Leonardo Boff
La fiesta de Navidad está totalmente concentrada en la figura del Divino Niño (Puer aeternus), Jesús, el Hijo de Dios que decidió morar entre nosotros. La celebración del Nacimiento va más allá de este hecho. Si nos restringimos solo a él, caemos en el error teológico del cristomonismo (sólo Cristo cuenta), olvidando que existen también el Espíritu y el Padre que siempre actúan conjuntamente.
Es preciso realzar la figura de su madre, Miriam de Nazaret. Si ella no hubiese dicho su “sí”, Jesús no habría nacido. Y no habría Navidad.
Como todavía somos rehenes de la era del patriarcado, este nos impide comprender y valorar lo que dice el evangelio de Lucas respecto a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la energía (dínamis) del Altísimo armará su tienda sobre ti y por eso el Santo engendrado será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35).
Las traducciones comunes, dependientes de una lectura masculinista, dicen “la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Pero en el original griego no es eso lo que se dice. Literalmente se afirma: “la energía (dínamis) del Altísimo armará su tienda sobre ti” (episkiásei soi). Se trata de un modismo lingüístico hebraico que significa “habitar no pasajera sino definitivamente” sobre ti, María. La palabra que se usa es skené que significa tienda. Armar la tienda sobre alguien (epi-skiásei), como afirma el texto, significa: a partir de ahora María de Nazaret será la portadora permanente del Espíritu. Ella ha sido “espiritualizada”, es decir, el Espíritu forma parte de ella.
Curiosamente la misma palabra skené (tienda) la aplica el evangelista san Juan a la encarnación del Verbo. “Y el Verbo se hizo carne y armó su tienda entre nosotros (eskénosen, es el mismo verbo de base)”, que quiere decir, habitó definitivamente entre nosotros.
¿Cuál es la conclusión que sacamos de esto? Que la primera Persona divina enviada al mundo no fue el Hijo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Fue el Espíritu Santo. Quien es el tercero en el orden de la Trinidad es el primero en el orden de la Creación, esto es, el Espíritu Santo. El receptáculo de esta venida fue una mujer del pueblo, sencilla y piadosa como todas las mujeres campesinas de Galilea, de nombre Miriam o María.
Al acoger la venida del Espíritu, ella fue elevada a la altura de la divinidad del Espíritu. Por eso dice con razón el evangelista Lucas: “por eso (diò óti) o por causa de eso el Santo engendrado será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35). Solamente alguien que está en la altura de Dios puede engendrar un Hijo de Dios. María, por esta razón, será divinizada de manera semejante al hombre Jesús de Nazaret, que fue asumido por el Hijo eterno y así fue divinizado. El Hijo eterno encarnado en nuestra realidad humana es lo que celebramos en Navidad.
En un momento de la historia, el centro está ocupado por una mujer, Miriam de Nazaret. En ella está actuando el Espíritu Santo que habita en ella y que está creando la santa humanidad del Hijo de Dios. En ella están presentes dos Personas divinas: el Espíritu Santo y el Hijo eterno del Padre. Ella es el templo que alberga a ambos.
Nuestra Señora de Guadalupe, tan venerada por el pueblo mexicano, con rasgos mestizos, aparece como una mujer embarazada con todos los símbolos de la gravidez de la cultura nauatl (de los aztecas). Siempre que voy a México me mezclo con las multitudes que acuden a ella y visito la bella imagen de la Guadalupe. Vestido de fraile, pregunté varias veces a un peregrino anónimo: “Hermanito, ¿tu adoras a la Virgen de Guadalupe”? Y recibí siempre la misma respuesta: “Sí, frailecito, ¿cómo no voy a adorar a la Virgen de Guadalupe? Sí que la adoro”.
El devoto respondía con toda razón, pues en esa mujer se esconden las dos Personas divinas, el Hijo que crecía en sus entrañas por la energía del Espíritu que moraba en ella. Ambas, siendo Dios, pueden y deben ser adoradas. Y María es inseparable de ellos, por eso merece la misma adoración. De aquí nació la inspiración para uno de mis libros más leídos, “El rostro materno de Dios”.
Siempre he lamentado que la mayoría de las mujeres, incluso teólogas, no hayan asumido aún su porción divina, presente en María por obra del Espíritu Santo. Se quedan solo con Cristo, el hombre divinizado.
La Navidad será más completa si junto al Niño que tirita de frío en el pesebre, incluimos a su Madre que acuna al Niño, amparada por su esposo, el buen José. Él también merecería una reflexión especial, que ya hice en estas páginas del Jornal do Brasil: su relación con el Padre celeste.
En medio de la crisis de nuestro país todavía hay una Estrella, como la de Belén, para darnos esperanza.
*Leonardo Boff es articulista del JB online y ha escrito El rostro materno de Dios, Vozes, 11ª edición, 2012.
Traducción de Mª José Gavito Milano