Ilka Oliva Corado
Últimamente los defensores de derechos humanos nos llaman asistentes domésticas, para aminorar el golpe, pero a las cosas por su nombre: somos sirvientas, nuestro oficio es servir. Partiendo de ahí, podemos desmenuzar la gama de abusos que vivimos quienes trabajamos en el servicio doméstico y en mantenimiento. No importa el país, la realidad de los sirvientes es la misma en todos lados. No nos vamos a dar baños de pureza y a señalar a Estados Unidos como el causante de todos nuestros males. En India existen las castas; en Latinoamérica, las mentes colonizadas; y así vamos por país y continente, cada uno con sus propios males.
No se trata del color, de la nacionalidad ni del idioma, se trata de quién tiene el poder; y quien tiene el poder abusa y discrimina, con propios y extraños. El oficio de niñera y empleada doméstica es el mismo, solo varía el nombre: en ambos el trabajo es servir. Y digo servir con todo el peso de la palabra: de día y de noche. Cuando los niños están en la escuela o en clases particulares, las niñeras nos encargamos de limpiar la casa, los cuartos de juego, cocinar, lavar la ropa: el oficio doméstico.
El de la empleada doméstica es igual y ambas son tratadas como muebles viejos. Porque una limpia pañales sucios y la otra baños sucios: ambas trabajan entre la mierda. Las niñeras somos las mamás emergentes, estamos ahí todo el tiempo porque las mamás están en sus clases de yoga, tomando el té con amigas o viajando por el mundo. Algunas, contadas, son las que trabajan. Entonces las niñeras, sin querer, como consecuencia de nuestro trabajo, damos abrazos, entendemos emociones, cuidamos enfermedades, contamos cuentos y nos desvelamos y damos apoyo moral a niños que aprendemos a querer como propios y que en el futuro, cuando se den cuenta de nuestro papel en su casa y en la sociedad, nos tratarán como muebles viejos desechables. Porque es el patrón, porque son parte del círculo de la cultura del capital. Las sirvientas conocemos la intimidad de las familias, hasta de lo que no quieren que nadie se entere, conocemos temperamentos, vicios, miedos, jactancias, vacíos y pretensiones.
Porque estamos ahí todo el tiempo, invisibles, muebles viejos que se mueven de un lugar a otro para que no estorben. Trabajamos en silencio, a manera de pasar desapercibidas porque, ¿qué tiene que contar una sirvienta? ¿En qué forma puede una sirvienta interactuar con sus empleadores? Máximo cuando ellos tienen cuna de oro y pergaminos, y se codean con la crema y nata de la sociedad. De ninguna, la sirvienta no siente, no piensa, no tiene emociones; está ahí para servir, jamás es vista como persona. No existe como ser humano.
Las sirvientas no nos cansamos, nunca tenemos derecho a enfermarnos, a estar deprimidas, a anhelar, a extrañar; no tenemos derecho tampoco a los beneficios laborales; las vacaciones son para otros, no para nosotras. No tenemos derecho a las emergencias porque entonces, ¿quién va a limpiar los cuartos, a lavar los platos, a planchar la camisa del patrón, a hacer el desayuno y a trapear? ¿Quién irá por el correo, por el pan y al supermercado? ¿Quién le cuidará la fiebre a los niños? ¿Quién limpiará el vómito del señor que llegó borracho en la madrugada?
Y si a pesar del abuso todo sobrepasa los extremos inconcebibles, las empleadas domésticas también somos abusadas sexualmente por el empleador, hijos de los empleadores, amigos de los empleadores y bajo la tutela de la empleadora que hace como que no ve. Porque al fin y al cabo los hombres son así, sedientos de placer todo el tiempo; y mejor que se cojan a la sirvienta que a una trabajadora sexual que les puede pegar enfermedades… Y en la mayoría de los casos esa empleada doméstica es una niña que no pasa de los 12 años. Las empleadas domésticas no tenemos derecho a los dolores menstruales, porque somos máquinas, y tampoco a angustiarnos cuando nuestros hijos están enfermos en casa o en la guardería donde los dejamos para ir a trabajar. No tenemos derecho a añorar a nuestros padres y hermanos que dejamos en el pueblo cuando nos fuimos a la capital o emigramos a otro país. Tenemos la obligación de estar íntegras para servir a nuestros empleadores, vivimos por ellos y para ellos, nuestras vidas no existen, no tienen derecho a existir. Tampoco los cumpleaños, ni las navidades ni los días festivos, nosotras estamos de planta todos los días del año, a todas horas.
Las empleadas domésticas guardamos secretos íntimos por los que cualquier amigo de nuestros empleadores daría el brazo derecho por saber. Nunca nos dicen gracias por nuestra ética, ¿qué puede conocer de ética una limpiabaños? ¿Qué puede saber de pintura, arte, lectura, de vinos, de quesos finos y comidas gourmet? Una cosa es que las cocinemos y sirvamos, y otra es interactuar. ¿Qué puede saber una sirvienta de ropa de marca, lociones caras y teléfonos inteligentes? Tal vez nada, pero es la que cuida lo más preciado de los empleadores: sus hijos. A una sirvienta jamás le darían sus autos para ir al supermercado, pero sí les confían a sus hijos todo el día y les dan las llaves de su casa. Un auto se lo pueden rayar y chocar, ¿pero qué valor tienen sus hijos para que los dejen con una extraña que no sabe ni el idioma ni marcar a un número de emergencia, y además indocumentada, si se trata de una migrante?