Andrés A. Fernández
Sacerdote
Eunucos por el Reino de los Cielos. Célibes de amores carnales, pero apasionadamente enamorados de Cristo y de su Iglesia (no hablo de institución eclesiástica). Ésa es la llamada del Señor para sus sacerdotes.
(Y que conste que no vería mal otras posibilidades con respecto al celibato o el sacerdocio femenino, pero sería siempre movidos por la fe y con argumentos de fe, no por el hecho de que "hacen falta sacerdotes para repartir sacramentos...", o con argumentos meramente de tipo reivindicativo de conquista de pretendidos derechos negados en el pasado). Y eso es además lo que se predica en las campañas vocacionales. Y eso es a lo que el futuro sacerdote se compromete en el día de su consagración. A eso y no a otra cosa.
Pero la verdadera realidad eclesiástica que el recién ordenado se va a encontrar, ya al segundo día de su bendito ministerio (y que, por cierto, le habían ocultado), situación además que jamás podía haberse imaginado (los laicos piadosillos siguen, por cierto, en la inopia a este respecto), es muy distinta...
En este sentido, me comentaba un jesuita sacerdote amigo, con ocasión de sus bodas de oro, que la sensación generalizada en su promoción, 50 años después de su ordenación, era de frustración y desengaño, situación de gran tristeza, habida cuenta de los increíbles talentos e inteligencias que, recordaba él, en aquel tiempo existían en la Compañía (y podemos decir que fuera también), y a los que se fue cortando las alas sistemáticamente hasta llegar a la consumición final, y ya ancianos, se lamentan de haber vivido una vida prácticamente perdida, dedicada a la postre y simplemente, no a trabajar por el Reino de Dios, sino, es fuerte decirlo, al sostenimiento de la institución eclesiástica. Y esa sensación de frustración y desencanto podemos decir que es generalizada prácticamente entre todos los sacerdotes que perseveraron hasta su final. Demasiado tarde para tomar conciencia de ello.
Y es que éste es el punto: La misión del sacerdote, su llamada a la evangelización y a trabajar por el Reino, se transforman radicalmente en un consumirse en el sostenimiento de una institución que, además, tal como la hemos conocido en los últimos 1500 años, necesita una "conversión", una transformación, para poder presentarnos a las gentes de hoy de forma aceptable. Son otros tiempos. El intentar por todos los medios "sostenerla" tal como está es trabajo en vano. Y así se queman cientos, miles, todos los sacerdotes en el intento.
El celibato por el Reino de los Cielos queda transformado y reducido, así, a una castración, en el más pleno sentido freudiano, de recursos, capacidades, talentos y habilidades personales reprimidas y anuladas, en orden al sostenimiento de una institución.
Podemos decir que el celibato por el Reino de los Cielos es fuente de realización personal, espiritual y pastoral para el sacerdote. Así lo declaró el Señor. La castración y el sometimiento a una institución, por muy hipostática que se considere, es, en cambio, fuente de frustración y de abandono. Y lo que es peor, por ser autorreferencial, es esfuerzo estéril.
Urge, pues, una conversión institucional: Pasar de una institución hipostática de poder eclesiástico (fuente de castración y frustración) a una autoridad eclesial al servicio de todos, trabajadores todos del Reino, y todos evangelizando realmente, sin castraciones institucionalistas, cada uno según su ministerio (celibato por el Reino, fuente de realización).
Miremos, pues, donde estamos, para conocer la raíz del problema. Después tomemos acción en fe acorde con la voluntad de Dios.
¿Célibes o castrati? Ese es el dilema.