Jesús Bastante
¿Puede la Iglesia católica avanzar hasta convertirse en una democracia? A simple vista, esta afirmación podría resultar una quimera al tratarse de una institución con fuertes reticencias a la modernización. Sin embargo, desde hace unas semanas, llegó desde la cúpula vaticana un proyecto novedoso: una consulta popular antes de nombrar a los obispos de las diócesis.
En el último encuentro del C9, el grupo de cardenales que asesora al papa Francisco en su proyecto de reforma de la estructura de la Curia y del funcionamiento de la Iglesia, se discutió sobre si hacer obligatoria la consulta a los laicos antes del nombramiento de los prelados en lo que Francisco ha denominado una "Iglesia sinodal" y participativa.
Hasta el momento en España, la propuesta para nombrar obispos corresponde al nuncio -el embajador del Vaticano-, que envía una terna a la Congregación de Obispos. El representante papal, según el Código de Derecho Canónico, debe consultar a los obispos de la zona, y puede llamar a sacerdotes y, en algunos casos, a laicos, para recabar su opinión.
El proyecto de reforma es tan sencillo como significativo: se trataría, ni más ni menos, que de hacer obligatorio lo que hasta ahora es excepcional, y que antes de nombrar al obispo de una diócesis se sepa la opinión del pueblo.
Uno de los miembros del C9, el cardenal indio Oswald Gracias, explica que "con el modelo actual, se puede caer en el error de pedir opinión a personas que piensan igual", o que se conocen.
De modo que siempre resultan elegidos como obispos sacerdotes que responden a un mismo modelo. En la mayoría de los casos, discípulos obedientes y con capacidad de gestión. "No hay obispos profetas", denuncia el teólogo José María Castillo.
Para el cardenal Gracias, "sería más objetivo una elección más universal, porque si se elige a la persona equivocada, la vida pastoral de la diócesis puede sufrir durante años". Y eso lo pagan, fundamentalmente, los fieles.
Con todo, en España, esta iniciativa ha sido recibida con recelo. De puertas para afuera, casi todos los obispos asumen que se ha de consultar al pueblo. Pero, en la práctica, en los últimos cuarenta años casi ninguna elección de obispo contó con la visión de los fieles.
De hecho, en los últimos dos años, solo el cardenal de Madrid, Carlos Osoro, convocó un referéndum entre los curas de la diócesis para que cada uno presentase candidatos para formar la Curia diocesana, la cúpula católica de la región. La respuesta fue masiva, con la participación del 75%... del clero diocesano. Aunque es un avance, no hubo consulta a los fieles.
En las congregaciones religiosas, por contra, las opiniones son más claras. Así, el general de los Hermanos Maristas, el catalán Emilí Turú, aboga por "exigir lo que el Derecho Canónico recomienda", y defiende una reforma que, en el fondo, busca "la participación de todo el pueblo de Dios en la elección de su pastor, como se estilaba en los orígenes del Cristianismo".
Esta no es la primera vez en que este Papa camina hacia una mayor participación de laicos, mujeres y religiosos en la toma de decisiones en la Iglesia, tradicionalmente copada por los obispos y el clero secular, una suerte de "aristocracia" eclesiástica.
Ya en 2014, antes del Sínodo de la Familia, Francisco ordenó elaborar una encuesta, en la que por primera vez en dos mil años de historia, todos los católicos pudieron dar su opinión sobre el papel de la Iglesia respecto a las mujeres, los homosexuales, las uniones no matrimoniales o los divorciados vueltos a casar.
La opinión del llamado "pueblo de Dios" fue fundamental para que estos temas se incluyeran en los debates del Sínodo y que, después, Bergoglio pudiera incluirlos en su exhortación postsinodal Amoris Laetitia.
Más allá de lo excepcional, parece que la consulta a los fieles ha venido para quedarse. Así, de cara al Sínodo de los Jóvenes, que se celebrará en 2018, Roma ha vuelto a enviar un cuestionario que está siendo trabajado a nivel diocesano y parroquial, y en el que los jóvenes están planteando los retos que piden a la Iglesia del siglo XXI.
Pequeños pasos, que en ningún caso llevarán a la Iglesia a alcanzar la plena democracia, pero que suponen toda una revolución en una institución que hasta hace siglo y medio condenaba la transfusión de sangre, que tardó siglos en reconocer que los indígenas tenían alma o, por ejemplo, esperó cuatrocientos años antes de reconocer que Galileo Galilei tenía razón. Y que la Tierra no era plana.