El domingo, 20 de marzo de
1955, Yves Congar escribía en su diario, comentando el trato que estaba
recibiendo del Santo Oficio: “quieren reducir a la nada a un hombre que no es
su lacayo” (“Diario de un teólogo (1944 -1956)”, Madrid 2004, pp. 404-405).
A continuación, señalaba que
en el origen de los problemas que estaba padeciendo se encontraba su
decantamiento a favor de una de las dos interpretaciones enfrentadas de Mateo
16, 19: “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la
tierra quedará atado en los cielos”.
Para los Santos
Padres, sostenía el teólogo francés, lo que se funda en Pedro es la Iglesia.
Por eso, los poderes conferidos a Pedro pasan de él a la “ecclesia”. Este es el
contenido fundamental del pasaje, en cuyo marco, proseguía Yves Congar, algunos
de los Padres (sobre todo, occidentales) admitían la existencia de una primacía
canónica del obispo de Roma dentro de la Iglesia.
Sin embargo, la comprensión
patrística empieza a ser alterada -a partir, tal vez, del siglo II- cuando Roma
cree ver en Mateo 16,19 su propia institución. Según esta interpretación, los
poderes de Cristo no pasan de Pedro a la Iglesia, sino de Pedro a la sede
romana. La consecuencia de semejante exégesis es clara: la Iglesia “no se forma
solamente a partir de Cristo, vía Pedro, sino a partir del Papa”. Ello quiere
decir que la consistencia y la vida de la Iglesia descansan -al estar
construida sobre Pedro- en el Papa, cabeza de la comunidad cristiana y, por
esto, residencia de la plena potestad (“plenitudo potestatis”).
Toda la historia de la
eclesiología es, proseguía Yves Congar en su “Diario”, la permanente
actualización de un conflicto (unas veces, latente y llevadero y otras, vivo y
duro) entre estas dos concepciones del papado y del gobierno eclesial: la que
sostiene que el poder de Cristo alcanza a toda la Iglesia vía Pedro y la que
defiende que el poder de Cristo pasa a Pedro y de Pedro a Roma. Es un conflicto
que llega hasta nuestros días y que no ha finalizado, a pesar de los esfuerzos
desplegados por la misma Roma para extender su punto de vista al resto de la
Iglesia.
Sin embargo, se dan
excepciones notables que indican que Roma no ha logrado su objetivo y que,
sobre todo, muestran la persistencia de la comprensión patrística del gobierno
eclesial.
La Iglesia en Oriente, por ejemplo,
ha mantenido la posición de los Santos Padres (cierto que despojándola de lo
más positivo que tenía). También la Iglesia de África (desaparecida por causa
del Islam) ha permanecido fiel a la interpretación patrística de Mt 16, 19. E,
igualmente, los países que se unieron a la Reforma.
Incluso, en la misma Iglesia
Católica nunca ha dejado de existir una cierta resistencia a dicha comprensión
romana, en nombre tanto de la Biblia y de la Tradición como de la Verdad que
fundamenta y habita en la Iglesia.
“Nuestra tarea (mi tarea)
consiste -sentenciaba el teólogo dominico- en hacer que esta verdad no quede
sofocada”. Por eso, “es necesario que, cuando llegue un Papa razonable o cuando
aparezca el Pastor Soberano, encuentre todavía a la Iglesia en clamor, como
dice Pascal”, a pesar de que nos hallemos en el hondón máximo de la ola y en el
momento más intenso de una comprensión absolutista del gobierno eclesial.
Y proseguía, casi
proféticamente, al paso que van las cosas, “se puede prever cuál será la próxima
etapa de la eclesiología papista”, acompañada de un nuevo avance de la
“mariodulía”: “consistirá en afirmar que las congregaciones romanas forman
parte del magisterio ordinario; que son la parte superior de este magisterio,
el cual, por su parte, reside en el gobierno pontificio”.
El Concilio Vaticano II superó
la tesis, tradicional e históricamente insostenible, de que los obispos
recibían su jurisdicción (“iure divino”) directamente del Papa, tal y como lo
ratificó Pío XII en su día (Encíclica “Ad signarum gentes”, 1954). La
constitución Dogmática “Lumen Gentium” recuperará el fundamento cristológico
del episcopado (los obispos son “vicarios y delegados de Cristo”), la
colegialidad en el gobierno eclesial e invalida la separación entre el “poder de
orden” y el “poder de jurisdicción” al recordar que la autoridad de los obispos
no es concedida por el Papa, sino derivada del sacramento del Orden.
Pablo VI reconocerá,
mediante la carta apostólica “De episcoporum muneribus” (1966), el régimen
de la concesión de poderes a los obispos: su autoridad, sostiene el Papa
Montini, es “propia, ordinaria e inmediata” en sus iglesias locales.
Además, erige, mediante el “Motu Proprio” “Apostolica
sollicitudo” (1965) el Sínodo de obispos para ayudar al papado en su solicitud
por la iglesia universal e instituye las Conferencias Episcopales,
dotándolas de cierta capacidad jurídica.
Son decisiones que le
acreditan como un “Papa bastante razonable”, pero hay otras que lo cuestionan:
la “reserva” a la sede primada de toda una serie de cuestiones teológicas y
pastorales de enorme actualidad, el sometimiento del Sínodo de obispos a la
autoridad “directa e inmediata” del Romano Pontífice y sus enormes dificultades
para imaginar (y articular) un gobierno realmente colegial con la colaboración
de las Conferencias Episcopales o, cuando menos, de sus presidentes.
El pontificado de Juan Pablo
II será, comparativamente, “bastante menos razonable” que el de Pablo VI. Es
cierto que pedirá ayuda en la encíclica “Ut unum sint” (1995) para repensar el
ejercicio del primado y la forma de gobernar la Iglesia. También lo es que,
incluso, abrirá el debate sobre la oportunidad o no de regresar al modelo de
los patriarcados, vigente en el primer milenio; un debate que la Congregación
para la Doctrina de la Fe, presidida por J. Ratzinger, intenta cerrar mediante
un seminario “ad hoc” con expertos que se posicionan firmemente en contra de
semejante posibilidad.
Sin embargo, el suyo es un
papado en el que se regresa –“de facto”- a la separación preconciliar entre el
“poder de orden” y el “poder de jurisdicción”, se refuerza el papel de la Curia
vaticana en el gobierno eclesial (al precio de la sacramentalidad y de la
colegialidad episcopal) (“Pastor Bonus”, 1988) y se reduce (hasta casi
desparecer) la capacidad legislativa de las Conferencias Episcopales
(“Apostolos suos”, 2004).
Yves Congar finalizaba las
anotaciones del 20 de marzo de 1955 llamando investigar y socializar los
argumentos teológicos que avalaban una forma de papado y de gobierno eclesial
más colegial y corresponsable.