roma
Hermanos que tenéis la seria responsabilidad de elegir al obispo de
Roma, oramos por vosotros y pedimos para vosotros y para toda la
comunidad eclesial el Espíritu.
La sorpresiva renuncia de Benedicto XVI nos ofrece un momento
privilegiado, una oportunidad de ser valientes y atrevidos. Él mismo, en
sus últimas alocuciones, nos ha invitado a todos los miembros de la
iglesia a “renovarse y a renegar del orgullo y del egoísmo y a vivir en
el amor”.
En este momento en el que vais a elegir al Sucesor de Pedro,
consideramos de capital importancia escuchar la voz del Espíritu que
habla a través de las comunidades cristianas del mundo entero. Por eso
os queremos hacer llegar con humildad y preocupación algunas
consideraciones que muchos cristianos compartimos. Somos muchos los que
soñamos con una Iglesia renovada, más fiel a Jesucristo y más
actualizada al tiempo presente -“aggiornata”, como pedía el Concilio
Vaticano II-.
Somos conscientes de que la institución eclesial está atravesando una
profunda crisis de credibilidad. Crisis que está debilitando muy
seriamente la misma credibilidad de la fe cristiana. Sabemos que esta
crisis intraeclesial se da en el contexto de la crisis socio-cultural
actual, y que nos afecta al conjunto del pueblo de Dios, pero frente a
esta situación hacemos una llamada a la esperanza. Necesitamos volver a
las fuentes del Evangelio y a la buena tradición para recuperar aquella
imagen de comunión en la diversidad que disfrutó durante siglos y que se
propuso recuperar el Vaticano II.
Hay valores y derechos, muchos de ellos subrayados en su origen por
el cristianismo, como la dignidad absoluta de la persona, la igualdad de
todo ser humano o la libertad, que han alcanzado en nuestra altura
histórica una relevancia consensuada a nivel mundial y un alto grado de
concreción legal, política, social y ética: la libertad de expresión, la
democracia, el sufragio universal, la igualdad de género, la aceptación
de la pluralidad, el diálogo, la búsqueda de consensos,… Con sus luces y
sus sombras, son verdaderos logros que han supuesto un salto histórico
hacia una humanidad mejor. La Iglesia debe reconocerlos como signos de
los tiempos a través de los cuales el Espíritu nos está pidiendo una
urgente actualización; y aplicarlos y vivirlos, haciéndolos efectivos,
dentro de la misma iglesia como una llamada del Espíritu, como decía el
Beato Juan Pablo II.
Nos preocupa la progresiva desaparición de la expresión “Iglesia,
pueblo de Dios”. Consideramos urgente recuperar ese concepto de igualdad
básica esencial de los miembros que formamos la iglesia, el
reconocimiento de la riqueza existente en diversidad de carismas,
servicios y ministerios repartidos entre tantos y tantos creyentes, la
gran riqueza de esa iglesia popular y cercana.
Más que nunca es necesario el compromiso de los laicos en la
construcción de una Iglesia, la de Jesús de Nazaret, cercana a la
realidad de la gente, especialmente de los últimos,
y donde se tiene que hacer oír la voz de los seglares frente a los
intentos de monopolización del ministerio ordenado y de los sectores más
conservadores; que tratan de acomodar el espíritu del Vaticano II a lo
que los poderes económicos, sociales y culturales de este mundo le piden
a la Iglesia para que se acomode y acomode el Evangelio a esos
intereses. Reconocemos inaplazable la tarea de proporcionar a la mujer
el protagonismo que le corresponde en la Iglesia y en sus estructuras.
Es necesario un mayor compromiso, serio y radical, con la mayoría de
la humanidad, especialmente con los más empobrecidos, porque “los gozos y
las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro
tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez, [¡deben ser!] gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (GS 1)
Nos preocupa profundamente, más allá de los tratamientos más o menos
sensacionalistas o acertados que los medios de comunicación hacen de
ello, el ambiente enrarecido en algunos sectores de la curia romana;
necesitamos, es urgente, terminar con la “cultura carrerista” que
impera, con las luchas de poder, el excesivo dirigismo y afán de
controlarlo todo, con unas estructuras de gobierno anquilosadas, poco
participadas, con excesivos privilegios. ¿Dónde está la ternura, la
compasión y la cordialidad? ¿Dónde la acción samaritana antes que la
condena? Con más frecuencia de la deseada, en algunas actitudes de
bastantes “episcopós” se reflejan las palabras de Jesús al hablar de los
poderes de “este” mundo: “Sabéis que los jefes de los pueblos… no sea
así entre vosotros” (Mt 20,25-28)
Tal y como se refleja en las encuestas y estados de opinión, para un
gran número de ciudadanos, al menos en el Occidente de “vieja
cristiandad”, uno de los mayores obstáculos actuales para creer en Jesús
y recibir el Evangelio como Buena Noticia lo constituye las misma
iglesia “institucional” por su lejanía de los verdaderos problemas de la
gente, por su ostentación de un poder social que se percibe insensible a
los dramas reales de la gente, de los jóvenes y las familias, así como
su dogmatismo moral y de disciplina intraeclesial, más cercano al
voluntarismo que a la iluminación del Espíritu y el “sensus fidelium”.
Necesitamos una iglesia abierta al ecumenismo, al diálogo con otras
religiones y con el mundo. Pero difícilmente podemos entablar diálogo
con otros si suprimimos el diálogo en el seno de la misma Iglesia, si no
se abren puentes con aquellos con que
tienen diversas sensibilidades, si no potenciamos el respeto y la
escucha con ciertos teólogos ante los que ha imperado más la sospecha y
la condena, o la imposición del silencio, que el diálogo propio de quien
busca la Verdad. Recuperemos el espíritu de la Ecclesiam suam de Pablo
VI.
Necesitamos reconocernos pecadores ante Dios y ante los demás, pero
es necesario igualmente expresar nuestro “propósito de la enmienda” y la
“satisfacción de obra”: nuestras comunidades y la sociedad lo esperan,
lo necesitamos.
También sabemos y reconocemos que el cambio verdadero de la Iglesia
no está en los demás, está en cada uno de nosotros y en cada una de
nuestras pequeñas comunidades. Por eso pedimos volver al Espíritu Santo,
a este viento que sopla en cada una/o de nosotros, este aliento que es
más grande que nosotros, que nos aproxima y nos hace interdependientes
con todos los vivientes. Un soplo de muchas formas, colores, sabores e
intensidades. Soplo de compasión y de ternura, soplo de igualdad y de
diferencia. Este aliento o soplo que no puede ser utilizado para
justificar y mantener estructuras y actitudes antievangélicas, sino que
nos ayude en este proceso de acercamiento al Dios de Jesucristo y a
nuestros hermanos, la humanidad.
Finalizamos esta carta fraterna sugiriéndoos un “retrato robot” del papa que consideramos necesita la Iglesia en estos momentos:
1. Un hombre que haya despertado.
Es decir un hombre de Dios, de oración y a ser posible de experiencia
mística que le permita, por encima de la norma y el encorsetamiento
canónico, mirar más allá de la curia, los dogmas, el Derecho y las
convenciones para hacer caso al Espíritu, que “sopla donde quiere”.
2. Un hombre que sepa “estar” en el mundo sin “ser” del mundo:
estar en el mundo con conocimiento del mismo. No un papa de gabinete,
encerrado en su santuario y aislado de la vida. Tampoco un papa de
viajes preparados en los que no acaba de salir de la burbuja y hablar
con la gente real. Un papa que no sólo hable, sino que sepa escuchar y,
sobre todo, que dialogue con la cultura actual.
3. Un hombre que sepa sonreír. El mundo necesita optimismo y esperanza frente a tantos catastrofismos.
4. Un hombre valiente,
que no tenga miedo a las reformas. Se ha dicho que Benedicto XVI no ha
podido hacer los cambios que pretendía en la curia y según expresión del
director de L’Osservatore Romano que estaba “rodeado de lobos”. Hace
faltar vigor espiritual y físico para emprender las reformas que
necesita la Iglesia.
5. Un hombre del Vaticano II.
A los cincuenta años del Concilio todos los especialistas serios
afirman que hay asignaturas pendientes en su realización. La iglesia ha
de volver a la plaza pública y recobrar los conceptos de Pueblo de Dios,
de Ecumenismo, de Libertad, de independencia de los poderes públicos,
de ofrecer el mensaje de Jesús sin imponerlo. Que no tenga miedo, si es
necesario, de convocar un nuevo concilio. Y sobre todo que de
importancia a la Colegialidad.
6. Un hombre con buena salud.
Ni muy viejo ni muy joven. Psicológica y físicamente maduro con
capacidad física y espiritual para afrontar los desafíos de un tiempo
difícil.
7. Un hombre universal.
Evitar que pertenezca a familia o movimiento religioso alguno, para que
sea de todos. En todo caso, que perteneciera al Tercer Mundo,
particularmente a América Latina donde vive casi la mitad de la
catolicidad.
8. Un hombre humilde,
porque cargo tan importante puede provocar orgullo, seguridad y
prepotencia y sólo la humildad, la desaparición del yo, permitirá que
Dios actué a través de él.
9. Un hombre amigo de los más pobres.
Todas las bienaventuranzas se pueden resumir en “los pobres son
evangelizados”. El nuevo papa debe tener en el corazón sobre todo el
lado oscuro del planeta, el que no cuenta, el del hambre y la
injusticia. Capaz tal vez de vivir en una casa más sencilla, de dejar de
viajar como jefe de Estado y de tener embajadas en todo el mundo.
10. Un profeta que, a través de la lectura creyente de la realidad y con la fuerza del Espíritu,
sea capaz de denunciar la injusticia y la vulneración -desgraciadamente
tan frecuente hoy- de los derechos humanos por los poderes económicos y
políticos de nuestro mundo, y proponer caminos de paz y de Vida para
una ciudadanía global, para el Reino de Dios.