Cameron Doody
¿Hay una guerra en la Iglesia contra el Papa Francisco? Esa es la pregunta que se ha planteado el prestigioso diario británico The Guardian. Aunque la simplicidad y humildad de Bergoglio hayan ganado a casi todo el mundo, el ámbito eclesial parece totalmente dividido. ¿Quiénes son los que no pierden ninguna oportunidad de criticar a Francisco e intentan hacerle tropezar? ¿Qué es lo que más les fastidia respecto al Papa que vino "del fin del mundo"?
La intuición del rotativo londinense es que estamos, de entrada, ante la crisis más seria a la que la Iglesia se ha enfrentado desde el cisma lefebvreiano en los años 60. Pero, ¿por qué? El periódico observa, en primer lugar, que las etiquetas que suelen usarse para identificar los dos campos en la batalla -es decir, los "liberales" y los "conservadores"- es engañoso. Más bien, según The Guardian, "la disputa central es entre aquellos católicos que creen que la Iglesia debería establecer la agenda para el mundo, y aquellos que creen que el mundo debería establecer la agenda para la Iglesia".
Interesante planteamiento el del diario que permite ahondar más, y entender mejor, estos dos bandos y sus principales integrantes.
En primer lugar, los "extrovertidos", como el mismo Papa Francisco, que no tienen miedo a ensuciarse las manos con los problemas mundanos. The Guardian le alaba por haberse dado cuenta, en la cuestión sobre quiénes y quiénes no pueden comulgar en buena conciencia -planteada en la Amoris laetitia, por ejemplo- que "en la práctica, en buena parte del mundo, a las parejas divorciadas y vueltas a casar ya se les ofrece la comunión". Con lo que "[e]l Papa no están proponiendo ninguna revolución, sino el reconocimiento burocrático de un sistema que ya existe, y quizás puede ser esencial a la supervivencia de la Iglesia".
Lo que está en juego no podría estar más claro. Para sobrevivir, la Iglesia necesita más miembros, la producción de los cuales está vetado a quienes cuyo matrimonio ha "fracasado", ya que sin serles concedido la nulidad matrimonial no pueden mantener relaciones plenas con ninguna otra persona. Y por otro lado: si no se puede armonizar la teología de la sexualidad católica y la práctica de lo que hace la vasta mayoría de fieles en sus vidas sexuales, las iglesias pueden vaciarse rápidamente.
Y en segundo lugar, los "introvertidos". Hombres como el cardenal guineano Robert Sarah o el estadunidense Raymond Burke. Aquellos que añoran las dimensiones misteriosas y románticas de la religión, y nada que huele a sentido común o sabiduría convencional. ¿Pero su particular queja de la figura y Iglesia del Papa Bergoglio? Temen que sus enseñanzas, como en la Amoris laetitia, socaven las verdades eternas de la fe -cuya protección es la tarea más importante de la Iglesia- a cambio de una especie de evolución, de un "aprendizaje a través de la experiencia".
Y si el debate sobre el acceso a los sacramentos de las personas viviendo en situaciones familiares llamadas "irregulares" no fuera suficiente para encender la mecha de este conflicto, al menos hay otro factor que hay que introducir en el análisis. Tanto los extrovertidos como los introvertidos son conscientes de que, en el mundo occidental, asistencias a misa -como el bautismo de los bebés- son prácticas cuya observancia ha caído en picado desde el Vaticano II. Como explica The Guardian: "los introvertidos lo achacaron al abandono de las verdades eternas y las prácticas tradicionales; los extrovertidos se sienten que [como resultado del Concilio] la Iglesia no cambió ni lo suficientemente hondo ni lo suficientemente rápido.
¿Hacia dónde vamos, así pues, con este panorama? ¿Con los extrovertidos, encabezados por el Papa, fervientemente reclamando una mayor compromiso de la Iglesia con el mundo y sus realidades menos que perfectas, y con los introvertidos huyendo de todo lo terrenal y escondiéndose en sus misales? The Guardian observa que aún no se puede adjudicar la contienda, ya que en los años de vida que le quedan al Papa èste no verá la verdadera acogida que sus reformas provocarán en los fieles de a pie. Ni, por supuesto, tendrá la oportunidad de ver si su sucesor retrocede en cuanto a su legado.
The Guardian apunta, en el primer par de líneas de su reportaje, que "el Papa Francisco es uno de hombres más odiados hoy". No por "ateos, ni protestantes, ni musulmanes, sino por algunos de sus propios seguidores". El periódico incluso cita a un cura anónimo, un introvertido, que dice que "Ojalá se muera". He aquí, entonces, el meollo del asunto. ¿Cómo puede un católico esperar a que un Papa -cualquier Papa, vicario de Cristo en la Tierra- se muera? ¿Detrás del sentimiento se esconde acaso una carencia de argumentos para discutirlo de forma más humana?
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